Todos los cuentos de los hermanos Grimm (32 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

El menor llegó al cabo de poco a una ciudad, toda ella cubierta de crespones negros. Alojóse en una hospedería, y preguntó al dueño si podría admitir también a sus animales.

El hostelero los condujo a un establo que tenía un agujero en la pared, por el cual se escurrió la liebre para volver con una col, y luego la zorra, que se zampó una gallina y, a continuación, un gallo. Pero el lobo, el oso y el león, siendo mucho más corpulentos, no pudieron pasar, por lo que el hostelero los condujo a un prado donde una vaca se hallaba echada sobre la hierba, y de la que ellos dieron cuenta en un santiamén.

Ya hartos sus animales, el cazador preguntó al mesonero por qué estaba la ciudad tan enlutada. A lo que respondió el hombre:

—Porque mañana debe morir la única hija de nuestro Rey.

—¿Está, pues, enferma de muerte? —preguntó el cazador.

—No —explicó el hostelero—, está fresca y sana y, sin embargo, ha de morir.

—¿Cómo se entiende esto? —inquirió el forastero.

—En las afueras de la ciudad se levanta una alta montaña, en la que tiene su morada un dragón. El monstruo amenaza con devastar todo el país, si todos los años no se le entrega una doncella virgen. Ya han sido sacrificadas todas las de la nación, y solamente queda la hija del Rey por lo cual, irremisiblemente, ha de ser entregada, y ello se verificará mañana.

Dijo el joven:

—¿Y por qué no matan al dragón?

—¡Ay! —respondió el hostelero—, muchos caballeros lo intentaron, y todos perdieron la vida en la empresa. El Rey ha prometido dar a su hija por esposa y nombrar heredero del reino a quien acabe con el monstruo.

El cazador no dijo nada más; pero a la mañana siguiente, llamó a sus animales y emprendió con ellos el ascenso a la montaña del dragón.

En la cima se levantaba una pequeña iglesia, en cuyo altar había tres cálices llenos y la siguiente inscripción: quien se beba el contenido de los cálices, se convertirá en el hombre más fuerte de la Tierra y será capaz de manejar la espada que se halla enterrada en el umbral de la puerta. El cazador no bebió, pero salió al exterior y buscó la espada; mas no le fue posible moverla de su sitio. Entró de nuevo en la ermita y apuró el contenido de los vasos; al instante adquirió la fuerza necesaria para levantar el arma e incluso para blandirla con la mayor ligereza.

Llegada la hora en que la doncella debía ser entregada al dragón, tomaron el camino de la montaña para acompañarla el Rey, el mariscal y los cortesanos. La princesa vio desde lejos al cazador en la cumbre y, pensando que era el dragón que la aguardaba, se resistía a subir; pero, al fin, tuvo que resignarse, ya que de otro modo habría sido destruida la ciudad entera.

El Rey y su séquito regresaron a palacio sumidos en profunda tristeza; únicamente el mariscal hubo de quedarse para presenciar desde lejos lo que ocurriera.

Cuando la princesa llegó a la cumbre de la montaña, en vez del dragón se encontró con el joven cazador, el cual le infundió ánimos diciéndole que estaba allí para salvarla, y la introdujo en la capilla encerrándola dentro.

Poco después llegaba, con gran estrépito, el dragón de siete cabezas. Al ver al cazador, díjole sorprendido:

—¿Qué tienes tú que hacer en esta montaña?

A lo cual respondió el mozo:

—He venido a combatir contigo.

—Muchos caballeros han dejado aquí la vida —replicó el monstruo—; no me será difícil acabar contigo.

Y púsose a despedir fuego por sus siete fauces. Aquel fuego hubiera prendido en la hierba seca y ahogado al joven, de no haber acudido corriendo sus animales que apagaron a pisotones el incendio.

Entonces el dragón se arrojó contra el cazador, pero éste, blandiendo su espada con tal fuerza que hacía silbar el aire, de un golpe le cercenó tres cabezas. ¡Con qué furor se irguió la fiera, escupiendo llamas contra su enemigo y aprestándose a aniquilarlo! Pero el otro, de un segundo mandoble, le cortó tres cabezas más. El monstruo, casi agotado, cayó al suelo; pero, reuniendo sus últimas fuerzas, embistióle aún por tercera vez; entonces el joven le cortó la cola.

Derribado ya el monstruo, llamó el cazador a sus animales, los cuales acabaron de despedazarlo. Terminada la batalla, el cazador abrió la puerta de la iglesia y encontró a la princesa tendida en el suelo sin sentido, debido a la angustia y el espanto que sufriera durante el combate.

Sacóla fuera y, cuando volvió en sí y abrió los ojos, mostróle el dragón descuartizado y le explicó que estaba libre y redimida. Alegróse ella sobremanera:

—Ahora serás mi amadísimo esposo —le dijo—, pues mi padre me prometió a aquel que matase al dragón.

Y, acto seguido, desatándose su collar de corales lo repartió entre sus animales para recompensarlos, dando al león el brochecillo de oro. El pañuelo en que estaba bordado su nombre lo entregó al cazador quien, después de cortar las lenguas de las siete cabezas del monstruo, las envolvió en él y las puso a buen recaudo.

Luego, sintiéndose rendido por el fuego y por la lucha, dijo a la doncella:

—Los dos estamos cansados y agotados; vamos a dormir un rato.

Asintió ella, y los dos se tendieron en el suelo; y el cazador dijo al león:

—Tú velarás para que nadie nos sorprenda durante el sueño.

Y, al instante, se quedaron dormidos.

El león se echó junto a ellos para vigilar; pero como él estaba también fatigado de la pelea, llamando al oso le dijo:

—Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Tendióse el oso pero, fatigado a su vez, dijo al lobo:

—Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Echóse el lobo; pero como se sentía también cansado, llamó a la zorra y le dijo:

—Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Y la zorra se echó a su vez; pero, rendida igualmente, dijo a la liebre:

—Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Sentóse la liebre, que tampoco podía con su alma y no tenía quien pudiese sustituirla; el caso es que se durmió. Y ya los tenemos a todos dormidos: la princesa, el cazador, el león, el oso, el lobo, la zorra y la liebre; ¡y dormidos como troncos!

He aquí que el mariscal, encargado de observar lo que ocurriera desde lejos, al no ver al dragón marcharse con la princesa y notar que en la montaña reinaba una calma absoluta, haciendo de tripas corazón subió a la cumbre.

Allí yacía el dragón despedazado y, a poca distancia, la hija del Rey con el cazador y los animales, todos durmiendo a pierna suelta. Y como era un hombre malvado e impío, sacando su espada cortó la cabeza al cazador y, sujetando por el brazo a la princesa, la obligó a seguirlo al llano.

Al despertar ella se asustó al oír que le decía el mariscal:

—Estás en mi poder y tienes que decir que fui yo quien mató al dragón.

—No puedo hacer eso —respondió la doncella—, pues lo mataron el cazador y sus animales.

Desenvainando entonces la espada, el malvado la amenazó con matarla si no le obedecía, y le exigió que jurase hacerlo. Presentóse luego con ella ante el Rey, cuya alegría fue indescriptible al ver viva a su querida hija después de haberla creído destrozada por el monstruo.

Dijo el mariscal:

—He matado al dragón, he liberado a la princesa y todo el reino; y así, la reclamo por esposa, tal y como prometisteis.

Preguntó el Rey a la doncella:

—¿Es verdad lo que dice?

—¡Ay, sí! —respondió la muchacha—, bien debe de serlo, pero pido que no se celebre la boda hasta dentro de un año y un día.

Confiaba en que durante aquel tiempo recibiría alguna noticia de su cazador.

Mientras tanto, los animales seguían durmiendo junto a su amo muerto, hasta que llegó volando un gran abejorro que se posó en la nariz de la liebre; pero ésta lo ahuyentó con la pata sin despertarse. Vino el abejorro por segunda vez, y la liebre volvió a sacudírselo; pero a la tercera, el abejorro le clavó el aguijón en la nariz y la despertó.

No bien se hubo despertado la liebre, corrió a llamar a la zorra, ésta al lobo, el lobo al oso y el oso al león. Y al despertarse el león y ver que la princesa había desaparecido y que su señor estaba muerto, rugiendo pavorosamente gritó:

—¿Quién ha hecho esto? Oso, ¿por qué no me llamaste?

Y el oso al lobo:

—¿Por qué no me llamaste?

Y el lobo a la zorra:

—¿Por qué no me llamaste?

Y la zorra a la liebre:

—¿Por qué no me llamaste?

La pobre liebre fue la única que nada pudo responder, y hubo de cargar con la culpa. Todos arremetieron contra ella, pero el animalillo excusándose dijo:

—No me matéis; yo resucitaré a nuestro amo. Sé una montaña donde crece una hierba; quien la tenga en la boca, queda curado de todas sus enfermedades y heridas. Sólo que esta montaña está a doscientas horas de aquí.

Habló entonces el león:

—Debes estar de vuelta dentro de veinticuatro horas con la raíz que dices.

Salió la liebre corriendo, y en el plazo fijado compareció de nuevo con su planta milagrosa. El león ajustó la cabeza al tronco el cazador, la liebre le introdujo la raíz en la boca, e inmediatamente todo quedó unido, el corazón empezó a latir y volvió a la vida. Despertóse el cazador y se espantó al no ver a la princesa. «Se habrá escapado mientras yo dormía para librarse de mí», pensó.

Con las prisas, el león había encajado la cabeza de su señor al revés; pero éste ni siquiera se dio cuenta, absorto en sus tristes pensamientos acerca de la princesa. Sólo a mediodía, a la hora de comer, vio que tenía la cabeza vuelta hacia la espalda y preguntó a los animales qué había ocurrido durante su sueño.

Explicóle entonces el león que la fatiga los había rendido a todos, y que al despertar lo habían hallado decapitado; la liebre había ido en busca de la raíz salvadora; pero con las prisas, él le había colocado la cabeza al revés; de todos modos, en un momento repararía aquel descuido y, cortando de nuevo la cabeza al cazador, se la encajó debidamente, y la liebre terminó la operación con su planta prodigiosa.

El cazador empezó a errar tristemente por el mundo, haciendo bailar a sus animales ante las gentes. Sucedió que, exactamente al cabo de un año, llegó de nuevo a la misma ciudad donde había salvado a la princesa de las garras del dragón, encontrándose con que toda la población aparecía engalanada con colgaduras de color escarlata.

Preguntó al posadero:

—¿Qué significa esto? Hace un año todo estaba cubierto de negro; ¿por qué hoy estos colores tan vivos?

Y respondió el hombre:

—Hoy hace un año, la hija de nuestro Rey debía ser entregada al dragón; pero el mariscal luchó con él y lo mató, y mañana debe celebrarse su boda. Por eso visteis entonces la ciudad enlutada, y hoy la veis adornada con alegres colores, en señal de fiesta.

A mediodía del señalado para la boda, dijo el cazador al posadero:

—¿Me creeréis si os dijese, señor hostelero, que hoy comeré aquí con vos pan de la mesa del Rey?

—Pues apostaría cien monedas de oro a que no es verdad.

Aceptó el cazador la apuesta, y sacó una bolsa con la misma cantidad. Luego, llamando a la liebre, le dijo:

—Ve, mi querido saltarín, y tráeme pan del que come el Rey.

El lebrato, siendo el de menor categoría, no pudo pasar el encargo a ninguno de sus compañeros y no tuvo más remedio que encaminarse a palacio. «¡Caramba! —pensó—, si voy saltando así solito por las calles me darán caza los perros de los carniceros». Y así fue, efectivamente; los perros salieron en su persecución con propósito de hincarle los dientes en el pellejo. ¡Tendríais que haberlo visto brincar!

Fue a refugiarse en la garita de un centinela, pasando tan raudo que ni el soldado se dio cuenta. Llegaron los perros dispuestos a pescarlo, pero el centinela no estaba para bromas y empezó a culetazos, con lo que los canes hubieron de escapar aullando y gimiendo.

Cuando el lebrato vio que el campo estaba despejado, entró de un salto en el palacio. Fue directamente adonde estaba la princesa y, sentándose junto a su silla, con la pata le rascó el pie. Gritó ella:

—¡Fuera de aquí! —pensando que era su perro.

La liebre volvió a rascarle el pie, y ella repitió:

—¿Quieres marcharte?

Siempre creída que era el perro. Pero la liebre insistió, rascándole el pie por tercera vez.

La princesa bajó entonces la vista y reconoció al animal por su collar. Subiéndoselo al regazo, preguntóle:

—Mi querida liebre, ¿qué quieres?

Y respondió la liebre:

—Mi amo, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir pan del que come el Rey.

Fuera de sí por la alegría, la princesa mandó llamar al panadero y le ordenó traer un pan de los que se servían en la mesa real. Y dijo el lebrato:

—Pero el panadero tendrá que venirse conmigo, para que no me persigan los perros.

El panadero llevó, pues, el pan hasta la puerta de la hospedería, donde la liebre, enderezándose sobre las patas traseras, cogiólo con las delanteras y fue a entregarlo a su amo. Dijo entonces el cazador:

—¿Veis, señor hostelero? Las cien monedas son mías —admiróse el buen hombre, y el otro continuó—. Sí, señor hostelero, ya tengo el pan; pero ahora quiero también asado de la mesa del Rey.

A lo que repuso el dueño de la posada:

—Ya me gustaría verlo.

Sin atreverse, empero, a renovar la apuesta.

El cazador, llamando a la zorra, le dijo:

—Zorrillo mío, ve a buscarme asado del que come el Rey.

La zorra conocía mejor los rodeos y, deslizándose por esquinas y rincones, logró llegar junto a la silla de la princesa sin ser vista de los perros, y le rascó el pie.

Miró ella al suelo y, reconociendo a la zorra por el collar, llevósela a su aposento y le preguntó:

—Mi querida zorra, ¿qué quieres?

Y respondió la zorra:

—Mi señor, que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir asado del que come el Rey.

La princesa mandó presentarse al cocinero, el cual hubo de preparar un asado como el que servía a la mesa real, y acompañar con él a la zorra hasta la hospedería.

Una vez allí, la zorra se hizo cargo de la fuente y, después de ahuyentar con el rabo las moscas que se habían posado en el plato, fue a presentarlo a su amo.

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