Todos los cuentos de los hermanos Grimm (69 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Antes he de probarlo —respondió el estudiante.

Acercóse a un árbol y arrancó con su hacha un poco de corteza; frotó luego el tronco con el extremo del parche, y en seguida se cubrió de corteza.

—Muy bien, no me has engañado —dijo al espíritu—; ahora podemos separarnos.

El espíritu le dio las gracias por haberlo libertado, y el estudiante se las dio, a su vez, por el regalo y regresó junto a su padre.

—¿Dónde estuviste? —preguntóle el viejo—. Por lo visto te has olvidado del trabajo. Siempre pensé que no harías nada bueno.

—No os apuréis, padre. Recuperaré el tiempo perdido.

—¡Ya lo veo! —refunfuñó el viejo—. No es ésa la manera de portarse.

—Fijaos, padre, cómo corto aquel árbol. Oíd cómo cruje —frotó el hacha con su parche y pegó un fuerte golpe; pero como el hierro se había transformado en plata, el filo se le torció—. Padre, ¡qué hacha más mala me habéis dado! ¡Ved cómo se ha torcido!

Asustóse el viejo y exclamó:

—¡Dios Santo, qué has hecho! Ahora habré de pagar el hacha y no tengo con qué. Éste es el beneficio que he sacado de tu ayuda.

—No os apuréis —respondió el hijo—; yo pagaré la herramienta.

—¡Mentecato! —exclamó el leñador—. ¿Con qué piensas pagarla? No tienes más que lo que yo te doy. Tretas de estudiante no te faltan, pero del oficio de leñador no entiendes una palabra.

Al cabo de un rato dijo el estudiante:

—Padre, ya que no puedo seguir trabajando; mejor será que lo dejemos.

—¡Cómo! —replicó el viejo—. ¿Piensas que voy a estar mano sobre mano como tú? Márchate si quieres, que yo tengo todavía que hacer.

—Padre, es la primera vez que he ido al bosque y no sé el camino. Veníos conmigo.

Al viejo se le aplacó el enojo y se dejó convencer al fin. Emprendieron, pues, el regreso, y durante el camino dijo el anciano al muchacho:

—Ve a vender el hacha estropeada. Saca cuanto puedas por ella; el resto tendré que ganarlo yo para pagar al vecino.

El mozo se fue con la herramienta a la ciudad y, entrando en la tienda de un orfebre, se la ofreció en venta.

Examinóla el platero y, después de pesada, dijo:

—Vale cuatrocientos escudos; pero ahora no tengo tanto dinero aquí.

—Dadme lo que tengáis; el resto me lo pagaréis más adelante —propuso el muchacho.

Pagóle el orfebre trescientos escudos, y le quedó deudor de otros cien. El mozo regresó a su casa:

—Padre —dijo—, ya tengo dinero. Id a preguntar al vecino lo que le debéis por el hacha.

—No tengo que preguntárselo —respondió el leñador—. Vale un escudo y seis cuartos.

—Pues dadle tres escudos; es el doble y quedará contento. Mirad: me sobra dinero —y, entregando a su padre cien escudos, le dijo—. Ya nada os faltará. Podéis vivir tranquilamente.

—¡Dios mío! —exclamó el hombre—; ¿y cómo has adquirido toda esta riqueza?

Entonces le explicó el hijo lo que le había ocurrido y cómo, fiando en la suerte, había realizado aquella rica adquisición.

Con el resto del dinero se marchó a seguir sus estudios en la universidad; y como, gracias a su parche, curaba todas las heridas, pronto convirtióse en el doctor más famoso del mundo entero.

Los siete suabos

E
RANSE una vez siete suabos que salieron juntos. El primero se llamaba maese Schulz; el segundo, Yackli; el tercero, Marli; el cuarto, Yergli; el quinto, Micael; el sexto, Juan, y el séptimo, Veitli.

Se habían concertado para correr mundo en busca de aventuras y realizar grandes hazañas. Como deseaban ir armados y seguros encargaron una lanza, una sola, pero muy larga y recia. Empuñábanla los siete a la vez, yendo delante el más gallardo y osado, que debía ser maese Schulz, y los demás seguirían por orden, con Veitli en el último lugar.

Un buen día del mes de julio, en que habían recorrido un largo trecho y les faltaba todavía bastante para llegar al pueblo donde querían pasar la noche, ocurrió que al cruzar un prado pasó volando a poca distancia un gran abejorro o, tal vez, un avispón, que fue a ocultarse detrás de una mata zumbando fieramente.

Asustóse maese Schulz, y por poco suelta la lanza al tiempo que un sudor frío le bañaba todo el cuerpo.

—¡Escuchad, escuchad! —gritó a sus compañeros—. ¡Dios Santo, oigo un tambor!

Yackli, que seguía detrás de él sosteniendo también el arma, sintió en las narices no sé qué olor, y dijo:

—Sin duda ocurre algo, pues huelo a pólvora y a mecha quemada.

A estas palabras, maese Schulz puso pies en polvorosa y saltó sobre un vallado. Pero como cayó sobre las púas de un rastrillo que había quedado en el campo cuando la siega, dio impulso al mango el cual, a su vez, le propinó en la cara un palo de padre y muy señor mío.

—¡Ay, ay! —se puso a gritar maese Schulz—. ¡Soy vuestro prisionero! ¡Me rindo, me rindo!

Los otros seis, saltando también en desorden y cayendo unos sobre otros, gritaron a su vez:

—¡Si tú te rindes, también nos rendimos nosotros!

Al fin, como no apareciese ningún enemigo dispuesto a atarlos y llevárselos, comprendieron que todo había sido una falsa alarma; y para que la historia no se divulgase y no se convirtiesen en la chacota de la gente, decidieron callar hasta que alguno de ellos la revelase impensadamente.

Tras la deliberación, prosiguieron su ruta. Pero el segundo peligro que corrieron no puede comparase con el primero.

Al cabo de varios días, el camino los llevó a un barbecho en el que una liebre dormía al sol, con las orejas levantadas y los grandes ojos vidriados mirando fijamente.

Asustáronse todos a la vista de aquel animal salvaje y fiero, y celebraron consejo para acordar lo más conveniente ya que, si huían, el monstruo podía lanzarse en su persecución y engullirlos a todos con piel y pelo.

Así, dijeron:

—Es preciso librar una fiera y descomunal batalla; acometer con valor es ya media victoria.

Y empuñaron los siete la lanza, yendo maese Schulz en primer término, y Veitli, en último.

Maese Schulz vacilaba en avanzar; pero Veitli, que desde la cola se sentía muy valiente, deseoso de atacar gritó:

«¡Adelante en nombre de los suabos,

o es que no tenéis nada de bravos!»

Pero Juan le salió al paso diciendo:

«Por mi vida que le es fácil jactarse

a quien el último procura siempre hallarse.»

Y gritó Micael:

«Ese bribón no perderá un cabello,

que buen cuidado lleva el diablo dello.»

Tocóle el turno a Yergli, que dijo:

«Si no es el diablo, entonces es su madre,

o su primo, o tal vez algún compadre.»

Ocurriósele a Marli una buena idea y dijo a Veitli:

«Anda, Veitli, pasa tú delante,

que yo te seguiré de buen talante.»

Pero Veitli se hizo el sordo, y Yackli dijo entonces:

«Debe ser Schulz quien marche a la cabeza

y se lleve el honor de la proeza.»

Y maese Schulz, haciendo de tripas corazón, dijo con voz grave:

«¡Pues adelante todos valerosos,

a dar ejemplo de pechos animosos!»

Y arremetieron en tropel contra la fiera. Maese Schulz, persignándose, invocó la ayuda de Dios; pero viendo que de nada le valía y que el enemigo se hallaba cada vez más cerca, en un acceso de terror prorrumpió a gritar:

—¡Hau, hurlehau, han, hau, hau!

A sus gritos despertó asustada la liebre, y echó a correr a grandes saltos.

Al ver maese Schulz que emprendía la fuga, exclamó lleno de alborozo:

«Caramba, Veitli, ¿qué es lo que ha pasado?

¡El monstruo fiero en liebre se ha quedado!»

La hueste suaba continuó en busca de nuevas aventuras. Así llegó a orillas del Mosela, río musgoso, apacible y profundo. Como hay escasos puentes que lo crucen, en muchos lugares la travesía debe hacerse en barcas. Mas esto lo ignoraban los siete suabos, y llamaron a un hombre que estaba trabajando en la orilla opuesta para preguntarle cómo había que pasar el río.

Siendo la distancia considerable, y extraño el lenguaje de los aventureros, el hombre no los entendió y preguntó a su vez en su dialecto:

—¿Qué, qué?

Creyó maese Scbulz que decía: «¡A pie, a pie!» y, como iba el primero según costumbre, metióse en el río para abrirse camino.

Al poco rato se hundía en el lodo y las profundas aguas; pero el viento arrastró su sombrero hacia la otra orilla, y una rana, situándose encima, se puso a croar: «¡Cuec! ¡Cuec!».

Los seis restantes al oírlo dijéronse:

—Nuestro compañero Schulz nos llama. Si él puede pasar a pie, ¿por qué no hemos de poder nosotros?

Y saltaron todos juntos al agua y se ahogaron, con lo que bien puede decirse que murieron víctimas de una rana.

Los cuatro hermanos ingeniosos

E
RASE un pobre hombre que tenía cuatro hijos. Cuando fueron mayores, los llamó y les dijo:

—Hijos míos, es cuestión de que os marchéis por esos mundos, pues yo no tengo nada para daros. Id a otros países, aprended un oficio y procurad abriros camino.

Dispusiéronse los cuatro a marcharse y, tras despedirse de su padre, partieron juntos.

Al cabo de algún tiempo de caminar a la ventura llegaron a una encrucijada de la que partían caminos en cuatro direcciones. Y dijo el mayor:

—Aquí hemos de separarnos. Dentro de cuatro años, en este mismo día y lugar, volveremos a reunirnos. Entretanto, que cada cual busque fortuna por su lado.

Marcharon cada uno en una dirección.

El primero se encontró con un hombre, que le preguntó dónde iba y cuál era su propósito.

—Quiero aprender un oficio —respondióle el muchacho.

—Vente conmigo. Aprenderás a ser ladrón —le contestó el desconocido.

—No —respondió el mozo—, éste no es un oficio honorable. Se acaba siempre en badajo de horca.

—¡Oh, no temas por eso! Sólo te enseñaré a apropiarte lo que nadie más podría obtener, y de modo que no quede rastro.

El muchacho se dejó convencer, y al lado de aquel hombre aprendió a ser un ladrón perfecto, tan hábil que cuando se había prendado de un objeto caía irremediablemente en sus manos.

El segundo hermano halló a otro sujeto que le hizo la misma pregunta: qué quería aprender.

—Todavía no lo sé —respondió.

—En este caso, vente conmigo y serás astrólogo. No hay oficio mejor, pues nada habrá que se te oculte.

Gustóle la idea al joven, y llegó a ser un astrólogo consumado.

Al terminar su aprendizaje, se despidió de su maestro y éste le dio un anteojo diciéndole:

—Con esto podrás ver cuanto ocurre en la tierra y en el cielo. Nada se ocultará a tu mirada.

Al tercer hermano adiestrólo un cazador, enseñándole todas las mañas y recursos de su arte, con tanto aprovechamiento por parte del discípulo, que salió hecho un consumado montero.

Al despedirse, el maestro lo obsequió con una escopeta y le dijo:

—Donde pongas el ojo, allá irá la bala; jamás errarás la puntería.

Finalmente, el menor de los hermanos se encontró también con un viandante que le preguntó por sus propósitos.

—¿No te gustaría ser sastre? —le dijo.

—No sé —contestó el mozo—. Eso de pasarse las horas con las piernas cruzadas, desde la mañana a la noche, y estar manejando continuamente la aguja y la plancha no me seduce ni mucho menos.

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