Todos los cuentos de los hermanos Grimm (94 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Al llegar Ulrico al palacio, anunció que llevaba manzanas para curar a la princesa. Alegróse el Rey y mandó que llevasen a Ulrico a su presencia. Pero, ¡oh, sorpresa!, al abrir el cesto se vio que en vez de manzanas contenía patas de rana que aún se movían. Indignóse el Rey y mandó que lo arrojasen de palacio.

Ya en casa, contó a su padre lo que le había sucedido, y entonces el hombre envió al hijo segundo, el cual se llamaba Samuel. Pero a éste le ocurrió lo que a su hermano mayor. Topóse también con el mismo hombrecillo y, a su pregunta de qué contenía el cesto, respondió:

—Cerdas.

—Pues cerdas son y cerdas serán —replicó el enano.

Cuando se presentó en palacio afirmando que llevaba manzanas para curar a la princesa, no querían admitirlo, diciendo que ya se había hecho anunciar otro necio con el mismo cuento. Pero Samuel insistió en que traía manzanas y en que le permitiesen entrar. Lo creyeron, al fin, y lo condujeron ante el Rey. Pero cuando abrió el cesto, aparecieron cerdas. Fue tanto el enojo del Soberano, que ordenó arrojar a Samuel a latigazos.

Al llegar el mozo a casa, relató su percance y mala ventura. Adelantóse el hijo menor, a quien llamaban siempre el tonto, y preguntó a su padre si le permitiría ir, a su vez, con las manzanas.

—¡Ésa es buena! —replicó el hombre—. ¡Fijaos en quién pide hacer el recadito! Los listos salen mal parados, y tú pretendes salir airoso.

Pero el pequeño no cejó:

—De todos modos, dejadme ir, padre.

—¡Márchate de aquí, estúpido! Tendrás que aguardar a ser más listo —replicó el padre, volviéndole la espalda.

Pero Juanillo, tirándole de la chaqueta, porfió:

—¡Dejadme que vaya, padre!

—¡Por mí, puedes ir! ¡Ya veremos cómo vuelves! —gritó, al fin, el hombre. Pero el chico pegó un salto de alegría—. Sí, tú siempre haciendo tonterías. Cada día te vuelves más bobo —repitió el padre.

Pero Juanillo no se inmutó ni perdió por ello su contento.

Como ya anochecía, pensó que sería mejor aguardar a la mañana siguiente. «Hoy no llegaría a la Corte», se dijo. Pasó la noche desvelado, y los pocos momentos en que estuvo amodorrado, soñó con hermosas doncellas, palacios, oro y plata y otras cosas por el estilo.

De madrugada púsose en camino, y al poco rato se encontró con un enano gruñón vestido de gris que le preguntó qué llevaba en el cesto. Respondióle Juanillo que llevaba manzanas para la hija del Rey. Esperaba que comiéndolas se curaría.

—Bien —respondió el hombrecillo—, manzanas son y manzanas serán.

En la Corte le negaron rotundamente la entrada, alegando que ya habían venido otros dos pretendiendo llevar manzanas, y luego había resultado que uno traía patas de rana, y el otro, cerdas. Pero Juanillo rogó y porfió, asegurando que no llevaba patas de rana ni mucho menos, sino las manzanas más hermosas que se producían en todo el reino. Y como se expresaba con tanta ingenuidad, pensó el portero que no debía mentir y le dejaron paso libre. Con lo cual demostró ser muy cuerdo, pues cuando Juanillo abrió su cesto ante el Rey, salieron a relucir unas magníficas manzanas doradas.

Alegróse el Soberano y dispuso que se sirvieran inmediatamente algunas a su hija, quedando él en impaciente espera hasta que se le diese cuenta del resultado obtenido. Y, en efecto, al cabo de muy poco rato vinieron a informarlo. Pero, ¿quién pensáis que vino? Pues la princesa en persona la cual, no bien hubo probado la fruta, saltó de la cama milagrosamente curada y repuesta.

Es imposible pintar con palabras la alegría del Rey. Sin embargo, se resistía a dar a su hija por esposa a Juanillo y, así, puso por condición al mozo la de que antes le construyese una barca capaz de navegar mejor por tierra que por agua.

Juanillo aceptó, regresó a su casa y contó a los suyos su aventura. Entonces el padre envió a Ulrico a cortar madera para fabricar la embarcación, y el muchacho se puso al trabajo con brío y silbando.

A mediodía, cuando el sol se hallaba en lo más alto, presentósele un enanillo canoso y le preguntó qué hacía:

—Cucharones —respondió Ulrico.

—Pues bien —replicó el otro—, cucharones serán.

Al anochecer, creyendo el mozo terminada la barca, quiso subirse a ella, pero resultó que eran cucharones y no otra cosa.

Al día siguiente salió al bosque Samuel y le ocurrió lo que a Ulrico. El tercero fue Juanillo, el cual púsose a trabajar con tanto ardor, que en todo el bosque resonaban sus vigorosos hachazos; y, además, silbaba y cantaba alegremente.

Volvió a mediodía el hombrecillo, cuando el calor era achicharrante, y le preguntó qué hacía:

—Una barca que navegue mejor por tierra que por agua —y añadió que cuando la tuviese terminada le concederían la mano de la hija del Rey.

—Pues bien —dijo el enano—; una barca será.

Al declinar el día, cuando el sol se puso entre resplandores de oro, Juanillo había terminado la construcción de la barca y de todos sus accesorios e, instalándose en ella, dirigióse a remo hacia la ciudad-residencia del Rey; y la barca corría como el viento.

El Rey lo vio desde lejos, pero siguió negándose a otorgarle la mano de su hija, diciéndole que antes debía guardar cien liebres desde la madrugada hasta el anochecer; y si se escapaba una sola, no se casaría con la princesa. Conformóse Juanillo, y al siguiente día salió al prado con su rebaño, vigilando que ninguna liebre huyese.

Al poco rato compareció una de las criadas de palacio a pedirle una de las piezas, pues había llegado un forastero. Pero el mozo, dándose perfecta cuenta de su perfidia, negóse a entregársela, diciendo que el Rey tendría que aguardar al día siguiente para su asado de liebre. La muchacha, sin embargo, no cejó, enfadándose al final y dirigiendo improperios al pastor. Entonces le dijo Juanillo que entregaría una liebre, con la condición de que fuese a buscarla la princesa en persona.

Volvió la criada con el recado a palacio, y la hija del Rey bajó al prado. Entretanto se había presentado a Juanillo el enano de la víspera, preguntándole qué estaba haciendo. ¡Casi nada! Tenía que guardar cien liebres, procurando que no escapase ni una sola; si lo conseguía, se casaría con la princesa y sería rey.

—Bien —respondióle el enano—; aquí tienes este silbato; si escapa una, no tienes más que silbar y volverá en seguida.

Vino la princesa, y Juanillo le puso una liebre en el delantal; pero cuando se había alejado cosa de cien pasos, el muchacho hizo sonar el pito, y la liebre, saltando del delantal de la princesa, en un abrir y cerrar de ojos estuvo otra vez con el rebaño.

Al anochecer volvió a silbar el pastor y, después de comprobar que no faltaba ninguna liebre, condujo la manada a palacio. Admiróse el Rey al ver que Juanillo había logrado guardar cien liebres sin que se le escapase una sola. A pesar de ello, siguió negándose a entregarle a su hija; antes debía traerle una pluma de la cola del ave Grifo.

Juanillo se puso inmediatamente en camino, andando briosamente en la dirección que marcaba su nariz. Ya oscurecido llegó a un palacio, donde pidió albergue, pues en aquellos tiempos no se estilaban aún las hospederías. Acogiólo alegremente el señor del castillo y le preguntó adónde se dirigía. A lo que respondió Juanillo:

—A la casa del Grifo.

—Conque a la casa del Grifo, ¿eh? Pues me harás un favor, si es cierto que el Grifo lo sabe todo como dicen. He perdido la llave de un arca de hierro, y quisiera que le preguntases dónde está.

—Con mucho gusto —respondió Juanillo—. Así lo haré.

A la mañana siguiente, de madrugada, partió de nuevo, y llegó a otro palacio en el que pasó también la noche. Cuando sus moradores se enteraron de que se dirigía en busca del Grifo, dijéronle que una hija de la casa estaba enferma y, a pesar de haber acudido a todos los remedios imaginables, no había manera de curarla. ¿Podría él preguntar al Grifo la manera de sanar a la muchacha?

Brindóse Juanillo a hacerlo y reemprendió la ruta. Llegó entonces a un río en el que, en vez de una barca, había un hombre altísimo y fornido que conducía a los viajeros de una a otra orilla. Preguntó también a Juanillo por el objetivo de su viaje.

—A la casa del Grifo —díjole el mozo.

—En ese caso —añadió el gigante—, si consigues encontrarlo, pregúntale por qué se me obliga a llevar a los viandantes a través del río.

—Así lo haré —prometió Juanillo.

El hombre se lo echó a cuestas y lo condujo a la orilla opuesta.

Poco después llegaba Juanillo a la mansión del Grifo. Sólo encontró a la mujer; el monstruo estaba ausente. La mujer le preguntó qué buscaba allí, y el muchacho se lo contó todo. Que necesitaba una pluma de la cola del Grifo; que en un palacio habían perdido la llave de una caja de caudales y debía preguntar al Grifo por su paradero; que en otro palacio había una muchacha enferma y deseaban que el Grifo les indicase un remedio y, finalmente, que a poca distancia de allí, al borde del río, había un hombre encargado de pasar a los viandantes y quería saber por qué se le forzaba a ello.

—Tened presente, amigo —dijo la mujer—, que ningún cristiano puede hablar con el Grifo, pues los devora a todos. Pero si os escondéis debajo de su cama, cuando duerma por la noche os acercáis a él y le arrancáis una pluma de la cola. En cuanto a las cosas que deseáis saber, yo se las preguntaré.

Juanillo se avino a ello y se ocultó bajo la cama. Al cerrar la noche, llegó el ave. En cuanto entró en la habitación, dijo husmeando:

—Mujer, aquí huele a cristiano.

—Sí —respondió ella—, vino hoy uno, pero ya se marchó.

Y el Grifo no insistió.

A media noche, mientras dormía roncando ruidosamente, acercósele Juanillo y, de un tirón, le arrancó una pluma del rabo. El monstruo despertóse sobresaltado y exclamó:

—Mujer, huele a cristiano, y además diría que alguien me ha tirado de la cola.

—Estarías soñando —lo tranquilizó su mujer—, y ya te dije que había venido un cristiano, pero que se marchó. Contóme un sinfín de cosas. En un castillo han perdido la llave de un arca y no la encuentran en ninguna parte.

—¡Los imbéciles! —dijo el Grifo—. La llave está en la casa de madera, detrás de la puerta, bajo un montón de leña.

—Luego me dijo también que en otro palacio había una muchacha enferma y no encontraban el medio de curarla.

—¡Los imbéciles! —repitió el ave—. Al pie de la escalera de la bodega, un sapo ha hecho un nido con sus cabellos; si la muchacha recupera los cabellos, sanará.

—Finalmente, me contó que en un río hay un hombre condenado a pasar a los viandantes.

—¡El muy estúpido! —exclamó el Grifo—. Si dejase a uno de ellos en el centro del cauce, no necesitaría seguir transportando gente.

De madrugada levantóse el Grifo y se marchó. Entonces Juanillo salió de debajo de la cama provisto de su hermosa pluma; además, había oído lo que la prodigiosa ave dijera acerca de la llave, la muchacha y el hombre. La mujer se lo repitió todo de nuevo para que no se le olvidase, y el mozo emprendió el regreso.

Llegó, en primer lugar, hasta el hombre del río, el cual le preguntó en seguida qué le había dicho el Grifo. Juanillo le prometió que se lo diría una vez lo hubiese llevado a la otra orilla. Pasólo el hombre, y entonces el muchacho le dijo que en cuanto dejase en medio de la corriente a uno de los que transportaba, quedaría libre de su forzada ocupación. Alegre el gigante en extremo brindóse, en prueba de agradecimiento, a pasar de nuevo a Juanillo, pero éste le dijo que ya tenía bastante y no quería molestarlo más. Y prosiguió su ruta.

Llegó luego al palacio en que residía la doncella enferma. Cargándosela en hombros, puesto que ella no podía valerse, llevóla al pie de la escalera de la bodega y, cogiendo el nido del sapo que había en el peldaño inferior, púsolo en la mano de la muchacha. En el acto saltó ésta al suelo, subiendo la escalera por su propio pie, completamente curada. Sus padres sintieron una gran alegría y obsequiaron a Juanillo con oro, plata y cuanto quiso llevarse.

En el segundo palacio, el muchacho fue directamente a la casa de madera y, en efecto, detrás de la puerta y bajo un montón de leña, apareció la llave perdida. Llevóla al dueño, el cual, contentísimo, recompensó a Juanillo dándole buena parte del oro que encerraba el arca, además de otras muchas cosas como vacas, ovejas y cabras.

Al presentarse Juanillo al Rey con todas aquellas riquezas: dinero, oro, plata, vacas, ovejas y cabras, preguntóle el Monarca de dónde había sacado todo aquello, y el muchacho le respondió que el Grifo lo daba a manos llenas a todo aquel que se lo pedía.

Pensó el Rey que podía aprovecharse de la ocasión y, ni corto ni perezoso, emprendió el camino de la mansión del ave. Pero al llegar al río, resultó ser el primero en presentarse allí después de Juanillo, y el hombre, al pasarlo, le dejó en medio del cauce donde se ahogó. Juanillo se casó con la princesa y fue proclamado Rey.

El pobre campesino, en el cielo

M
URIÓ un campesino pobre y piadoso y llegó a la puerta del cielo. Pero encontróse allí con un señor muy rico y opulento, que también pedía entrada.

Acudió San Pedro con la llave, abrió la puerta y dejó pasar al señor. Sin duda no vio al humilde campesino, y lo dejó fuera.

Desde el exterior, el hombre oyó cómo el rico era recibido con gran regocijo, al son de músicas y cantos. Cuando se restableció la calma, volvió San Pedro, abrió la puerta e invitó al campesino a entrar.

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