Todos los cuentos de los hermanos Grimm (74 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Díjole el hada:

—Dos Ojitos, te daré un buen consejo: Pide a tus hermanas que te den la tripa de la cabra muerta, y entiérrala delante de la puerta de tu casa. Te traerá suerte.

Desapareció el hada y Dos Ojitos, regresando a su casa, dijo a las hermanas:

—Dadme un poco de la cabra, hermanas. No pido nada bueno; solamente la tripa.

Echáronse ellas a reír y le respondieron:

—Si no pides otra cosa, puedes quedarte con ella.

Y Dos Ojitos cogió la tripa, y aquella noche fue a enterrarla con el mayor sigilo delante de la puerta, según le recomendara el hada.

A la mañana siguiente, al despertarse todas y salir a la calle, quedaron maravilladas al ver un magnífico árbol que se alzaba ante la casa. Era un árbol prodigioso, con hojas de plata y frutos de oro. En el mundo entero no se habría encontrado nada tan bello y precioso. Nadie sabía cómo había salido allí aquel árbol, de la noche a la mañana. Sólo Dos Ojitos sabía que brotó de la tripa de la cabra, pues se levantaba precisamente en el lugar donde ella la había enterrado.

Dijo la madre a Un Ojito:

—Sube, hija mía, a coger algunos de los frutos.

Trepó la muchacha a la copa; pero en cuanto trataba de alcanzar una de las doradas manzanas, la rama se le escapaba de las manos, repitiéndose la cosa todas las veces que intentó hacerse con un fruto.

Dijo entonces la madre:

—Tres Ojitos, sube tú; con tus tres ojos verás mejor que tu hermana.

Bajó Un Ojito y encaramóse Tres Ojitos; pero no fue más afortunada; por mucho que mirara a su alrededor, las manzanas de oro continuaron inasequibles.

Finalmente la madre, impacientándose, se subió ella misma al árbol. Pero no le fue mejor que a sus hijas. Cada vez que creía agarrar uno de los frutos, se encontraba con la mano llena de aire.

Dijo entonces Dos Ojitos:

—Probaré yo; quizá tenga mejor suerte.

Y aunque las hermanas la increparon:

—¡Qué quieres hacer tú con tus dos ojos!

Ella trepó a la copa, y las manzanas de oro ya no huyeron, sino que espontáneamente se dejaban caer en su mano. La muchacha pudo cogerlas una a una y, después de llenarse el delantal, bajó del árbol. La madre se las quitó todas, y Un Ojito y Tres Ojitos, en vez de dar mejor trato a su hermana, envidiosas al ver que sólo ella podía conseguir los frutos, se ensañaron con ella más aún que antes.

He aquí que hallándose un día todas al pie del árbol, vieron acercarse un joven caballero.

—¡Aprisa, Dos Ojitos! —exclamaron las hermanas—, métete ahí debajo, y así no tendremos que avergonzamos de ti.

Y, precipitadamente, le echaron encima un barril vacío que tenían a mano, metiendo también las manzanas que Dos Ojitos acababa de coger.

Al llegar el caballero resultó ser un gallardo gentilhombre que, deteniéndose a admirar el magnífico árbol de oro y plata, dijo a las dos hermanas:

—¿De quién es este hermoso árbol? Por una de sus ramas daría cuanto me pidiesen.

Tres Ojitos y Un Ojito contestaron que el árbol les pertenecía, y que romperían una rama para dársela. Una y otra se esforzaron cuanto pudieron; pero todos sus intentos resultaron vanos, pues ramas y frutos las rehuían continuamente.

Dijo entonces el caballero:

—Es muy extraño que, perteneciéndoos el árbol, no podáis cortar una rama de él.

Pero ellas persistieron en afirmar que el árbol era suyo.

Mientras porfiaban, Dos Ojitos, desde el interior del barril, hizo rodar por debajo dos o tres manzanas de oro, que fueran a parar a los pies del caballero, pues la muchacha estaba enojada de que las otras no dijesen la verdad.

Al ver el forastero las manzanas, preguntó asombrado de dónde venían, y Tres Ojitos y Un Ojito le respondieron que tenían una hermana, pero que no la enseñaban porque sólo tenía dos ojos, como las personas vulgares.

El caballero quiso verla y gritó:

—¡Sal, Dos Ojitos!

La doncella, cobrando confianza, salió de debajo del barril, y el caballero admirado de su gran hermosura le dijo:

—Seguramente tú podrás cortarme una rama del árbol.

—Sí —replicó Dos Ojitos—, sin duda podré, pues el árbol es mío.

Y subiéndose a la copa, con gran facilidad quebró una rama, con sus hojas de plata y sus frutos de oro, y la entregó al forastero:

Dijo éste entonces:

—Dos Ojitos, ¿qué quieres a cambio?

—¡Ay! —respondió la muchacha—, aquí sufro hambre y sed, pesares y privaciones desde la mañana a la noche. Si quisieseis llevarme con vos y liberarme, sería feliz.

Subió el caballero a Dos Ojitos a la grupa de su caballo y la condujo al castillo de su padre, donde le proporcionó hermosos vestidos y comida en abundancia; y como la doncella era, en verdad, encantadora, enamoróse de ella y, a poco, se celebró la boda entre el mayor regocijo.

Al ver que el caballero se llevaba a Dos Ojitos, las dos hermanas sintieron gran envidia por su suerte, pero se consolaron pensando: «De todos modos, nos queda el árbol maravilloso, y aunque no podamos coger sus frutos, todos los que pasen por aquí se pararán a contemplarlo y llamarán a nuestra casa para expresarnos su admiración. ¡Quién sabe donde está nuestra fortuna!».

Pero, a la mañana siguiente, el árbol había desaparecido y, con él, sus esperanzas. Y cuando Dos Ojitos se asomó a la ventana de su nuevo aposento, con gran alegría vio que el árbol se levantaba delante de ella, pues la había seguido. La muchacha vivió feliz por mucho tiempo.

Un día se presentaron en el castillo dos pobres mujeres que pedían limosna, y Dos Ojitos, al verlas, reconoció a sus hermanas, las cuales habían llegado a tal extremo de miseria, que debían ir mendigando su pan de puerta en puerta. Dos Ojitos las acogió cariñosamente, las trató con gran bondad y las colmó de favores, por lo que las otras se arrepintieron de todo corazón de su mal proceder con su hermana.

Los tres haraganes

U
N rey tenía tres hijos, a los que quería por igual, por lo que no sabía a quién de ellos legar el trono a su muerte.

Al darse cuenta de que se acercaba su última hora, llamó los junto a su lecho y les dijo:

—Hijos míos muy queridos; he pensado una cosa y os la voy a decir. Heredará el trono aquel de los tres que sea más perezoso.

Dijo entonces el mayor:

—Padre, en ese caso, el reino me pertenece, pues soy tan perezoso que, cuando me acuesto, no me decido a cerrar los ojos para dormir, aunque me caiga una gota en ellos.

Habló, a su vez, el segundo:

—Padre, mío es el reino, pues es tal mi pereza que, cuando me siento junto al fuego para calentarme, antes me quemo los talones que retirar las piernas.

Y el tercero:

—Padre, yo digo que el trono es para mí, pues mi pereza es tal, que si fuesen a ahorcarme y, teniendo ya el nudo en torno al cuello, alguien me pusiera en la mano un cuchillo afilado para cortar la cuerda, antes dejaría que me colgasen que levantar la mano hasta la cuerda.

Al oír esto, el padre dijo:

—Tú eres el que ha llevado la cosa más lejos. Por consiguiente, tú serás el Rey.

La novia blanca y la novia negra

U
NA mujer estaba en el prado cortando hierba con su hija y su hijastra. Se les presentó Dios Nuestro Señor en figura de mendigo y les preguntó:

—¿Cuál es el camino que lleva al pueblo?

—Si queréis saberlo —respondióle la madre—, buscadlo vos mismo.

Y la hija añadió:

—Si tenéis miedo a perderos, llevad un guía.

Pero la hijastra dijo:

—Pobre hombre, yo os acompañaré. Venid conmigo.

Enojóse Nuestro Señor con la madre y la hija y, al volverles la espalda, las maldijo condenándolas a ser negras como la noche y feas como el pecado. En cambio, se mostró piadoso con la pobre hijastra y, al llegar con ella cerca del pueblo, la bendijo diciéndole:

—Elige tres gracias y te las concederé.

Respondió la muchacha:

—Quisiera ser hermosa y pura como el sol —e inmediatamente quedó blanca y bella como la luz del día—. En segundo lugar quisiera tener un bolso de dinero que nunca se vaciase.

Y Nuestro Señor se lo dio, advirtiéndole:

—No te olvides de lo mejor.

Y respondió ella:

—Como tercera gracia pido la gloria del cielo para después de mi muerte.

Otorgósela también Nuestro Señor y se despidió de ella.

Cuando, al llegar a casa, la madre vio que ella y su hija eran negras como el carbón y horriblemente feas, mientras que la hijastra era blanca y hermosa, la perversidad de su corazón creció todavía, y ya no tuvo más afán que el de atormentar a la muchacha. Pero ésta tenía un hermano, llamado Reginer, a quien quería en extremo, y le contó lo sucedido.

Entonces le dijo Reginer:

—Hermana mía, quiero hacerte un retrato para tenerte constantemente ante mi vista, pues te quiero tanto que quisiera estar viéndote en todo momento.

—Bien —le contestó ella—, pero te ruego que no muestres el retrato a nadie.

Pintó él a su hermana y colgó el cuadro en su habitación del palacio real, pues servía en él de cochero. Todos los días se paraba a contemplarlo, y daba gracias a Dios por haberle concedido tal hermana.

Sucedió que el Rey, a cuyo servicio estaba el mozo, había perdido a su esposa, la cual había sido tan hermosa que no se encontraba otra igual, y aquella pérdida tenía sumido al Monarca en honda tristeza.

Los criados de palacio, al observar que el cochero se pasaba largos ratos absorto en la contemplación de su hermoso cuadro, llenos de envidia lo delataron al Rey. Éste mandó que le trajesen el retrato, y al ver su parecido con su difunta esposa y que la superaba aún en belleza, se enamoró perdidamente de la muchacha representada en el cuadro.

Llamó al cochero y le preguntó de quién era el retrato; el mozo le dijo que era su hermana. Entonces decidió el Rey que se casaría con ella y con ninguna otra y, dando al cochero una carroza y caballos, así como magníficos vestidos de oro, lo envió en busca de su elegida.

Al llegar Reginer con la embajada, su hermana sintió una gran alegría, pero la negra hermanastra, celosa de su fortuna, irritóse en extremo y dijo a su madre:

—¿De qué me sirven todas vuestras artes si no sois capaz de proporcionarme una suerte así?

—Tranquilízate —respondió la vieja—, ya cuidaré de tu felicidad.

Y con sus brujerías enturbió los ojos del cochero, hasta dejarlo medio ciego, mientras volvía medio sorda a su hijastra.

Subieron luego al coche, primero la novia, con sus espléndidos vestidos reales, después la madrastra y su hija, mientras Reginer ocupaba el pescante.

Al cabo de un rato de marcha, dijo el cochero:

«Tápate, hermanita;

no te moje la lluvia

ni te cubra de polvo el viento,

para presentarte hermosa ante el Rey.»

Preguntó la novia:

—¿Qué dice mi querido hermano?

—¡Ay! —replicó la vieja—, ha dicho que te quites el vestido dorado y lo des a tu hermana.

Quitóselo ella y lo pasó a la negra, la cual le entregó su ordinaria blusa gris. Y prosiguieron hasta que, poco tiempo después, volvió a decir el hermano:

«Tápate, hermanita;

no te moje la lluvia

ni te cubra de polvo el viento,

para presentarte hermosa ante el Rey.»

Preguntó la novia:

—¿Qué dice mi querido hermano?

—¡Ay! —respondió la vieja—, ha dicho que te quites la dorada cofia y la des a tu hermana.

Quitóse ella la cofia y la pasó a la negra, quedándose ella destocada. Y siguieron adelante, hasta que transcurrido otro rato, repitió el hermano:

«Tápate, hermanita;

no te moje la lluvia

ni te cubra de polvo el viento,

para presentarte hermosa ante el Rey.»

Preguntó la novia:

—¿Qué dice mi querido hermano?

—¡Ay! —respondió la vieja—, ha dicho que te asomes a la ventanilla del coche.

En aquel momento estaban cruzando un puente, tendido sobre un profundo río. Al levantarse la muchacha y asomarse por la ventana, las otras dos le dieron un empujón y la arrojaron al agua. Al hundirse en el lecho del río, levantóse de su superficie un pato blanco como la nieve, que se puso a nadar siguiendo la corriente.

El hermano no había visto nada de lo sucedido y siguió conduciendo el coche hasta llegar a palacio. Presentó al Rey la muchacha negra, confundiéndola con su hermana, pues estaba medio ciego y sólo veía el brillo del vestido.

Al contemplar el Rey la extrema fealdad de su presunta novia, enojóse sobremanera y ordenó que echasen al cochero a un foso lleno de víboras y otras alimañas ponzoñosas. La vieja bruja, empero, supo con sus malas artes deslumbrar al Rey hasta el punto de que no solamente las toleró a su lado a ella y a su hija, sino que incluso acabó casándose con ésta.

Un atardecer en que la negra esposa estaba sentada sobre las rodillas del Rey, llegó nadando al fregadero de la cocina un pato blanco y dijo al pinche:

«Jovencito, enciende fuego,

para que pueda calentarme luego.»

Hízolo así el mozo y encendió fuego en el hogar. El pato se acercó, sacudióse y se alisó las plumas con el pico; y, mientras así se acicalaba, preguntó:

«¿Qué hace mi hermano Reginer?»

Contestó el pinche:

«Yace en una cárcel tenebrosa,

entre víboras de lengua ponzoñosa.»

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