Todos los cuentos de los hermanos Grimm (93 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Acércate, abuela, ven a calentarte. Por lo visto no tienes cobijo para la noche y duermes donde puedes.

Aproximóse la vieja a pasitos y, después de rogar que le descargasen la canasta de la espalda, se sentó con ellos a la lumbre.

—¿Qué traes en ese barrilito, vejestorio? —preguntó uno.

—Un buen trago de vino —respondió ella—. Me gano la vida con este comercio. Por dinero y buenas palabras os daría un vasito.

—¡Venga! —asintió el soldado, y probó un vaso—. ¡Buen vinillo! —exclamó—. Échame otro.

Se tomó otro trago, y los demás siguieron su ejemplo.

—¡Hola, compañeros! —gritó uno a los que estaban de guardia en la cuadra—. Aquí tenemos a una abuela que trae un vino tan viejo como ella. Tomaos un trago, os calentará el estómago mejor que el fuego.

La vieja se fue a la cuadra con su barril, encontrándose con que uno de los guardas estaba montado sobre el caballo ensillado del conde; otro, sujetaba la rienda con la mano, y un tercero, lo tenía agarrado por la cola.

La abuela sirvió vaso tras vaso, hasta que se hubo vaciado el barrilito y, al cabo de poco rato se le soltaba a uno la rienda de la mano y, cayendo al suelo, empezó a roncar estrepitosamente. El que estaba montado, si bien continuó sobre el caballo, inclinó la cabeza hasta casi tocar el cuello del animal, durmiendo y resoplando como un fuelle; y el tercero soltó, a su vez, la cola que sostenía.

Los soldados del exterior, rato ha que dormían tumbados por el suelo, como si fuesen de piedra. Al ver el maestro ladrón que le salía bien la estratagema, puso en la mano del primero una cuerda en sustitución de la brida, y en la del que sostenía la cola, un manojo de paja. Pero, ¿cómo se las compondría con el que estaba sentado sobre el caballo? No quería bajarlo, por miedo a que despertase y se pusiera a gritar. Mas no tardó en hallar una solución. Desató la cincha y ató la silla a unas cuerdas enrolladas que pendían de la pared, dejando al caballero en el aire y, sacando al animal de debajo de la silla, sujetó firmemente las cuerdas a los postes. En un santiamén soltó la cadena que sujetaba al caballo y salió con él de la cuadra. Mas las pisadas del animal sobre el patio empedrado podían ser oídas desde el castillo y, para evitarlo, envolvió las patas del animal con viejos trapos, lo sacó con toda precaución, montó sobre él y emprendió el galope.

Al clarear el día, el maestro ladrón volvió a palacio, caballero en el robado corcel. El conde acababa de levantarse y se hallaba asomado a la ventana.

—¡Buenos días, señor conde! —gritóle el ladrón—. Aquí os traigo el caballo que saqué, sin contratiempo, de la cuadra. Ved qué bien duermen vuestros soldados, y si queréis tomaros la molestia de bajar a la caballeriza, veréis también cuán apaciblemente descansan vuestros guardas.

El conde no pudo menos de echarse a reír, y luego dijo:

—La primera vez te has salido con la tuya; pero de la segunda no escaparás tan fácilmente. Y te advierto que si te pesco actuando de ladrón, te trataré como tal.

Aquella noche, al acostarse, la condesa cerró firmemente la mano en la que llevaba el anillo de boda, y el conde dijo:

—Todas las puertas están cerradas con llave y cerrojo. Yo velaré esperando al ladrón, y si sube por la ventana, lo derribaré de un tiro.

Por su parte, el maestro en el arte de Caco se fue a la horca, una vez oscurecido, cortó la cuerda de uno de los ajusticiados que colgaban de ella y, cargándose el cuerpo a la espalda, lo llevó hasta el castillo.

Una vez allí, puso una escalera que llegaba hasta la ventana del dormitorio y subió por ella, con el muerto sobre sus hombros. Cuando la cabeza del cadáver apareció en la ventana el conde, que acechaba desde la cama, le disparó la pistola. El ladrón soltó el cuerpo y, bajando él rápidamente, fue a ocultarse en una esquina. La luna era muy clara, y el maestro pudo ver cómo el conde bajaba desde la ventana por la escalera y transportaba el cadáver al jardín, donde se puso a cavar un hoyo para enterrarlo.

—Éste es el momento —pensó el ladrón y, deslizándose sigilosamente desde su escondite, subió por la escalera a la alcoba de la condesa.

—Esposa —dijo imitando la voz del conde—, he matado al ladrón. De todos modos, mi ahijado era más bien un bribón que un malvado; no quiero entregarlo a la pública vergüenza; además, me dan lástima sus padres. Antes de que amanezca lo enterraré en el jardín para que no se divulgue la cosa. Dame la sábana para envolver el cuerpo; lo enterraré como a un perro —la condesa le dio la sábana—. ¿Sabes qué? —prosiguió el ladrón—. Tengo una corazonada. Dame también tu sortija. El infeliz la ha pagado con la vida; dejemos que se la lleve a la tumba.

La condesa no quiso contradecir a su esposo y, aunque a regañadientes, sacóse el anillo del dedo y se lo alargó. Marchóse el ladrón con los dos objetos, y llegó felizmente a su casa antes de que el conde hubiese terminado su labor de sepulturero.

Había que ver la cara del buen conde cuando, a la mañana siguiente, presentóse el maestro con la sábana y la sortija.

—¿Eres, acaso, brujo? —preguntóle—. ¿Quién te ha sacado de la sepultura en que yo mismo te deposité, y quién te ha resucitado?

—No fue a mí a quien enterrasteis —respondió el ladrón—, sino a un pobre ajusticiado de la horca.

Y le contó detalladamente cómo había sucedido todo. Y el conde hubo de admitir que era un ladrón hábil y astuto.

—Pero todavía no has terminado —añadió—. Te queda el tercer trabajo y, si fracasas, de nada te servirá lo que has hecho hasta ahora.

El maestro se limitó a sonreír.

Cerrada la noche, se dirigió a la iglesia del pueblo con un largo saco a la espalda, un lío debajo del brazo y una linterna en la mano. En el saco llevaba cangrejos, y en el lío candelillas de cera.

Entró en el camposanto, sacó un cangrejo del saco, le pegó una candelilla en el dorso y la encendió; sacó luego un segundo cangrejo y repitió la operación, y así con todos y, depositándolos en el suelo, los dejó que se esparciesen a voluntad. Cubrióse él con una larga túnica negra, parecida a un hábito de monje, y pegóse una barba blanca. Así transformado, cogió el saco en el que había llevado los cangrejos, entró en la iglesia y subió al púlpito.

El reloj de la torre estaba dando las doce, a la última campanada, gritó él con voz recia y estridente:

—¡Oíd, pecadores, ha llegado el fin de todas las cosas, se acerca el día del Juicio universal! ¡Oíd! ¡Oíd! El que quiera subir al cielo conmigo que se introduzca en el saco. Yo soy San Pedro, el que abre y cierra la puerta del Paraíso. Mirad allá fuera, en el cementerio, cómo andan los muertos juntando sus osamentas. ¡Venid, venid al saco, pues el mundo se hunde!

Sus gritos resonaban en el pueblo entero, y los primeros en oírlos fueron el cura y el sacristán que vivían junto a la iglesia; y cuando vieron las lucecitas que corrían en todas direcciones por el camposanto, comprendieron que ocurría algo insólito y entraron en el templo.

Después de escuchar unos momentos el sermón, dirigióse el sacristán al cura y le dijo:

—Creo que no haríamos mal en aprovechar esta oportunidad; así nos sería fácil llegar juntos al cielo antes de que amanezca.

—Cierto —respondió el cura—. También yo lo pienso; si os parece, vamos allá.

—Sí —asintió el sacristán—. Pero vos, señor párroco, debéis pasar primero; yo os sigo.

Adelantóse, pues, el párroco y subió al púlpito, donde el ladrón le presentó el saco abierto en el que se metió seguido del sacristán. En seguida, el maestro lo ató firmemente y, cogiéndolo por el cabo, se puso a arrastrarlo escaleras abajo. Y cada vez que las cabezas de los dos necios daban contra un peldaño, exclamaba:

—Ya pasamos por las montañas —luego fue arrastrándolos del mismo modo a través del pueblo; y cuando pasaba por los charcos, decíales—. Ahora atravesamos las húmedas nubes —y, finalmente, al subir la escalera de palacio—. Ya estamos en la escalera del cielo, y pronto llegaremos al vestíbulo —una vez arriba, descargó el saco dentro del palomar y, al salir las palomas voleteando, dijo—. ¿No oís cómo se alegran los ángeles y aletean?

Y, corriendo el cerrojo, se marchó.

A la mañana siguiente presentóse al conde y le comunicó que quedaba cumplida la tercera empresa, pues se había llevado de la iglesia al cura y al sacristán.

—¿Y dónde los dejaste? —preguntó el señor.

—Arriba, en el palomar, dentro de un saco. Y se figuran que se hallan en el cielo.

Subió personalmente el conde y pudo cerciorarse de que el ladrón le decía la verdad.

Cuando hubo liberado de su prisión al párroco y a su ayudante, dijo:

—Eres el rey de los ladrones y has ganado tu causa. Por esta vez salvas el pellejo; mas procura marcharte de mis dominios, pues si vuelves a presentarte en ellos, ten la seguridad de que serás ahorcado.

El ladrón se despidió de sus padres, marchóse de nuevo a correr mundo, y nunca más nadie supo de él.

El grifo

E
RASE una vez un Rey —jamás he sabido dónde reinó ni cómo se llamaba— que no tenía hijos varones, y su única hija estaba siempre enferma sin que ningún doctor acertara a curarla.

Profetizaron al Rey que la princesa sanaría comiendo manzanas, por lo que el Monarca mandó pregonar por todo el reino que quien le proporcionase manzanas que la curasen, la recibiría por esposa y sería rey a su vez.

Oyó el pregón un campesino que tenía tres hijos, y dijo al mayor:

—Sube al granero, llena un cesto de las manzanas más hermosas, de piel bien colorada, y llévalas a la Corte; tal vez la princesa se cure comiéndolas, y así te casarás con ella y serás rey.

Obedeció el muchacho y púsose en camino. Había andado un trecho cuando se encontró con un hombrecillo canoso, el cual le preguntó qué llevaba en el cesto.

Respondióle Ulrico (tal era el nombre del mozo):

—Patas de rana.

A lo cual le replicó el enano:

—Pues patas de rana son y serán.

Y se alejó.

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