Todos los cuentos de los hermanos Grimm (77 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Díjole la doncella:

—¡Anda, querido, brinda por mí!

Levantó él la copa y, tan pronto como hubo bebido, el corazón del ave saltó fuera de su cuerpo. La muchacha hubo de llevárselo en secreto y tragárselo a su vez, pues la vieja así lo quiso.

A partir de entonces, él ya no encontró más dinero bajo la almohada. En cambio, aparecía debajo de la de ella, y la vieja lo recogía cada mañana. Pero el mozo seguía tan enamorado y ciego, que sólo pensaba en estar al lado de la muchacha.

Dijo luego la bruja:

—Ahora ya tenemos el corazón del pájaro; pero hemos de quitarle el manto prodigioso.

Contestó la doncella:

—No está bien. Basta con que haya perdido su riqueza.

Pero la vieja dijo, muy enojada:

—Un manto así es algo milagroso que raramente se encuentra en el mundo. Lo quiero para mí, y no hay más que hablar.

Y dio sus instrucciones a la muchacha, amenazándola con que, si no le obedecía, lo pasaría mal. La doncella no tuvo más remedio que someterse a los mandatos de la bruja y, asomándose a la ventana, púsose a contemplar el vasto panorama con semblante triste.

Preguntóle el cazador:

—¿Por qué estás tan afligida?

—¡Ay, tesoro mío! —respondió ella—. Allá enfrente está la montaña de los granates, llena de las más ricas piedras preciosas pero, ¡cualquiera las alcanza! Sólo las aves voladoras pueden llegar allí, pero no los hombres.

—Si no tienes más pena que ésa —dijo el cazador—, pronto te la quitaré del corazón.

Y, cogiéndola bajo su manto, pidió ser trasladado a la montaña de los granates.

En un instante se encontraron en ella. Brillaban las preciosas piedras por doquier, y era una gloria contemplarlas. Recogieron las más hermosas y refulgentes. Pero la vieja, con sus artes diabólicas, había hecho que el cazador sintiera una gran pesadez en los ojos, por lo cual dijo a la muchacha:

—Sentémonos un poco a descansar. Estoy tan rendido, que apenas si las piernas me sostienen.

Sentáronse, apoyó él la cabeza en el regazo de la doncella y muy pronto se quedó dormido. Quitóle entonces ella el manto de los hombros, se lo puso sobre los propios y, recogiendo todas las piedras preciosas, pidió ser transportada a su casa.

Al despertarse el cazador, vio que su amada lo había engañado, abandonándolo en aquella salvaje montaña.

—¡Ay! —exclamó—, ¡cuánta falsía hay en el mundo!

Y sumido en inquietud y tristeza, empezó a considerar su difícil situación. La montaña pertenecía a unos gigantes, salvajes y monstruosos, que vivían en ella haciendo de las suyas, y no había transcurrido mucho tiempo cuando vio que se le acercaban tres hombrotes de aquéllos. Tumbóse en el suelo, fingiendo dormir profundamente.

Al llegar los gigantes, diole el primero con el pie diciendo:

—¿Qué bicho es éste que yace aquí?

Dijo el segundo:

—Aplástalo con el pie.

Intervino el tercero, despectivo:

—¡No vale la pena! Dejadlo que viva. Aquí no puede seguir, y si sube hasta la cumbre, se lo llevarán las nubes.

Y, dicho esto, prosiguieron su camino. Pero el cazador había oído sus palabras y, no bien se hubieron alejado, levantóse y trepó hasta la cima.

Poco después de estar sentado en ella pasó flotando una nube y, cogiéndolo en su seno, después de transportarlo por los aires, lo dejó caer sobre un gran huerto rodeado de murallas, y el mozo se encontró en el suelo sin sufrir daño, entre coles y otras hortalizas.

—Si al menos tuviese algo de comer. Estoy hambriento, y esto se pondrá cada vez peor. Pero aquí no hay ni una triste pera, ni manzana, ni fruta de ninguna clase. Todo son coles.

Al fin, pensó: «En último extremo, puedo comer lechuga. No es muy apetitosa, pero siempre me refrescará algo». Buscó una buena lechuga y empezó a comerse las bajas blancas.

Apenas había engullido un par de bocados experimentó una sensación rarísima, como si cambiara de cuerpo. Creciéronle cuatro patas, una gran cabezota y dos largas orejas, y vio con espanto que se había transformado en asno. Pero como a pesar de ello el hambre arreciaba, y la jugosa ensalada se avenía con su nueva naturaleza, siguió comiendo con avidez.

Llegó, finalmente, a otra variedad de lechuga, y no bien la hubo probado se produjo en él una nueva transformación y recobró su primitiva forma humana. Tumbóse entonces en el suelo y se durmió, pues estaba cansado.

Al despertarse, a la mañana siguiente, arrancó una cabeza de la lechuga perniciosa y otra de la buena, pensando: «Me ayudará a llegar junto a los míos y a castigar la deslealtad». Guardóse las hortalizas, saltó el muro del huerto y se encaminó hacia el palacio de su amada.

A los dos o tres días de marcha llegó a él. Después de ennegrecerse el rostro de modo que ni su propia madre lo hubiera reconocido, entró en el edificio y pidió albergué:

—Estoy cansadísimo —dijo—. Hoy no puedo dar ni un paso más.

Preguntóle la bruja:

—¿Quién sois y en qué os ocupáis?

—Soy mensajero del Rey —respondió él—, el cual me envió en busca de la lechuga más sabrosa que crece bajo el sol. Tuve la fortuna de encontrarla y la llevo conmigo; pero el sol es tan ardoroso que la planta está a punto de marchitarse, y no sé si podré llegar con ella hasta palacio.

Al oír la vieja lo de la preciosa ensalada, entráronle ganas de comerla y dijo:

—Buen campesino, dejadme probar esa lechuga maravillosa.

—¿Por qué no? —respondió él—. Traigo dos. Os daré una.

Y, abriendo su morral, sacó la mala y se la entregó. La bruja no sospechó nada, y como la boca se le hiciera agua con el afán de comerse aquel nuevo manjar, fuese directamente a la cocina a prepararlo.

Cuando ya lo tuvo a punto, no pudiendo esperar la hora de la comida, cogió unas hojas y se las metió en la boca. Apenas las hubo tragado perdió su figura humana y, transformada en burra, echó a correr al patio.

En éstas entró la criada en la cocina, y al ver la ensalada aliñada y a punto de servir, cediendo a su antigua costumbre de probar todos los platos, comióse también unas hojas mientras la llevaba a la mesa. Inmediatamente actuó la virtud milagrosa de la verdura. La moza se transformó a su vez en borrica, y corrió a reunirse con la vieja, tirando al suelo la fuente que contenía la lechuga.

Mientras tanto, el supuesto mensajero permanecía junto a la bella muchacha la cual, viendo que no llegaba la ensalada y sintiendo unos deseos irresistibles de probarla, dijo:

—¡No sé qué pasa con esta lechuga!

Y el cazador, pensando: «Seguramente ha hecho ya su efecto», le dijo:

—Voy a la cocina a informarme.

Al llegar abajo vio las dos borricas que corrían por el patio, y la ensalada, en el suelo. «Muy bien —se dijo—; esas dos ya tienen lo suyo». Recogió el resto de la lechuga, la puso en la fuente y fue a servirla a la muchacha.

—Yo mismo te traigo este delicioso manjar —le dijo—, para que no tengas que esperarte.

Comió ella entonces, y al momento, igual que las otras, perdiendo la figura humana, corrió al patio transformada en burra.

El cazador, después de lavarse el rostro para que las transformadas mujeres pudieran reconocerlo, bajó al patio y les dijo:

—Ahora recibiréis el premio que se merece vuestra perfidia.

Y ató a las tres de una soga y se las llevó a un molino. Llamó a una ventana, y el molinero se asomó para preguntarle qué deseaba.

—Llevo aquí tres bestias muy reacias —dijo él—. No puedo seguir guardándolas. Si queréis cuidar de ellas y tratarlas como yo os diga, os pagaré lo que me pidáis.

—¿Por qué no? —respondióle el molinero—. Pero, ¿cómo debo tratarlas?

Díjole entonces el cazador que a la burra vieja —que era la bruja— le diese una vez de comer y tres palos cada día; a la mediana, la criada, tres veces de comer y una de palos, y a la menor, la doncella, tres veces de comer y ninguna de palos, pues no tuvo valor para hacer que maltratasen a la muchacha. Luego regresó al palacio, donde encontró cuanto necesitaba.

A los pocos días presentóse el molinero para comunicarle que la burra vieja, que no había recibido más que palos y sólo un pienso al día, había muerto.

—Las otras dos —prosiguió el hombre— viven y reciben tres piensos diarios; mas parecen tan tristes, que no creo duren mucho tiempo.

Compadecióse el cazador y, sintiendo que se le había pasado el enojo, dijo al molinero que las devolviese.

Cuando llegaron, les dio de comer lechuga de la buena, y en el acto recuperaron su forma humana. La hermosa muchacha se hincó de rodillas ante él y le dijo:

—¡Ay, amadísimo mío, perdóname el mal que te hice obligada por mi madre! Fue contra mi voluntad, pues te quiero de todo corazón. Tu manto prodigioso está colgado en un armario y, en cuanto al corazón de pájaro, voy a tomarme en seguida un vomitivo.

Pero él le contestó:

—Guárdalo, pues lo mismo da que lo posea uno que otro, ya que pienso tomarte por esposa.

Y celebróse la boda, y vivieron felices hasta la hora de su muerte.

La vieja del bosque

U
NA pobre criada cruzaba cierto día un bosque acompañando a sus amos y, hallándose en lo más espeso, salieron de entre la maleza unos bandidos, que los asesinaron a todos menos a la muchacha la cual, asustada, había saltado del coche para ocultarse detrás de un árbol.

Cuando los bandoleros se hubieron alejado con el botín, salió ella de su escondrijo y contempló aquella enorme desgracia. Echándose a llorar amargamente, dijo: «¡Qué voy a hacer ahora, desdichada de mí! No sabré salir del bosque, en el que no vive un alma. Habré de morir de hambre»; y, por más que corrió de un lado a otro buscando un camino, no pudo hallar ninguno.

Al anochecer sentóse al pie de un árbol y encomendóse a Dios, firmemente decidida a quedarse allí pasara la que pasara.

Al cabo de un rato llegó volando una palomita blanca, con una llavecita de oro en el pico. Depositándola en su mano, le dijo:

—¿Ves aquel gran árbol de allá? Tiene una cerradura; ábrela con esta llave. Dentro encontrarás comida en abundancia, y no tendrás que sufrir hambre.

Dirigióse la muchacha al árbol, lo abrió y encontró dentro una escudilla llena de leche, y pan blanco en tal abundancia que no pudo comérselo todo. Una vez estuvo satisfecha, dijo:

—Es la hora en que las gallinas suben a su palo. Me siento tan cansada que también yo me acostaría con gusto en mi cama.

He aquí que volvió la palomita con otra llave de oro en el pico:

—Abre aquel otro árbol —díjole—. Encontrarás en él una cama.

Y, en efecto, al abrirlo apareció una hermosa y blanda camita. La joven rezó sus oraciones, pidiendo a Dios Nuestro Señor que la guardase durante la noche; seguidamente se metió en el lecho y se durmió.

A la mañana siguiente apareció por tercera vez la palomita y le dijo:

—Abre aquel árbol de allí y encontrarás vestidos

Y, al hacerlo, salieron vestidos magníficos adornados con oro y pedrería, dignos de la más encumbrada princesa. Y la muchacha vivió allí una temporada, presentándose la palomita todos los días para atender las necesidades de la muchacha. Y era de verdad una vida buena y tranquila.

Pero un día le preguntó la paloma:

—¿Quieres hacer algo por mí?

—Con toda mi alma —respondió la muchacha.

Díjole entonces la palomita:

—Te llevaré a una casa muy pequeña. Entrarás y, junto al hogar, estará sentada una vieja que te dirá: «Buenos días». Pero tú no respondas, haga lo que haga, sino que te diriges hacia la derecha, donde hay una puerta. La abres, y te encontrarás en un aposento con una mesa, sobre la cual verás un montón de anillos de todas clases. Los hay magníficos, con centelleantes piedras preciosas; pero déjalos. Busca, en cambio, uno muy sencillo que ha de estar entre ellos. Cógelo y tráemelo lo más rápidamente que puedas.

Encaminóse la muchacha a la casita y entró. Allí estaba la vieja que, al verla, abriendo unos ojos como naranjas, le dijo:

—Buenos días, hija mía.

Pero ella no respondió y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas? —exclamó la vieja reteniéndola por la falda—. Ésta es mi casa, y nadie puede entrar sin mi permiso.

Pero la muchacha no abrió la boca, y soltándose de una sacudida, entró en la habitación.

Sobre la mesa había una gran cantidad de sortijas que brillaban y refulgían como estrellas. Esparciólas todas buscando la sencilla; mas no aparecía por ninguna parte.

Mientras estaba así ocupada, vio que la vieja se escabullía con una jaula que encerraba un pájaro. Corriendo a ella, quitóle de la mano la jaula. El pájaro tenía en el pico el anillo que buscaba. Apoderóse de él y se apresuró a salir de la casa, pensando que acudiría la palomita a buscar la sortija; pero no fue así.

Apoyóse entonces en un árbol, dispuesta a aguardar la llegada de la paloma y, mientras estaba de tal guisa, parecióle como si el árbol se volviera blando y flexible, y bajara las ramas. Y, de pronto, las ramas le rodearon el cuerpo y se transformaron en dos brazos y, al volverse ella, vio que el árbol era un apuesto doncel que, abrazándola y besándola, le dijo:

—Me has redimido y librado del poder de la vieja, que es una malvada bruja. Me había transformado en árbol, y todos los días me convertía por dos horas en una paloma blanca, sin que pudiese yo recobrar la figura humana mientras ella estuviese en posesión del anillo.

Quedaron desencantados al mismo tiempo sus criados y caballos, todos ellos transformados también en árboles, y todos juntos se marcharon a su reino, pues se trataba del hijo de un rey. Allí se casaron la muchacha y el príncipe, y vivieron felices.

La bella durmiente del bosque

V
IVÍAN en tiempos remotos un rey y una reina que todos los días exclamaban:

—¡Ah, si tuviésemos un hijito!

Pero nunca les venía ninguno.

Cierto día en que la Reina se bañaba en el río, saltó una rana a la orilla y le dijo:

—Se cumplirá tu deseo; antes de un año darás a luz una hija.

Y sucedió tal como la rana pronosticara: la Reina tuvo una niña tan hermosa, que el Rey no cabía en sí de alegría y organizó una gran fiesta. Invitó a ella no sólo a sus parientes, amigos y conocidos, sino también a las hadas, con la esperanza de que se mostrasen generosas con su pequeña.

Trece hadas había en el reino, y como el Soberano sólo tenía doce platos de oro para servirlas en el banquete, no hubo más remedio que dejar de invitar a una.

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