Todos los cuentos de los hermanos Grimm (29 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

«Tonto sería —díjose— si me hospedase en ese tabernucho destartalado en vez de hacerlo en esta hermosa fonda». Así, entró en la posada alegre, y en ella se entregó al jolgorio olvidándose del pájaro, de su padre y de todas las buenas enseñanzas que había recibido.

Transcurrido un tiempo sin que regresara el hijo mayor, púsose el segundo en camino en busca del pájaro de oro. Como su hermano, también él topó con la zorra, la cual diole el mismo consejo, sin que tampoco él lo atendiera.

Llegó a las dos posadas y su hermano, que estaba asomado a la ventana de la alegre, lo llamó e invitó a entrar. No supo resistir el mozo y, pasando al interior, entregóse a los placeres y diversiones.

Al cabo de mucho tiempo, el hijo menor del Rey quiso salir, a su vez, a probar suerte; pero el padre se resistía.

—Es inútil —dijo—. Éste encontrará el pájaro de oro menos aún que sus hermanos; y si le ocurre una desgracia, no sabrá salir de apuros; es el menos despabilado de los tres.

No obstante, como el joven no lo dejaba en paz, dio al fin su consentimiento.

A la orilla del bosque encontróse también con la zorra, la cual le pidió que le perdonase la vida y le dio su buen consejo. El joven, que era de buen corazón, dijo:

—Nada temas, zorrita; no te haré ningún daño.

—No lo lamentarás —respondióle la zorra—. Y para que puedas avanzar más rápidamente, súbete en mi rabo.

No bien se hubo montado en él, echó la zorra a correr a campo traviesa, con tal rapidez que los cabellos silbaban al viento.

Al llegar al pueblo desmontó el muchacho y, siguiendo el buen consejo de la zorra, hospedóse sin titubeos en la posada humilde, donde pasó una noche tranquila.

A la mañana siguiente, en cuanto salió al campo, esperábalo ya la zorra que le dijo:

—Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta; al fin, llegarás a un palacio, delante del cual habrá un gran número de soldados tumbados; pero no te preocupes, pues estarán durmiendo y roncando; pasa por en medio de ellos, entra en el palacio y recorre todos los aposentos, hasta que llegues a uno más pequeño en el que hay un pájaro de oro encerrado en una jaula de madera. Al lado verás otra jaula de oro, bellísima pero vacía, pues sólo está como adorno; guárdate muy mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la lujosa, pues lo pasarías mal.

Pronunciadas estas palabras, la zorra volvió a extender la cola y el príncipe montó en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.

Al bajar frente al palacio, lo encontró todo tal y como le predijera la zorra. Entró el príncipe en el aposento donde se hallaba el pájaro de oro en su jaula de madera, al lado de la cual había otra dorada; y en el suelo vio las tres manzanas de su jardín.

Pensó el joven que era lástima que un ave tan bella hubiese de alojarse en una jaula tan fea, por lo que abriendo la puerta cogió el animal y lo pasó a la otra. En aquel mismo momento el pájaro dejó oír un agudo grito; despertáronse los soldados y, prendiendo al muchacho, lo encerraron en un calabozo.

A la mañana siguiente lo llevaron ante un tribunal y, como confesó su intento, fue condenado a muerte. El Rey, empero, le ofreció perdonarle la vida a condición de que le trajese el caballo de oro, que era más veloz que el viento. Si lo hacía, le daría además, en premio, el pájaro de oro.

Púsose el príncipe en camino, suspirando tristemente; pues, ¿dónde iba a encontrar el caballo de oro? De pronto vio parada en el camino a su antigua amiga, la zorra.

—¡Ves! —le dijo—. Esto te ha ocurrido por no hacerme caso. Pero no te desanimes; yo me preocupo de ti y te diré cómo puedes llegar al caballo de oro. Marcha siempre de frente, y llegarás a un palacio en cuyas cuadras está el animal. Delante de las cuadras estarán tendidos los caballerizos, durmiendo y roncando y podrás sacar tranquilamente el caballo. Pero una cosa debo advertirte: ponle la silla mala de madera y cuero, y no la de oro que verás colgada a su lado; de otro modo, lo pasarás mal.

Y estirando la zorra el rabo, montó el príncipe en él y emprendieron la carrera a campo traviesa, con tanta velocidad que los cabellos silbaban al viento.

Todo ocurrió como la zona había predicho; el muchacho llegó al establo donde se encontraba el caballo de oro. Pero al ir a ponerle la silla mala pensó: «Es una vergüenza para un caballo tan hermoso el no ponerle la silla que le corresponde». Mas apenas la de oro hubo tocado al animal, éste empezó a relinchar ruidosamente. Despertaron los mozos de cuadra, prendieron al joven príncipe y lo metieron en el calabozo.

A la mañana siguiente, un tribunal le condenó muerte; pero el Rey le prometió la vida y el caballo de oro si era capaz de traerle la bellísima princesa del Castillo de Oro.

Se puso en ruta el joven muy acongojado y, por fortuna suya, no tardó en salirle al paso la fiel zorra.

—Debería abandonarte a tu desgracia —le dijo el animal—, pero me das lástima y te ayudaré una vez más. Este claro lleva directamente al Castillo de Oro. Llegarás a él al atardecer, y por la noche, cuando todo esté tranquilo y silencioso, la hermosa princesa se dirigirá a la casa de los baños. Cuando entre, te lanzas sobre ella y le das un beso; ella te seguirá y podrás llevártela; pero, ¡guárdate de permitirle que se despida de sus padres, pues de otro modo lo pasarás mal!

Estiró la zorra el rabo, montóse el hijo del Rey y otra vez a todo correr a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.

Al llegar al Castillo de Oro, todo ocurrió como predijera la zorra. Esperó el príncipe hasta medianoche, y cuando todo el mundo dormía y la bella princesa se dirigió a los baños, avanzando él de improviso, le dio un beso.

Díjole ella que se marcharía muy a gusto con él, pero le suplicó con lágrimas que le permitiese antes despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder.

Apenas hubo tocado la princesa el lecho de su padre, despertóse éste y todas las gentes del castillo; prendieron al doncel y lo encarcelaron.

A la mañana siguiente le dijo el Rey:

—Te has jugado la vida y la has perdido; sin embargo, te haré gracia de ella si arrasas la montaña que se levanta delante de mis ventanas y me quita la vista; y esto debes realizarlo en el espacio de ocho días. Si lo logras, recibirás en premio la mano de mi hija.

El príncipe se puso a manejar el pico y la pala sin descanso; pero cuando, transcurridos siete días, vio lo poco que había conseguido y que todo su esfuerzo ni siquiera se notaba, cayó en un gran abatimiento con toda la esperanza perdida.

Pero al anochecer del día séptimo se presentó la zorra y le dijo:

—No mereces que me preocupe de ti; pero vete a dormir; haré el trabajo en tu lugar.

A la mañana, al despertar el mozo y asomarse a la ventana, la montaña había desaparecido. Corrió rebosante de gozo a presencia del Rey, y le dio cuenta de que su condición quedaba satisfecha, por lo que el Monarca, quieras que no, hubo de cumplir su palabra y entregarle a su hija.

Marcháronse los dos, y al poco rato se les acercó la zorra:

—Tienes lo mejor, es cierto; pero a la doncella del Castillo de Oro le pertenece también el caballo de oro.

—¿Y cómo podré ganármelo? —preguntó el joven.

—Voy a decírtelo. Ante todo, lleva a la hermosa doncella al Rey que te envió al Castillo de Oro. Se pondrá loco de alegría y te dará gustoso el caballo de oro. Tú lo montas sin dilación, alargas la mano a cada uno para estrechársela en despedida, dejando para último lugar a la princesa. Entonces la subes de un tirón a la grupa y te lanzas al galope; nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.

Todo sucedió así puntual y felizmente, y el príncipe se alejó con la bella princesa, montados ambos en el caballo de oro.

La zorra no se quedó rezagada, y dijo al doncel:

—Ahora voy a ayudarte a conquistar el pájaro de oro. Cuando te encuentres en las cercanías del palacio donde mora el ave, haz que la princesa se apee; yo la guardaré. Tú te presentas en el patio del palacio con el caballo de oro; al verlo, habrá gran alegría y te entregarán el pájaro. Cuando tengas la jaula en la mano, galoparás hacia donde estamos nosotras para recoger a la princesa.

Conseguido también esto y disponiéndose el príncipe a regresar a casa con sus tesoros, díjole la zorra:

—Ahora debes recompensar mis servicios.

—¿Qué recompensa deseas? —preguntó el joven.

—Cuando lleguemos al bosque, mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas.

—¡Bonita prueba de gratitud sería ésta! —exclamó el mozo—; esto no puedo hacerlo.

A lo que replicó la zorra:

—Si te niegas, no tengo más remedio que dejarte; pero antes voy a darte aún otro buen consejo. Guárdate de dos cosas: de comprar carne de horca y de sentarte al borde de un pozo.

Y, dichas estas palabras, se adentró en el bosque.

Pensó el muchacho: «¡Qué raro es este animal, y vaya ocurrencias las suyas! ¡Quién comprará carne de horca! Y en cuanto al capricho de sentarme al borde de un pozo, jamás me ha pasado por las mientes».

Continuó su camino con la bella princesa y hubo de pasar por el pueblo donde se habían quedado sus hermanos. Notó en él gran revuelo y alboroto y, al preguntar la causa, contestáronle que iban a ahorcar a dos individuos.

Al acercarse vio que eran sus hermanos, los cuales habían cometido toda clase de tropelías y derrochado su hacienda. Preguntó él si no podría rescatarlos.

—Si queréis pagar por ellos —replicáronle—. Mas, ¿por qué emplear vuestro dinero en libertar a dos criminales?

Pero él, sin atender a razones, los rescató y todos juntos tomaron el camino de su casa.

Al llegar al bosque donde por primera vez se encontraran con la zorra, como quiera que en él era la temperatura fresca y agradable y fuera caía un sol achicharrante, dijeron los hermanos:

—Vamos a descansar un poco junto al pozo; comeremos un bocado y beberemos un trago.

Avínose el menor y, olvidándose con la animación de la charla de la recomendación de la zorra, sentóse al borde del pozo sin pensar nada malo.

Pero los dos hermanos le dieron un empujón y lo echaron al fondo; seguidamente se pusieron en camino, llevándose a la princesa, el caballo y el pájaro.

Al llegar a casa, dijeron al Rey, su padre:

—No solamente traemos el pájaro de oro, sino también el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro.

Hubo grandes fiestas y regocijos, y todo el mundo estaba muy contento, aparte del caballo, que se negaba a comer; el pájaro, que no quería cantar, y la princesa, que permanecía retraída y llorosa.

El hermano menor no había muerto, sin embargo. Afortunadamente el pozo estaba seco, y él fue a caer sobre un lecho de musgo, sin sufrir daño alguno; sólo que no podía salir de su prisión.

Tampoco en aquel apuro lo abandonó su fiel zorra la cual, acudiendo a toda prisa, le riñó por no haber seguido sus consejos.

—A pesar de todo, no puedo abandonarte a tu suerte —dijo—; te sacaré otra vez de este apuro —indicóle que se cogiese a su rabo, agarrándose fuertemente, y luego tiró hacia arriba—. Todavía no estás fuera de peligro —le dijo—, pues tus hermanos no están seguros de tu muerte, y han apostado guardianes en el bosque con orden de matarte si te dejas ver.

El joven trocó sus vestidos por los de un pobre viejo que encontró en el camino, y de esta manera pudo llegar al palacio del Rey, su padre. Nadie lo reconoció; pero el pájaro se puso a cantar y el caballo a comer, mientras se secaban las lágrimas de los ojos de la princesa.

Admirado, preguntó el Rey:

—¿Qué significa esto?

Y respondió la doncella:

—No lo sé, pero me sentía muy triste y ahora estoy alegre. Me parece como si hubiese llegado mi legítimo esposo.

Y le contó todo lo que le había sucedido, a pesar de las amenazas de muerte que le habían hecho los dos hermanos si los descubría.

El Rey convocó a todos los que se hallaban en el palacio y, así, compareció también su hijo menor, vestido de harapos como un pordiosero; pero la princesa lo reconoció en seguida y se le arrojó al cuello.

Los perversos hermanos fueron detenidos y ajusticiados, y él se casó con la princesa y fue el heredero del Rey.

Pero, ¿y qué fue de la zorra? Lo vais a saber.

Algún tiempo después, el príncipe volvió al bosque y se encontró con la zorra; la cual le dijo:

—Tienes ya todo cuanto pudiste ambicionar; en cambio, mi desgracia no tiene fin, a pesar de que está en tus manos el salvarme.

Y nuevamente le suplicó que la matase de un tiro y le cortase la cabeza y las patas. Hízolo así el príncipe, y en el mismo instante se transformó la zorra en un hombre, que no era otro sino el hermano de la bella princesa el cual, de este modo, quedó libre del hechizo que sobre él pesaba. Y ya nada faltó a la felicidad de todos mientras vivieron.

Juanito y Margarita
(Hansel y Gretel)

J
UNTO a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Juanito, y la niña, Margarita. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día.

Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente, dijo suspirando a su mujer:

—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?

—Se me ocurre una cosa —respondió ella—. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque, les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

—¡Por Dios, mujer! —replicó el hombre—. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

—¡No seas necio! —exclamó ella—. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!

Y no cesó de importunarlo hasta que el hombre accedió.

—Pero me dan mucha lástima —decía.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre.

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