Todos los cuentos de los hermanos Grimm (73 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.

Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:

—Todo está listo —dijo—, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?

—De momento nada más —respondióle el soldado—. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.

—Pierde cuidado —respondió el enano—. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia.

Y desapareció de su vista.

Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer.

Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:

—Serví lealmente al Rey y, en cambio, él me despidió condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el enanito.

—Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.

—Para mí eso es facilísimo —observó el hombrecillo—. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.

Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.

—¿Conque eres tú, eh? —exclamó el soldado—. ¡Pues a trabajar, vivo! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.

Cuando hubo terminado, mandóla acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:

—¡Quítame las botas!

Y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a transportarla a palacio, dejándola en su cama.

Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:

—Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.

—El sueño podría ser realidad —dijo el Rey—. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles.

Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente invisible y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.

Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:

—Esta noche han llovido guisantes.

—Tendremos que pensar otra cosa —dijo el padre—. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.

El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando al llegar la noche volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que contra aquella treta no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.

—Haz lo que te mando —replicó el soldado.

Y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.

A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado el cual, aunque —aconsejado por el enano— hallábase en un extremo de la ciudad de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.

Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Llamólo golpeando los cristales y, al acercarse el otro, díjole:

—Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.

Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:

—Nada temas —dijo éste a su amo—. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.

Al día siguiente celebró se consejo de guerra contra el soldado y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.

—¿Cuál? —preguntó el Monarca.

—Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.

—Puedes fumarte tres —respondió el Rey—; pero no cuentes con que te perdone la vida.

Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:

—¿Qué manda mi amo?

—Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey que con tanta injusticia me ha tratado.

Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

El chiquillo testarudo

E
RA un chiquillo en extremo obstinado, que jamás hacía lo que le mandaba su madre. Por eso, Dios Nuestro Señor no estaba contento de él y permitió que cayese enfermo. Y como ningún médico supo acertar el remedio a su dolencia, al poco tiempo estaba tendido sobre el lecho de muerte. Cuando lo bajaron a la sepultura y lo cubrieron de tierra, volvió a salir su bracito, y aunque lo doblaron poniendo más y más tierra encima, de nada sirvió; siempre volvía a asomar el bracito. Fue preciso que la propia madre fuese a la tumba y le diese unos golpes con su vara; sólo entonces se dobló, y el niño pudo descansar bajo la tierra.

Un ojito, dos ojitos y tres ojitos

E
RASE una mujer que tenía tres hijas. La mayor se llamaba Un Ojito, porque tenía un solo ojo en medio de la frente; la segunda, Dos Ojitos, porque tenía dos, como todo el mundo; y la tercera, Tres Ojitos, pues tenía tres, uno de ellos en medio de la frente. Y como la segunda no se diferenciaba en nada de las demás personas, sus dos hermanas y su madre no podían sufrirla.

Decíanle:

—Con tus dos ojos no sobresales en nada de la gente ordinaria; no perteneces a nuestra clase.

Y, así, la rechazaban, obligándola a usar vestidos harapientos, y para comer no le daban más que las sobras; y, encima, la mortificaban cuanto podían.

Un día en que Dos Ojitos había salido al campo a apacentar la cabra, estaba sentada en el borde del camino llorando desconsoladamente, de tal forma que no parecía sino que de sus ojos manaran dos arroyos, pues sus hermanas no le habían dado de comer y se sentía muy hambrienta.

Al levantar un momento la mirada, vio a su lado a una mujer que le preguntó:

—Dos Ojitos, ¿por qué lloras?

Y respondió la muchachita:

—¿Cómo no he de llorar? Porque tengo dos ojos como todas las demás personas, mi madre y mis hermanas me aborrecen, me empujan de un rincón a otro, me echan prendas viejas y sólo me dan para comer lo que ellas dejan. Hoy me han dado tan poco, que el hambre me atormenta.

Díjole entonces el hada:

—Seca tus lágrimas, Dos Ojitos, voy a enseñarte unas palabras con las que ya no padecerás más hambre. Sólo tienes que decir lo siguiente dirigiéndote a tu cabra:

«Bala, cabrita;

cúbrete, mesita.»

Y en seguida tendrás ante ti una mesa, primorosamente dispuesta con los más sabrosos manjares, y podrás comer hasta saciarte. Y cuando ya estés satisfecha y ya no necesites de la mesa, dirás:

«Bala, cabrita;

retírate, mesita.»

Y desaparecerá en el acto de tu vista.

Y dicho esto, el hada se marchó. Dos Ojitos pensó: «Es cosa de probar en seguida si es cierto esto que me ha dicho, pues realmente me atormenta el hambre»; y exclamó:

«Bala, cabrita;

cúbrete, mesita.»

Apenas hubo pronunciado estas palabras vio ante sí una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, y encima, un plato con su cuchillo, tenedor y cuchara, todo de plata. Había también viandas magníficas, todavía humeantes, como si acabasen de salir de la cocina. Dos Ojitos rezó la oración más breve de cuantas sabía: «¡Dios mío, sé nuestro huésped por los siglos de los siglos, amén!». Se sirvió y comió con verdadera fruición.

Cuando ya estuvo satisfecha, dijo como le enseñara el hada:

«Bala, cabrita;

retírate, mesita.»

Y en un santiamén desapareció la mesa con todo lo que había. «¡He aquí una manera cómoda de cocinar!», pensó Dos Ojitos, ya de muy buen humor.

Al regresar a su casa al anochecer con la cabra, encontró una escudilla de barro con algo de comida que le habían dejado las hermanas, pero no la tocó.

Al día siguiente marchóse de nuevo con la cabrita, sin hacer caso de los mendrugos que le habían puesto para el desayuno. Al principio, las hermanas no prestaron atención al hecho; pero, al repetirse, dijeron:

—Algo ocurre con Dos Ojitos. Siempre se deja la comida, cuando antes se zampaba todo lo que le dejábamos. De seguro que ha encontrado algún otro recurso.

Para averiguar lo que sucedía, convinieron en que Un Ojito la acompañaría a apacentar la cabra para espiar sus acciones y ver si alguien le traía comida y bebida.

Al marcharse Dos Ojitos, se le acercó la hermana mayor y le dijo:

—Iré al campo contigo; quiero saber si guardas bien la cabra y la llevas a buenos pastos.

Pero Dos Ojitos comprendió perfectamente el pensamiento de la otra y, conduciendo la cabra a un prado donde crecía alta hierba, dijo:

—Ven, Un Ojito, sentémonos aquí; te cantaré una canción.

Un Ojito estaba cansada de la caminata y del ardor del sol; sentóse, y su hermana se puso a cantarle:

«Un Ojito, ¿velas?

Un Ojito, ¿duermes?»

Repitiendo siempre las mismas palabras, hasta que la otra, cerrando su único ojo, se quedó dormida.

Al ver Dos Ojitos que su hermana dormía profundamente y no podría descubrirla, dijo:

«Bala, cabrita;

cúbrete, mesita.»

Y, sentándose a la mesa, comió y bebió hasta quedar satisfecha. Luego volvió a decir:

«Bala, cabrita;

retírate, mesita.»

Y todo desapareció en un momento. Dos Ojitos despertó entonces a su hermana y le dijo:

—Un Ojito, vienes para guardar la cabra y te duermes. El animalito podría haber dado la vuelta al mundo. Anda, volvamos a casa.

Y se marcharon; y Dos Ojitos dejó nuevamente intacta su cena. Pero Un Ojito no pudo decir a su madre el motivo de que su hermana se negase a comer. Disculpóse alegando que se había quedado dormida en el prado.

Al día siguiente dijo la madre a Tres Ojitos:

—Esta vez irás tú; fíjate bien si Dos Ojitos come allí, y si alguien le trae comida y bebida, pues es forzoso que coma y beba secretamente.

Acercóse Tres Ojitos a Dos Ojitos y le dijo:

—Iré contigo a ver si guardas bien la cabra y le das bastante hierba.

Pero Dos Ojitos se dio clara cuenta del propósito de su hermana menor. Condujo la cabra al prado y dijo:

—Sentémonos, Tres Ojitos, que te cantaré una canción.

Sentóse Tres Ojitos, cansada como se sentía del camino y de los ardores del sol, y Dos Ojitos volvió a entonar su cantinela:

«Tres Ojitos, ¿velas?»

Sólo que, sin darse cuenta, en vez de decir:

«Tres Ojitos, ¿duermes?»

Cantó:

«Dos Ojitos, ¿duermes?»

Repitiendo cada vez:

«Tres Ojitos, ¿velas?

Dos Ojitos, ¿duermes?»

Y a Tres Ojitos se le cerraron dos ojos, y se le quedaron dormidos; pero el tercero, a causa de la equivocación en el estribillo, permaneció despierto. Cierto que lo cerró la muchacha, mas por ardid, simulando que dormía con él también y así, abriéndolo disimuladamente, pudo verlo todo.

Cuando Dos Ojitos creyó que la otra dormía profundamente, pronunció su fórmula mágica:

«Bala, cabrita;

cúbrete, mesita.»

Y después de saciar el hambre y la sed, hizo que la mesa se retirase:

«Bala, cabrita;

retírate, mesita.»

Pero resultó que Tres Ojitos lo había presenciado todo. Acercósele Dos Ojitos y le dijo:

—¿Conque te dormiste, Tres Ojitos? ¡Vaya manera de guardar la cabra! Anda, volvámonos a casa.

Al llegar, Dos Ojitos renunció de nuevo a la cena, y Tres Ojitos dijo a la madre:

—Ya sé por qué esta orgullosa no come. Cuando, allá en el prado, dice a la cabra:

«Bala, cabrita;

cúbrete, mesita.»

En seguida tiene ante sí una mesa con las viandas más sabrosas, mucho mejores de las que comemos nosotras; y cuando ya está harta, dice:

«Bala, cabrita;

retírate, mesita.»

Y todo desaparece de nuevo. Lo he visto todo perfectamente. Con su canción hizo que se me durmiesen los dos ojos; más, por fortuna, se me quedó despierto el de la frente.

Llamando entonces la envidiosa madre a Dos Ojitos, la increpó diciéndole:

—¿Conque quieres pasarlo mejor que nosotras? ¡Pues voy a quitarte las ganas!

Y cogiendo un cuchillo lo clavó en el corazón de la cabra, matándola.

Dos Ojitos salió de su casa triste y desolada y, sentándose en la linde del campo, púsose a llorar amargas lágrimas.

Presentósele por segunda vez el hada, y le dijo:

—¿Por qué lloras, Dos Ojitos?

—¡Cómo no he de llorar! —respondió la muchacha—. Mi madre mató la cabra que todos los días, cuando le recitaba el verso que me enseñasteis, me ponía tan bien la mesa, y ahora tengo que padecer nuevamente hambre y privaciones.

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