Todos los cuentos de los hermanos Grimm (31 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno. Entonces Margarita, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo.

¡Allí era de oír la de chillidos que daba la bruja! ¡Qué gritos más espantosos! Pero la niña echó a correr, y la malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente.

Corrió Margarita al establo donde estaba encerrado Juanito y le abrió la puerta, exclamando:

—¡Juanito, estamos salvados; ya está muerta la bruja!

Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.

—¡Más valen éstas que los guijarros! —exclamó Juanito, llenándose de ellas los bolsillos.

Y dijo Margarita:

—También yo quiero llevar algo a casa.

Y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería.

—Vámonos ahora —dijo el niño—; debemos salir de este bosque embrujado.

A unas dos horas de andar llegaron a un gran río.

—No podremos pasarlo —observó Juanito—, no veo ni puente ni pasarela.

—Tampoco hay barquita alguna —añadió Margarita—; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Y gritó:

«Patito, buen patito,

somos Margarita y Juanito.

No hay ningún puente por donde pasar;

¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?»

Acercóse el patito y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo.

—No —replicó Margarita—, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro.

Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre.

Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto.

Volcó Margarita su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Juanito vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Los dos hermanos

E
RANSE una vez dos hermanos, rico uno, y el otro, pobre. El rico tenía el oficio de orfebre y era hombre de corazón duro. El pobre se ganaba la vida haciendo escobas, y era bueno y honrado.

Tenía éste dos hijos, gemelos y parecidos como dos gotas de agua. Los dos niños iban de cuando en cuando a la casa del rico donde, algunas veces, comían de las sobras de la mesa.

Sucedió que el hermano pobre, hallándose un día en el bosque donde había ido a coger ramas secas, vio un pájaro todo de oro, y tan hermoso como nunca viera otro semejante. Cogió una piedra y se la tiró; pero sólo cayó una pluma, y el animal escapó volando.

Recogió el hombre la pluma y la llevó a su hermano, quien dijo:

—Es oro puro.

Y le pagó su precio.

Al día siguiente encaramóse el hombre a un abedul para cortar unas ramas. Y he aquí que del árbol echó a volar el mismo pájaro, y al examinar el hombre el lugar desde donde había levantado el vuelo, encontró un nido y, en él, un huevo que era de oro.

Recogió el huevo y se lo llevó a su hermano, quien volvió a decir:

—Es oro puro —y le pagó su precio. Pero añadió—. Quisiera el pájaro entero.

Volvió el pobre al bosque, y vio de nuevo el ave posada en el árbol. La derribó de una pedrada y la llevó a su hermano, quien le pagó por ella un buen montón de oro.

—Ahora ya tengo para vivir —pensó el hombre, y se fue a su casa muy satisfecho.

El orfebre, que era inteligente y astuto, sabía muy bien qué clase de pájaro era aquél. Llamó a su esposa y le dijo:

—Ásame este pájaro de oro, y pon mucho cuidado en no tirar nada, pues quiero comérmelo entero yo solo.

El ave no era como las demás, sino de una especie muy maravillosa; quien comiera su corazón y su hígado encontraría todas las mañanas una moneda de oro debajo de la almohada.

La mujer aderezó el pájaro convenientemente y lo ensartó en el asador. Pero he aquí que, mientras estaba al fuego, un momento en que la mujer salió de la cocina para atender a otra faena, entraron los dos hijos del pobre escobero y, poniéndose junto al asador, le dieron unas cuantas vueltas. Y al ver que caían en la sartén dos trocitos del ave, dijo uno:

—Nos comeremos estos pedacitos, pues tengo mucha hambre; nadie lo notará.

Y se los comieron, uno cada uno. En aquel momento entró el ama, y al ver que mascaban algo, les preguntó:

—¿Qué coméis?

—Dos trocitos que cayeron del pájaro —respondieron.

—¡Son el corazón y el hígado! —exclamó espantada la mujer.

Y para que su marido no los echara de menos y se enfadase, mató a toda prisa un pollo, le arrancó el corazón y el hígado y los metió dentro del pájaro.

Cuando ya estuvo preparado el plato, sirviólo al orfebre, el cual se lo merendó entero sin dejar nada. Pero a la mañana siguiente, al levantar la almohada para buscar la moneda de oro, no apareció nada.

Los dos niños, por su parte, ignoraban la suerte que les había caído. Al levantarse por la mañana, oyeron el sonido metálico de algo que caía al suelo y, al recogerlo, vieron que eran dos monedas de oro. Lleváronlas a su padre, quien exclamó admirado:

—¿Cómo habrá sido eso?

Pero al ver que al día siguiente y todos los sucesivos se repetía el caso, fue a contárselo a su hermano. Inmediatamente comprendió éste lo ocurrido, y que los niños se habían comido el corazón y el hígado del ave; y como era hombre envidioso y duro de corazón, queriendo vengarse dijo al padre:

—Tus hijos tienen algún pacto con el diablo. No aceptes el oro ni los dejes estar por más tiempo en tu casa, pues el maligno tiene poder sobre ellos y puede acarrear tu propia pérdida.

El padre temía al demonio y, aunque se le partía el corazón, llevó a los gemelos al bosque y los abandonó en él.

Los niños vagaban extraviados por el bosque, buscando el camino de su casa; pero no sólo no lo hallaron, sino que se perdieron cada vez más.

Finalmente, toparon con un cazador, el cual les preguntó:

—¿Quiénes sois, pequeños?

—Somos los hijos del pobre escobero —respondieron ellos.

Y le explicaron a continuación que su padre los había echado de su casa porque todas las mañanas había una moneda de oro debajo de las respectivas almohadas.

—¡Toma! —exclamó el cazador—, nada hay en ello de malo, con tal que sepáis conservaros buenos y no os deis a la pereza —el buen hombre, prendado de los niños y no teniendo ninguno propio, se los llevó a su casa diciéndoles—. Yo seré vuestro padre y os criaré.

Y los dos aprendieron el arte de la caza, en tanto que su padre adoptivo iba guardando las monedas de oro que cada uno encontraba al levantarse, por si pudieran necesitarlas algún día.

Cuando ya fueron mayores, llevólos un día al bosque y les dijo:

—Vais a hacer hoy vuestra prueba de tiro, para que pueda emanciparos y daros el título de cazadores.

Encamináronse juntos a la paranza, donde permanecieron largo tiempo al acecho; pero no se presentó ninguna pieza. El cazador levantó la vista al cielo y descubrió una bandada de patos salvajes que volaba en forma de triángulo; dijo, pues, a uno de los mozos:

—Haz caer uno de cada extremo.

Hízolo el muchacho, y así pasó su prueba de tiro.

Al poco rato acercóse una segunda bandada, que ofrecía la forma de un dos; el cazador mandó al otro que derribase también uno de cada extremo, lo que el chico hizo con igual éxito.

Dijo entonces el padre adoptivo:

—Os declaro emancipados; ya sois maestros cazadores.

Internáronse luego los dos hermanos en el bosque y, celebrando consejo, tomaron una resolución. Al sentarse a la mesa para cenar, dijeron a su protector:

—No tocaremos la comida ni nos llevaremos a la boca el menor bocado, hasta que nos otorguéis la gracia que queremos pediros.

—¿De qué se trata, pues? —preguntó él.

Y ellos respondieron:

—Hemos terminado nuestro aprendizaje; ahora tenemos que ver mundo; dadnos permiso para marcharnos.

Replicó el viejo, gozoso:

—Así hablan los bravos cazadores; lo que pedís era también mi deseo. Marchaos, tendréis suerte.

Y cenaron y bebieron alegremente.

Cuando llegó el día designado para la partida, el padre adoptivo dio a cada uno una buena escopeta y un perro, y todas cuantas monedas de oro quisieron llevarse. Acompañólos luego durante un trecho y, al despedirlos, les dio todavía un reluciente cuchillo diciéndoles:

—Si algún día os separáis, clavad este cuchillo en un árbol en el lugar donde vuestros caminos se separen. De este modo cada uno, cuando regrese, podrá saber cuál ha sido el destino del otro; pues el lado hacia el cual se dirigió, si está muerto, aparecerá lleno de herrumbre; pero mientras viva, la hoja seguirá brillante.

Siguieron andando los dos hermanos hasta que llegaron a un bosque, tan grande, que en todo un día no pudieron salir de él. Pasaron, pues, allí la noche, comiéndose luego las provisiones que llevaban en el morral; anduvieron sin dar tampoco con la salida y, como no les quedara nada que comer, dijo uno:

—Hemos de cazar algo si no queremos pasar hambre.

Y, cargando su escopeta, dirigió una mirada a su alrededor. Viendo que pasaba corriendo una vieja liebre, le apuntó con el arma, pero el animal gritó:

«Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías.»

Y, saltando entre los matorrales, compareció en seguida con dos lebratos; pero los animalitos parecían tan contentos y eran tan juguetones, que los cazadores no pudieron resignarse a matarlos. Los guardaron, pues, con ellos, y los dos lebratos los siguieron dócilmente.

Pronto se presentó una zorra, y ellos se dispusieron a cazarla; pero el animal les gritó:

«Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías.»

Y les trajo dos zorrillos que tampoco los cazadores tuvieron corazón para matar; dejáronlos en compañía de los lebratos, y todos juntos siguieron su camino.

Al poco rato salió un lobo de la maleza, y los cazadores le encararon la escopeta; pero el lobo les gritó:

«Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías.»

Los cazadores reunieron los lobeznos con los demás animalitos y continuaron andando.

Hasta que descubrieron un oso que, no sintiendo tampoco deseos de morir, les gritó a su vez:

«Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías.»

Los dos oseznos pasaron a aumentar el séquito, formado ya por ocho animales.

¿Quién diríais que vino, al fin? Pues nada menos que un león, agitando la melena. Pero los cazadores, sin intimidarse, le apuntaron con sus armas, y entonces la fiera les dijo también:

«Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías.»

Y cuando hubo dado sus cachorrillos, resultó que los cazadores tenían dos leones, dos osos, dos lobos, dos zorras y dos liebres, todos los cuales los seguían y servían. Pero, entretanto, el hambre arreciaba, por lo que dijeron a las zorras:

—Vamos a ver, vosotras que sois astutas, procuradnos algo de comer; de esto sabéis bien.

Y respondieron ellas:

—No lejos de aquí hay un pueblo del que hemos sacado más de un pollo; os enseñaremos el camino.

Llegaron al pueblo, compraron comida para ellos y para los animales y prosiguieron su ruta. Las zorras conocían al dedillo la región, pues en ella había muchos cortijos con averío, y pudieron guiar a los cazadores.

Después de haber errado un tiempo sin poder encontrar ninguna colocación para los dos juntos, dijeron:

—Esto no puede continuar; no hay más remedio que separarse.

Repartiéronse los animales, de modo que cada uno se quedase un león, un oso, un lobo, una zorra y una liebre, y luego se despidieron, prometiéndose cariño fraternal hasta la muerte, y clavaron en un árbol el cuchillo que les había dado su padre adoptivo. Hecho esto, el uno se encaminó hacia Levante, y el otro, hacia Poniente.

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