Todos los cuentos de los hermanos Grimm (67 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Siguió el príncipe el mismo camino que su hermano, y se encontró también con el enanito que lo detuvo y le preguntó adónde iba con tanta prisa.

—¡Figurilla! —respondióle el príncipe—, ¿qué te importa?

Y prosiguió adelante sin preocuparse más del hombrecillo. Pero éste lo maldijo también, enviándolo como al otro a una estrecha garganta de la cual no pudo salir. Eso les pasa a los soberbios.

Ante la tardanza del hijo segundo, ofrecióse el tercero a partir en busca del agua, y el Rey hubo de ceder también a sus instancias.

Al encontrarse con el enano, y ante su pregunta sobre el objeto de su viaje, detúvose el mozo y le contestó con buenas palabras:

—Voy en busca del agua de vida, pues mi padre se halla gravemente enfermo.

—¿Y ya sabes dónde encontrarla?

—No —respondió el príncipe.

—Ya que te has portado cortésmente y no con insolencia, como tus desleales hermanos, te informaré sobre el modo de obtener el agua de vida. Fluye de una fuente en el patio de un castillo encantado, en el cual no podrás penetrar si antes yo no te doy una varilla de hierro y dos panes. Con la vara golpearás por tres veces la puerta del castillo. La puerta se te abrirá en seguida; dentro hay dos leones, que te recibirán con abiertas fauces; pero si les arrojas los panes, se apaciguarán. Corre entonces a buscar el agua milagrosa antes de que den las doce, pues a aquella hora se cerrará la puerta y quedarías prisionero.

Diole el príncipe las gracias y, tomando la varilla y los panes, púsose en camino.

Todo sucedió tal como le anunciara el enano. Abrióse la puerta al tercer golpe y, una vez hubo amansado a los leones echándoles el pan, adentróse en el castillo y llegó a una espaciosa y magnífica sala donde yacían príncipes encantados, a los que quitó las sortijas de los dedos llevándose, asimismo, una espada y un pan que estaban en la habitación.

Pasó luego a otro aposento, ocupado por una hermosa doncella que mostró gran alegría al verlo y que, besándolo, le dijo que la había desencantado, por lo cual le daría todo su reino; si volvía a buscarla dentro un año celebrarían su boda. Díjole también dónde estaba la fuente del agua de vida, advirtiéndole de la necesidad de retirarse antes de las doce.

Prosiguió el príncipe y llegó, finalmente, a una habitación que contenía una magnífica cama, acabada de hacer. Sentíase fatigado y pensó en descansar un ratito; pero en cuanto se echó, se quedó dormido, y cuando despertó estaban dando las doce menos cuarto.

Levantándose de un brinco, asustado, precipitóse a la fuente, llenó de agua un frasco que había al lado y se retiró a toda prisa. En el mismo momento en que sonaban las campanadas de las doce cruzaba el dintel y la puerta, cerrándose bruscamente, le arrancó un pedazo de tacón.

Contento de tener el agua de vida, reemprendió el camino de su casa y volvió a pasar por donde estaba el enano. Al ver éste la espada y el pan, le dijo:

—Con estos dos objetos has adquirido grandes tesoros: La espada te servirá para vencer a ejércitos enteros y, en cuanto al pan, es inagotable.

El príncipe, no queriendo regresar sin sus hermanos, le dijo al enanito:

—Mi querido enano, ¿no me dirías dónde se hallan mis hermanos? Partieron antes que yo en busca del agua de vida, y no volvieron.

—Están encerrados entre dos montañas —le respondió el hombrecillo—. Les encanté como castigo por su insolencia.

Rogóle el príncipe tan insistentemente que, al fin, el enano se avino a libertarlos; pero le advirtió:

—¡Guárdate de ellos, que tienen mal corazón!

Al llegar sus hermanos, él se alegró mucho y les contó cuanto le había sucedido: que había encontrado el agua de vida, de la cual traía un frasco lleno, y que había desencantado a una bella princesa, a la cual debía ir a buscar dentro de un año para casarse con ella y recibir un gran reino.

Partieron luego los tres juntos y llegaron a un país asolado por el hambre y la guerra, cuyo rey lo daba ya todo por perdido; tan apurada era la situación.

Presentósele el príncipe y le dio el pan, con el cual pudo alimentar y aun saciar a todo su pueblo. Luego le prestó la espada; y, gracias a ella, fueron derrotados los ejércitos enemigos, y el país pudo vivir en paz y tranquilidad.

Recogiendo el príncipe el pan y la espada, prosiguió el camino con sus hermanos, encontrando a su paso otros dos países, azotados también por el hambre y la guerra, a cuyas plagas pusieron nuevamente remedio el pan y la espada. De este modo, el joven príncipe había salvado a tres reinos.

Después se embarcaron y se hicieron a la mar. Durante la travesía, los dos mayores se dijeron:

—El pequeño ha encontrado el agua de vida, y nosotros, no; en pago, nuestro padre le dará el reino que nos pertenece, y él se quedará con nuestra fortuna.

Y, sedientos de venganza, se conjuraron para perderlo.

Aguardando a que estuviese dormido, le cambiaron el agua de vida del frasco por agua de mar, y ellos se quedaron la milagrosa.

Al llegar a su casa, el menor llevó al rey enfermo la copa para que, bebiendo de ella, se curase; pero no bien el viejo hubo probado la amarga agua de mar, púsose más enfermo que antes. Y, al oír que se lamentaba, entrando los dos hijos mayores, acusaron a su hermano de haber tratado de envenenarlo y le sirvieron el agua verdaderamente eficaz.

Apenas la hubo tragado, sintió que su dolencia desaparecía y que recuperaba la salud, quedando fuerte y vigoroso como en su juventud.

Saliendo los dos mayores al encuentro del menor burláronse de él, diciéndole:

—Cierto que fuiste tú quien encontró el agua de vida; pero has cargado con el trabajo, y nosotros, con el premio. Tenías que ser más listo y mantener los ojos abiertos; te la quitamos en el barco, mientras dormías y, dentro de un año, uno de nosotros te quitará también la bella princesa. Pero guárdate muy bien de descubrirnos. Nuestro padre no te creerá, y si dices una sola palabra, te costará la vida; pero si callas, te la respetaremos.

El anciano rey guardaba rencor a su hijo tercero, creyendo que había tratado de atentar contra su vida. Mandó reunir la Corte y fue dictada sentencia por la que el príncipe debía ser muerto secretamente.

Hallándose éste un día de caza sin sospechar nada malo, lo acompañó uno de los monteros del Rey. Al llegar al bosque, solos los dos, notó el príncipe que el hombre estaba triste y le preguntó:

—¿Qué te ocurre, montero amigo?

Replicó el cazador:

—No puedo decirlo y, sin embargo, debería hacerlo.

Insistió el príncipe:

—Dime lo que sea; te perdonaré.

—¡Ay! —exclamá el montero—, el Rey me ha dado orden de mataros de un tiro.

Asustóse el mozo y dijo al hombre:

—Mi buen montero, no me quites la vida. Te cambiaré mi real vestido por el pobre tuyo.

—Lo haré gustoso —dijo el otro—; de ningún modo habría podido disparar contra vos.

Cambiaron de vestidos, y el cazador se marchó a su casa, mientras el príncipe se internaba en el bosque.

Transcurrido algún tiempo, llegaron a la Corte del anciano rey tres coches cargados de oro y piedras preciosas destinados al príncipe menor. Enviábanlos los tres soberanos que, con la espada y el pan que él les prestara, habían derrotado a los enemigos y dado de comer a sus respectivos pueblos.

Pensó entonces el viejo Monarca: «¿Y si mi hijo fuera inocente?», y dijo a los que le rodeaban:

—¡Ojalá viviera! ¡Cómo lamento el haber ordenado darle muerte!

—¡Vive aún! —exclamó el montero—. Yo no tuve valor para cumplir vuestra orden.

Y explicó al Rey cómo habían ocurrido las cosas. El Rey sintióse muy aliviado, y dio orden de pregonar por todo el reino que su hijo podía volver a palacio, donde sería recibido con todo afecto.

Por su parte, la princesa mandó construir una carretera que partía de su palacio toda de oro, brillantísima, y dijo a sus cortesanos que quien llegase por ella directamente, sería su verdadero prometido: debían dejarle el paso libre. Pero el que viniese por caminos laterales, sería un impostor y debían cerrarle el acceso al alcázar.

Al acercarse el tiempo fijado, pensó el mayor que debía darse prisa en dirigirse a la mansión de la princesa y presentarse como su libertador; se casaría con ella y subiría al trono.

Emprendió pues el viaje y, al acercarse al palacio, viendo la hermosa carretera de oro, pensó: «¡Sería una lástima cabalgar por ella!»; y, desviándose, tomó por un camino lateral. Mas al llegar frente a la puerta dijéronle los guardas que, no siendo el príncipe elegido, debía volverse.

Poco después partió el segundo, y al llegar a la carretera de oro, y cuando ya el caballo había puesto el pie en ella, pensó: «¡Sería lástima, podría desgastarla!». Y tomó por la izquierda. En la puerta rechazáronlo los guardas, diciéndole que no era el elegido, y que se volviese.

Y cuando ya hubo transcurrido el año, el hermano tercero se dispuso, a su vez, a abandonar el bosque y trasladarse al palacio de su amada, donde sus penas encontrarían término. Púsose pues en camino y, tan absorto iba pensando en su prometida, que ni siquiera reparó en que la carretera era de oro, y su caballo siguió por el centro de la calzada.

Al llegar a la puerta le abrieron en seguida; la princesa lo recibió con grandes muestras de alegría, diciendo que era su libertador y señor del reino, y celebróse la boda con extraordinario regocijo.

Cuando estuvieron casados, contóle la princesa que su padre había enviado mensajeros para comunicarle su perdón.

Trasladóse él entonces a su palacio y contó al anciano rey el engaño de que lo habían hecho víctima sus hermanos, y que él no había revelado. El Soberano quiso castigarlos, pero ellos se habían fugado en un barco y jamás volvieron a su patria.

Juan el listo

¡
DICHOSO el amo y feliz la casa en la que hay un criado inteligente que, si bien escucha las palabras de su señor hace, sin embargo, las cosas a su talante, siguiendo los dictados de su propia sabiduría!

Un servidor de esta clase, llamado Juan, fue enviado un día por su dueño en busca de una vaca extraviada. Como tardara mucho tiempo en regresar, pensó el amo: «¡Qué bueno es este Juan! Cuando está trabajando, no hay dificultad ni fatiga que lo arredre». Pero al ver que iban pasando las horas y el hombre no aparecía, temiendo que le hubiese ocurrido algún percance, salió personalmente en su busca.

Al cabo de mucho rato de andar, violo que corría de un extremo al otro de un gran campo.

—Bien, amigo Juan —dijo el amo al llegar cerca de él—. ¿Encontraste la vaca que te mandé a buscar?

—No, mi amo —respondió el mozo—, no la he encontrado, y tampoco la he buscado.

—¿Qué buscaste entonces, Juan?

—Algo mejor, y he tenido la suerte de encontrarlo.

—¿Y qué es ello, Juan?

—Tres mirlos —respondió el criado.

—¿Dónde están? —preguntó el amo.

—Al uno, lo veo; al otro, lo oigo, y corro tras el tercero —respondió el listo Juan.

Que esta historia os sirva de ejemplo. No hagáis caso del amo ni de sus órdenes, sino obrad siempre a vuestro gusto y capricho, y así os portaréis con tanta cordura como el listo Juan.

El féretro de cristal

N
ADIE diga que un pobre sastre no puede llegar lejos ni alcanzar altos honores. Basta para ello que acierte con la oportunidad y, esto es lo principal, que tenga suerte.

Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase, se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque, para él desconocido, y se extravió en su espesura.

Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche.

Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha ya que, de otro modo, el viento que soplaba entre las copas de los árboles se lo habría llevado volando.

Pasó varias horas en completa oscuridad, entre temblores y zozobras hasta que, al fin, vio a poca distancia el brillo de una luz. Suponiendo que se trataba de una casa, que le ofrecería un refugio mejor que el de las ramas de un árbol, bajó cautelosamente y se encaminó hacia el lugar de donde venía la luz.

Encontróse con una cabaña, construida de cañas y juncos trenzados. Llamó animosamente, abrióse la puerta y, al resplandor de la lámpara, vio a un viejecito de canos cabellos que llevaba un vestido hecho de retales de diversos colores.

—¿Quién sois y qué queréis? —preguntóle el vejete con voz estridente.

—Soy un pobre sastre —respondió él— a quien ha sorprendido la noche en el bosque. Os ruego encarecidamente que me deis alojamiento en vuestra choza hasta mañana.

—¡Sigue tu camino! —replicó el viejo de mal talante—. No quiero tratos con vagabundos. Búscate acomodo en otra parte.

Y se disponía a cerrar la puerta; pero el sastre lo agarró por el borde del vestido y le suplicó con tanta vehemencia que, al fin, el hombrecillo que en el fondo no era tan malo como parecía, se ablandó y lo acogió en la choza; le dio de comer y le preparó un buen lecho en un rincón.

No necesitó el cansado sastre que lo mecieran y durmió con un dulce sueño hasta muy entrada la mañana; y sabe Dios a qué hora se habría despertado de no haber sido por un gran alboroto de gritos y mugidos que resonó de repente a través de las endebles paredes de la choza.

Sintiendo nacer en su alma un inesperado valor, levantóse de un salto, se vistió a toda prisa y salió fuera. Allí vio, muy cerca de la cabaña, que un enorme toro negro y un magnífico ciervo se hallaban enzarzados en furiosa pelea. Acometíanse mutuamente con tal fiereza, que el suelo retemblaba con su pataleo, y vibraba el aire con sus gritos.

Durante largo rato estuvo indecisa la victoria hasta que, al fin, el ciervo hundió la cornamenta en el cuerpo de su adversario, éste se desplomó con un horrible rugido, y fue rematado por el ciervo a cornadas.

El sastre, que había asistido asombrado a la batalla, permanecía aún inmóvil cuando el ciervo corriendo a grandes saltos hacia él, sin darle tiempo de huir, lo ahorquilló con su poderosa cornamenta.

No pudo el hombre entregarse a largas reflexiones, pues el animal, en desenfrenada carrera, lo llevaba campo a través por montes y valles, prados y bosques. Agarrándose firmemente a los extremos de la cuerna abandonóse al destino. Tenía la impresión de estar volando.

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