Todos los cuentos de los hermanos Grimm (64 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

El Rey mandó llamar a su médico, el cual le aplicó pomadas y bálsamos, y Juan quedó transformado en un gallardo y hermoso joven de blanca piel. Mucho se alegró la princesa al verlo, y por la mañana hubo un banquete. La boda se celebró con toda esplendidez, y Juan Erizo recibió del anciano monarca la corona del reino.

Transcurridos algunos años, él y su esposa hicieron un viaje a la casa de su padre, a quien se presentó el Rey como su hijo. Pero el viejo replicó que no tenía ninguno; cierto que había tenido uno, pero su cuerpo estaba cubierto de púas como un erizo, y se había marchado a correr mundo. No obstante, el príncipe insistió hasta convencerlo y el viejo, contento, se marcho con él a su reino.

«Y, colorín colorado,
este cuento se ha acabado.»

La camisa del muerto

U
NA madre tenía un hijito de siete años, tan lindo y cariñoso que cuantos lo veían quedaban prendados de él; y ella lo quería más que nada en el mundo.

Mas he aquí que enfermó de pronto y Dios Nuestro Señor se lo llevó a la gloria, quedando la madre desconsolada y sin cesar de llorar día y noche.

Al poco tiempo de haberlo enterrado, el niño empezó a aparecerse por las noches en los lugares donde en vida solía comer y jugar; y si la madre lloraba, lloraba él también; pero al despuntar el desaparecía.

Como la pobre mujer siguiera inconsolable, una noche el pequeño se le apareció vestido con la camisita blanca con que lo habían enterrado y la corona fúnebre que le habían puesto en la cabeza y, sentándose en la cama sobre los pies de su madre, le dijo:

—Mamita, no llores más; no me dejas dormir en mi caja; pues todas tus lágrimas caen sobre mi camisita, y ya la tengo empapada.

Asustóse la madre al oír aquellas palabras y ya no lloró más. Y a la noche siguiente volvió el niño, llevando una lucecita en la mano, y dijo:

—Ves, mi camisita está seca, y ahora tengo paz en mi tumba.

La madre encomendó su aflicción a Dios Nuestro Señor, y la soportó con resignación y paciencia, y el niño ya no volvió más, sino que quedó reposando en su camita bajo tierra.

Las correrías de Pulgarcito

U
N sastre tenía un hijo que había salido muy pequeño, no mayor que el dedo pulgar, y por eso lo llamaban Pulgarcito. Era, empero, muy animoso y dijo un día a su padre:

—Padre, tengo ganas de correr mundo, y voy a hacerlo.

—Bien, hijo mío —respondióle el hombre.

Y, cogiendo una aguja de zurcir bien larga, hízole en el ojo un nudo con lacre derretido.

—Ahí tienes una espada para el camino —le dijo.

El muchacho quiso comer por última vez en la casa y fue a la cocina, dando saltitos, para ver lo que guisaba su madre como despedida. Pero el plato aún se estaba cociendo en el fuego.

Preguntó el pequeño:

—Madre, ¿qué tenemos hoy para comer?

—Míralo tú mismo —dijo la mujer.

Pulgarcito saltó sobre los fogones para echar una mirada al puchero; pero estiró tanto el cuello, que el vapor que salía del cacharro lo arrastró y se lo llevó chimenea arriba.

Después de volar un rato suspendido en el aire, al fin volvió a caer al suelo. Pulgarcito encontróse así solo en el ancho mundo, y encontró empleo con un sastre; pero la comida no le satisfacía.

—Señora patrona —dijo Pulgarcito—, como no me deis mejor de comer me marcharé, y mañana escribiré con yeso en la puerta de esta casa: «Patatas, muchas; carne, poca. Adiós, rey de las patatas».

—¿Y qué quieres tú, saltamontes? —replicóle la patrona enfadada.

Y, agarrando un trapo, se dispuso a zurrarle; pero nuestro sastrecillo corrió a esconderse bajo el dedal y, asomando la cabeza, sacó la lengua a la mujer.

Levantó ésta el dedal para cogerlo; mas el hombrecillo se escabulló entre los retales y, al sacudirlos ella tratando de descubrirlo, él se escondió en la juntura de la mesa.

—¡Je, je, patrona! —gritó desde su refugio sacando la cabeza.

Y viendo que ella hacía ademán de pegarle, saltó al cajón. Al fin, la mujer logró pescarlo y lo echó a la calle.

El sastrecillo se puso en camino y llegó a un gran bosque.

Allí se topó con una pandilla de bandoleros que se proponían robar el tesoro del Rey. Al ver a aquel enanillo, pensaron: «Una criatura tan pequeña podría pasar por el ojo de la cerradura y servirnos de ganzúa».

—¡Hola! —gritóle uno—. Gigante Goliat, ¿quieres venirte con nosotros a la cámara del tesoro real? Te será fácil introducirte en ella y echarnos el dinero.

Pulgarcito lo estuvo pensando un rato; al cabo, se avino a irse con la cuadrilla.

Examinó la puerta por arriba y por abajo, buscando una grieta y, por fin, descubrió una lo bastante grande para filtrarse por ella.

Se disponía a hacerlo cuando lo vio uno de los centinelas que montaba guardia ante la puerta, y le dijo a su compañero:

—Mira qué araña tan fea. Voy a aplastarla.

—¡Deja al pobre animalito! —dijo el otro—. Ningún mal te ha hecho.

Con lo cual, Pulgarcito pudo entrar sin contratiempo en la cámara del tesoro y, abriendo la ventana bajo la cual aguardaban los bandidos, empezó a echarles doblones uno tras otro.

Estado así ocupado, oyó venir al Rey, que quería inspeccionar su cámara, y se escondió ágilmente. Diose cuenta el Rey de que faltaban bastantes monedas de oro, pero no acertaba a comprender cómo se las habían robado ya que las cerraduras y cerrojos estaban intactos, y todo parecía hallarse en perfecto orden.

Al salir, dijo a los guardias:

—¡Cuidado! Hay alguien que va detrás de mi dinero.

Y cuando Pulgarcito reanudó su trabajo, ellos oyeron el sonar de las piezas de oro: clip-clap, clip-clap. Al punto se precipitaron en la cámara, seguros de echar el guante al ladrón. Pero el sastrecillo, que los oyó entrar, más ligero que ellos saltó a una esquina, tapándose con una moneda y quedando perfectamente disimulado; y desde su escondrijo se burlaba de los guardias gritando:

—¡Estoy aquí!

Los centinelas corrieron a él; pero antes de que llegasen, nuestro hombrecillo había cambiado ya de sitio, siempre debajo de una moneda, y no cesaba de gritar:

—¡Estoy aquí!

Y cuando los hombres se lanzaban para cogerlo, Pulgarcito los llamaba ya desde otra esquina:

—¡Estoy aquí!

Y de este modo se estuvo burlando de ellos, corriendo de un extremo a otro de la cámara, hasta que sus perseguidores, rendidos de fatiga, renunciaron a la caza y se marcharon.

Entonces él acabó de echar todas las monedas por la ventana, tirando las últimas con todas sus fuerzas; y cuando se hubieron terminado, saltó él también por el mismo camino.

Los ladrones lo acogieron con grandes elogios:

—¡Eres un gran héroe! —le dijeron—. ¿Quieres ser nuestro capitán?

Mas Pulgarcito, tras unos momentos de reflexión, les contestó que antes deseaba correr mundo. Al repartir el botín pidió sólo un cuarto, pues no podía cargar con más.

Ciñéndose nuevamente su espada, despidióse de los bandidos y echó camino adelante. Trabajó con varios maestros de su oficio, pero con ninguno se sentía a gusto y, al fin, entró de criado en una hospedería.

Las sirvientas le tenían ojeriza, pues, sin ellas verlo, él sabía todo lo que hacían a hurtadillas, y descubría al dueño lo que robaban de los platos y de la bodega.

Dijéronse las criadas:

—Vamos a jugarle una mala pasada.

Y se concertaron para hacerle una trastada.

Un día en que una de las mozas estaba cortando hierba en el huerto, viendo a Pulgarcito que saltaba por entre las plantas, lo recogió con la guadaña junto con la hierba y, atándolo en un gran pañuelo, a la chita callando fue a echarlo a las vacas, una de las cuales, negra y grandota, se lo tragó sin hacerle ningún daño.

No obstante, a Pulgarcito no le gustaba aquella nueva morada, pues estaba muy oscura y no encendían ninguna luz.

Cuando ordeñaron al animal, gritó él:

«Bueno, bueno, bueno;

¿estará pronto el cubo lleno?»

Pero con el ruido de la leche que caía no lo oyeron. Luego entró el amo en el establo y dijo:

—Mañana mataremos esta vaca.

Entonces sí que tuvo miedo Pulgarcito, y se puso a gritar:

—¡Sacadme, estoy aquí dentro!

El amo oyó la voz, pero no sabía de dónde procedía.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—A oscuras —respondió el prisionero; pero el otro no comprendió lo que quería significar y se marchó.

A la mañana siguiente sacrificaron la vaca. Por fortuna, al cortarla y descuartizarla, Pulgarcito no recibió golpe ni corte alguno, aunque fue a parar entre la carne destinada a embutidos.

Al llegar el carnicero y poner mano a la obra, gritóle el enanillo con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Cuidado al trinchar, cuidado al trinchar, que estoy aquí dentro!

Pero con el estrépito de los trinchantes, nadie lo oyó. ¡Qué apuros hubo de pasar el pobre Pulgarcito! Pero como la necesidad tiene piernas, el cuitado empezó a saltar entre los cuchillos con tal ligereza, que salió de la prueba sin un rasguño.

Lo único que no pudo hacer fue escabullirse y, quieras o no, hubo de resignarse a pasar entre los pedazos de carne al seno de una morcilla. La prisión resultaba algo estrecha y, para postres, lo colgaron en la chimenea para que se ahumara.

El tiempo se le hacía larguísimo y se aburría soberanamente. Al fin, al llegar el invierno, descolgaron el embutido para obsequiar con él a un forastero. Cuando la patrona cortó la morcilla en rodajas, él tuvo buen cuidado de encogerse y no sacar la cabeza, atento a que no le cercenasen el cuello. Finalmente, vio una oportunidad y, tomando impulso, saltó al exterior.

No queriendo seguir en aquella casa donde tan malos tragos hubo de pasar, Pulgarcito reanudó su vida de trotamundos. Sin embargo, la libertad fue de corta duración. Hallándose en despoblado, una zorra con quien se topó casualmente lo engulló en un santiamén.

—¡Eh, señora Zorra! —gritóle Pulgarcito—, que estoy atascado en vuestro gaznate. ¡Soltadme, por favor!

—Tienes razón —respondióle la zorra—; tú no eres sino una miga para mí; si me prometes las gallinas del corral de tu padre, te soltaré.

—¡De mil amores! —replicó Pulgarcito—; te las garantizo todas.

La zorra lo dejó en libertad, y ella misma lo llevó a su casa.

Cuando su padre volvió a ver a su querido pequeñuelo, gustoso dio a la zorra todas las gallinas del corral.

—En compensación te traigo una moneda —díjole Pulgarcito, ofreciéndole el cuarto que había ganado en el curso de sus correrías.

*   *   *

—¿Por qué dejaron que la zorra se merendase las pobres gallinas?

—¡Va, tontuelo! ¿No crees que tu padre daría todas las gallinas del corral por conservar a su hijito?

El hábil cazador

E
RASE una vez un muchacho que había aprendido el oficio de cerrajero. Un día dijo a su padre que deseaba correr mundo y buscar fortuna.

—Muy bien —respondióle el padre—; no tengo inconveniente.

Y le dio un poco de dinero para el viaje. Y el chico se marchó a buscar trabajo.

Al cabo de un tiempo se cansó de su profesión, y la abandonó para hacerse cazador. En el curso de sus andanzas encontróse con un cazador, vestido de verde, que le preguntó de dónde venía y adónde se dirigía. El mozo le contó que era cerrajero, pero que no le gustaba el oficio y sí, en cambio, el de cazador, por lo cual le rogaba que lo tomase de aprendiz.

—De mil amores, con tal que te vengas conmigo —dijo el hombre.

Y el muchacho se pasó varios años a su lado aprendiendo el arte de la montería. Luego quiso seguir por su cuenta, y su maestro, por todo salario, le dio una escopeta la cual, empero, tenía la virtud de no errar nunca la puntería.

Marchóse, pues, el mozo y llegó a un bosque inmenso, que no podía recorrerse en un día. Al anochecer encaramóse a un alto árbol para ponerse a resguardo de las fieras; hacia medianoche parecióle ver brillar a lo lejos una lucecita a través de las ramas, y se fijó bien en ella para no desorientarse. Para asegurarse, se quitó el sombrero y lo lanzó en dirección del lugar donde aparecía la luz, con objeto de que le sirviese de señal cuando hubiese bajado del árbol. Ya en tierra, encaminóse hacia el sombrero y siguió avanzando en línea recta.

A medida que caminaba, la luz era más fuerte, y al estar cerca de ella vio que se trataba de una gran hoguera, y que tres gigantes sentados junto a ella se ocupaban en asar un buey que tenían sobre un asador.

Decía uno:

—Voy a probar cómo está.

Arrancó un trozo, y ya se disponía a llevárselo a la boca cuando, de un disparo, el cazador se lo hizo volar de la mano.

—¡Caramba! —exclamó el gigante—, el viento se me lo ha llevado.

Y cogió otro pedazo; pero al ir a morderlo, otra vez se lo quitó el cazador de la boca.

Entonces el gigante, propinando un bofetón al que estaba junto a él, le dijo airado:

—¿Por qué me quitas la carne?

—Yo no te la he quitado —replicó el otro—; habrá sido algún buen tirador.

El gigante cogió un tercer pedazo; pero tan pronto como lo tuvo en la mano, el cazador lo hizo volar también.

Dijeron entonces los gigantes:

—Muy buen tirador ha de ser el que es capaz de quitar el bocado de la boca. ¡Cuánto favor nos haría un tipo así! —y gritaron—. Acércate, tirador; ven a sentarte junto al fuego con nosotros y hártate, que no te haremos daño. Pero si no vienes y te pescamos, estás perdido.

Acercóse el cazador y les explicó que era del oficio, y que dondequiera que disparase con su escopeta estaba seguro de acertar el blanco.

Propusiéronle que se uniese a ellos, diciéndole que saldría ganando, y luego le explicaron que a la salida del bosque había un gran río, y en su orilla opuesta se levantaba una torre donde moraba una bella princesa que ellos proyectaban raptar.

—De acuerdo —respondió él—. No será empresa difícil.

Pero los gigantes agregaron:

—Hay una circunstancia que debe ser tenida en cuenta: vigila allí un perrillo que, en cuanto alguien se acerca, se pone a ladrar y despierta a toda la Corte; por culpa de él no podemos aproximarnos. ¿Te las arreglarías para matar el perro?

—Sí —replicó el cazador—; para mí, esto es un juego de niños.

Subióse a un barco y, navegando por el río, pronto llegó a la margen opuesta. En cuanto desembarcó, salióle el perrito al encuentro; pero antes de que pudiera ladrar, lo derribó de un tiro. Al verlo los gigantes se alegraron, dando ya por suya la princesa. Pero el cazador quería antes ver cómo estaban las cosas, y les dijo que se quedaran fuera hasta que él los llamase.

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