Todos los cuentos de los hermanos Grimm (97 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Escapaba entonces la mujer y salía corriendo al patio; mas él la perseguía, armado de la vara de medir y de las tijeras, y arrojándole cuanto hallaba a mano. Si la acertaba, se echaba a reir; pero si la fallaba, todo eran improperios e insultos.

Esta situación duró hasta que los vecinos intervinieron en favor de la infeliz. El sastre hubo de comparecer de nuevo ante el tribunal, y se le recordó su promesa.

—Señores jueces —respondió—, he cumplido lo que prometí; no le he pegado, sino que he compartido con ella las alegrías.

—¿Cómo es eso —replicó el juez—, cuando hay otra vez tantas quejas contra ti?

—No le he pegado. Lo que ocurre es que, al verla tan guapa, quise peinarle el pelo con las manos, pero ella huía de mí, pues es muy maliciosa. Entonces yo corrí detrás para obligarla a cumplir con su obligación y recordarle sus deberes; y le tiraba cuanto tenía a mano. He compartido con ella las penas y las alegrías; pues cuando la acertaba, yo recibía gusto y ella pesadumbre; y si la fallaba, la pesadumbre era para mí, y el gusto para ella.

Los jueces no se dieron por satisfechos con su respuesta y mandaron darle la recompensa merecida.

El reyezuelo

E
N tiempos remotísimos todos los sonidos y ruidos tenían su sentido y significación. Lo tenía el martillo del herrero al dar contra el yunque, y el cepillo del carpintero al labrar la madera, y la rueda del molino al ponerse en acción. Decía ésta con su tableteo: «¡Ayúdanos, Señor Dios! ¡Ayúdanos, Señor Dios!». Y si el molinero era un ladrón, al poner en marcha el molino, hablaba éste en buen castellano y empezaba preguntando lentamente:

—¿Quién hay? ¿Quién hay? —y luego contestaba con rapidez—. ¡El molinero! ¡El molinero! —y, finalmente, a toda velocidad—. ¡Roba sin temor, roba sin temor! ¡Del tonel, tres sextos!

Por aquellos tiempos, incluso las aves tenían su propio lenguaje inteligible para todo el mundo; hoy en día suena a gorjeos, chillidos o silbidos y, en algunos pájaros, a música sin palabras.

Pero he aquí que se les metió a las aves en el meollo la idea de que necesitaban un jefe que las mandase, y decidieron elegir un rey. Sólo una, el avefría, se manifestó disconforme; siempre había vivido libre, y libre quería morir; y así, todo era volar de un lado para otro, angustiada y gritando:

—¿Adónde voy, adónde voy?

Hasta que se retiró a los pantanos solitarios y desiertos, sin dejarse ver de sus semejantes.

Las demás aves decidieron deliberar sobre el asunto, y una hermosa mañana de mayo, saliendo de bosques y campos, se congregaron el águila, el pinzón, la lechuza, el grajo, la alondra, el gorrión… ¿Para qué mencionarlas todas? Incluso acudieron el cuclillo y la abubilla, su sacristán, así llamado porque siempre se deja oír unos días antes que la abubilla. Y también compareció un pajarillo muy pequeñín, que todavía no tenía nombre.

La gallina que, casualmente, no se había enterado del asunto, admiróse al ver aquella enorme concentración:

—Ca-ca-ca-cá, ¿qué pasa ahí? —púsose a cacarear.

Pero el gallo la tranquilizó, explicándole el objeto de la asamblea.

Decidióse que sería rey el que fuese capaz de volar a mayor altura. Una rana de zarzal, que contemplaba todo desde una mata, exclamó en tono de advertencia al oír aquello:

—¡Natt-natt-natt! ¡Natt-natt-natt!

Convencida de que la decisión haría verter muchas lágrimas. Pero el grajo replicó:

—¡Cuark ok!

Significando que todo se resolvería pacíficamente.

Acordaron que se efectuaría la prueba aquella misma mañana, para que nadie pudiese luego decir:

—Yo habría volado más alto; pero llegó la noche y tuve que bajar.

Ya de acuerdo, a una señal convenida elevóse en los aires aquel tropel de aves. Levantóse una gran polvareda en el campo, prodújose un estruendoso rumoreo y aleteo, y pareció como si una nube negra cubriese el cielo.

Las aves pequeñas no tardaron en quedar rezagadas; agotadas su fuerzas, volvieron a la tierra. Las mayores resistieron más, aunque ninguna pudo rivalizar con el águila, la cual subió tan alto que habría podido sacar los ojos al sol a picotazos.

Al ver que ninguna otra le seguía, pensó: «¿Para qué subir más? Indudablemente, soy la reina»; y empezó a descender.

Las demás aves, desde el suelo, la recibieron al grito de:

—¡Tú serás nuestra reina; nadie ha volado a mayor altura que tú!

—¡Excepto yo! —exclamó el pequeñuelo sin nombre, que se había escondido entre las plumas del águila.

Y como no se había fatigado, pudo seguir subiendo, tanto, que llegó a ver a Dios Nuestro Señor sentado en su trono y, una vez arriba, recogió las alas y se dejó caer como un plomo, gritando con su voz fina y penetrante:

—¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!

—¿Tú nuestro rey? —protestaron las aves airadas—. Has ganado con engaño y astucia.

Y entonces pusieron otra condición. Sería rey aquel que fuese capaz de meterse más profundamente en la tierra.

¡Era de ver cómo el ganso restregaba el ancho pecho contra el suelo! ¡Con cuánto vigor abrió el gallo un agujero! El pato fue el menos afortunado, pues si bien saltó a un foso, torcióse las patas y echó a correr anadeando hasta la charca próxima mientras gritaba:

—¡Güek, güek!

Que quiere decir: «¡Mal negocio!».

En cambio, el pequeño sin nombre se buscó un agujero de ratón, metióse en él y, desde el fondo, gritó con su voz fina:

—¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!

—¿Tú nuestro rey? —repitieron las aves, más indignadas todavía—. ¿Piensas que van a valerte tus ardides?

Y decidieron retenerlo prisionero en la madriguera, condenándolo a morir de hambre. Para ello, encargaron de su custodia a la lechuza, con la consigna de no dejar escapar al bribonzuelo bajo pena de muerte.

Al llegar la noche todas las aves, cansadas del ejercicio de vuelo a que habían debido someterse, se retiraron a sus respectivas moradas con sus esposas e hijos; sólo la lechuza se quedó junto al agujero del ratón, con los grandes ojos clavados en la entrada. Sin embargo, como también ella se sintiera cansada, pensó: «Bien puedo cerrar un ojo; velaré con el otro, y este diablillo no escapará de la ratonera». Y así, cerró un ojo, manteniendo el otro clavado en la madriguera.

El pajarillo sacaba de vez en cuando la cabeza con el propósito de escapar; mas la lechuza seguía vigilante, y él no tenía más remedio que meterse de nuevo en el escondite.

Al cabo de un rato, la lechuza cambió de ojo para descansar el primero, con la idea de relevarlos hasta que llegase la mañana. Pero una vez que cerró uno, se olvidó de abrir el otro y se quedó dormida. El pequeñuelo no tardó en darse cuenta de ello y se escapó.

Desde entonces, la lechuza no puede dejarse ver durante el día; de lo contrario, todas las demás aves la persiguen y la cosen a picotazos. De aquí que únicamente salga a volar por la noche, y de que odie y persiga a los ratones a causa de los agujeros que abren.

Tampoco el pajarillo se presenta mucho en público, temeroso de perder la cabeza si lo cogen. Se oculta entre los setos y, cuando cree estar muy seguro, suele gritar todavía:

—¡Rey soy yo!

Por lo cual las demás aves lo llaman, en son de burla, el reyezuelo.

Pero ninguna sintióse tan contenta como la alondra, pues no tenía que obedecer al reyezuelo.

En cuanto el sol aparece en el horizonte, se eleva en los aires y canta:

—¡Ah, qué bello es! ¡Bello, bello! ¡Ah, qué bello es!

La platija

H
ACÍA ya mucho tiempo que los peces andaban descontentos a causa del desorden que entre ellos reinaba. Ninguno respetaba los derechos de los demás; cada cual nadaba a derecha o izquierda, a su capricho; pasaba entre los que iban juntos, o les obstruía el paso, y el más fuerte pegaba un coletazo al más débil, mandándolo a gran distancia; y esto cuando no se lo zampaba, sin más.

—¡Qué maravilloso sería tener un rey que impusiera el derecho y la justicia! —decíanse.

Y convinieron en elegir por rey al que surcase las aguas con más rapidez y supiese prestar auxilio al débil.

En consecuencia, colocáronse en fila en la orilla y, a una señal que hizo el lucio con la cola, todos emprendieron la carrera.

El lucio salió disparado como una flecha y con él el arenque, el gobio, la perla, la carpa y tantísimos otros. Hasta la platija se lanzó con los demás, con la esperanza de alcanzar la meta.

De pronto resonó la voz:

—¡El arenque es el primero! ¡El arenque es el primero!

—¿Quién es el primero? —preguntó, mohína, la achatada y envidiosa platija.

—El arenque, el arenque —respondiéronle.

—¿Ese pelado de arenque? —protestó la envidiosa.

Y desde aquel momento, en castigo, la platija tiene la boca torcida.

El alcaraván y la abubilla

¿
DÓNDE preferís llevar a pacer vuestro rebaño? —preguntó alguien a un viejo pastor de vacas.

—Aquí, señor, donde la hierba no es ni demasiado grasa ni demasiado magra; de otro modo no va bien.

—¿Por qué no? —preguntó el otro.

—¿No oís desde el prado aquel grito sordo? —respondió el pastor—. Es el alcaraván, que en otros tiempos fue pastor; y también lo era la abubilla. Os contaré la historia:

»El alcaraván guardaba su ganado en prados verdes y grasos, en los que crecían las flores en profusión; por ello sus vacas se volvieron bravas y salvajes. En cambio, la abubilla las conducía a pacer a las altas montañas secas, donde el viento juega con la arena; por lo cual sus vacas enflaquecieron y no llegaron a desarrollarse.

»Cuando, al anochecer, los pastores entraban el ganado, el alcaraván no conseguía reunir sus vacas, pues eran petulantes y se le escapaban. Ya gritaba él: «¡Manchada, aquí!»; pero era inútil, no atendían a su llamada. Por su parte, la abubilla tampoco podía juntarlas, por lo débiles y extenuadas que se hallaban. «¡Up, up, up!», les gritaba; pero todo era en vano, seguían tumbadas en la arena. Esto sucede cuando no se procede con medida.

»Todavía hoy, aunque ya no guardan rebaños, gritan; el alcaraván, «¡Manchada, aquí!», y la abubilla, «¡Up, up, up!».

El búho

U
N par de siglos atrás, la gente no era tan lista y avisada como es ahora, ni mucho menos. Pues por aquellos días sucedió en una pequeña ciudad el extraño acontecimiento que voy a contaros.

Un anochecer llegó de un bosque próximo una de esas grandes lechuzas que solemos llamar búhos o granduques, y fue a meterse en el granero de un labrador donde pasó la noche.

A la mañana siguiente no se atrevió a abandonar su refugio, por miedo a las demás aves que, en cuanto la descubren, prorrumpen en un espantoso griterío.

Cuando el mozo de la granja subió al granero por paja, asustóse de tal modo al ver al búho posado en un rincón, que escapó corriendo y dijo a su amo que en el pajar había un monstruo como no viera otro semejante en toda su vida; movía los ojos en torno a la cabeza, y era capaz de tragarse a cualquiera sin cumplidos.

—Ya te conozco —respondió el amo—. Eres lo bastante valiente para correr tras un mirlo en el campo; pero en cuanto ves un pollo muerto, te armas de un palo antes de acercarte a él. Tendré que subir yo mismo a averiguar qué monstruo es ése que dices.

Y dirigiéndose animoso al granero echó una mirada al lugar indicado, y al descubrir al extraño y horrible animal entróle un espanto parecido al de su criado.

Bajó en dos saltos y corrió a alarmar a los vecinos, pidiéndoles asistencia contra un animal peligroso y desconocido que podía poner en peligro a toda la ciudad si le daba por salir de su granero.

Movióse gran alboroto y griterío en las calles. Los burgueses acudieron armados de chuzos, horquillas, hoces y hachas, como si se tratase de presentar batalla a algún formidable enemigo. Luego se presentaron también los miembros del Consejo, con el burgomaestre a la cabeza y, una vez formados todos en la plaza del mercado, iniciaron la marcha hacia el granero y lo rodearon por todas partes.

Adelantóse entonces uno de los más bravos y entró pica en ristre; pero inmediatamente volvió a salir, pálido como un muerto e incapaz de proferir palabra tras el grito de espanto que le había arrancado la vista del monstruo.

Otros dos se aventuraron a probar suerte, pero retrocedieron tan aterrorizados como el primero.

Finalmente, avanzó un individuo alto y forzudo famoso por sus hazañas guerreras, y dijo:

—Con sólo mirarla no ahuyentaréis esa bestia monstruosa. Hay que actuar en serio; mas veo que todos sois unas mujerzuelas y que nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato.

Pidió que le prestasen una armadura, espada y pica, y se aprestó al combate. Todos ensalzaron su valor, y eran muchos los que temían por su vida.

Abrieron la doble puerta del granero y apareció el búho que, entretanto, se había posado en uno de los grandes travesaños. Mandó él que trajesen una escalera de mano, y cuando la colocó y se dispuso a encaramarse en ella, todos lo animaron a gritos y lo encomendaron a San Jorge, el matador del dragón.

Llegado arriba, cuando el búho comprendió sus propósitos agresivos, turbado además por el griterío de la multitud y no viendo el medio de escapar, empezó a girar los ojos, erizó las plumas, desplegó las alas y, castañeando con el pico, con voz ronca lanzó su grito: «¡Chuhú, chuhú!».

—¡Embístele, embístele! —gritaba la gente desde abajo al esforzado héroe.

—Si estuvierais aquí conmigo —respondió él—, a buen seguro que no gritaríais así.

Subió otro peldaño; pero entróle un fuerte temblor y emprendió la retirada, casi desmayado.

Ya no quedaba nadie dispuesto a arrostrar el peligro.

—Este monstruo —decían—, con sólo su grito y su aliento ha envenenado y malherido al más fuerte y valiente de nuestros hombres. ¿Vamos también a exponer la vida de los demás?

Deliberaron acerca de lo que convenía hacer para evitar la ruina de la ciudad. Durante buen rato nadie encontró remedio; hasta que, por fin, el alcalde dijo:

—Mi opinión es la de que todos contribuyamos a indemnizar al propietario el valor de este granero con todo lo que contiene, grano, paja y heno, y le peguemos fuego para que se incendie todo con la terrible bestia; de esta manera, nadie habrá de exponer su vida. Es un caso en que no hay que andarse con reparos; la tacañería sería contraproducente.

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