Todos los cuentos de los hermanos Grimm (92 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—¡Oh! —replicó Trini—, lo que es el mío lo va a pasar mal si no hace lo que le mande. Cogeré un palo y le curtiré la piel a bastonazos.

Agarró la vara de avellano que tenía a su lado para espantar los ratones y, blandiéndola en su excitación, gritó:

—¿Ves, Enrique? ¡Así le voy a zurrar!

Y tuvo la mala suerte de pegar un estacazo a la jarra del estante. Dio ésta contra la pared, cayó al suelo hecha trizas, y toda la miel se vertió y esparció.

—Ahí tienes nuestra oca y el patito —dijo Enrique—; ya nadie tendrá que guardarlos. De todos modos, ha sido una suerte que la jarra no me cayera en la cabeza; podemos considerarnos muy afortunados.

Y como viera que en uno de los pedazos había quedado un poco de miel, alargó el brazo para cogerlo diciendo:

—Mira, mujer, saborearemos este poquito y luego descansaremos después del susto. No importa que nos levantemos algo más tarde que de costumbre. ¡El día es muy largo!

—Sí —dijo Trini—, siempre se llega a tiempo. ¿Sabes? Una vez invitaron al caracol a una boda; él se puso en camino y, en vez de llegar a la boda, llegó al bautizo. Delante de la casa tropezó, se cayó de lo alto del vallado y exclamó: «¡Bien dicen que la prisa es siempre mala!».

La hija del molinero
(Rumpelstilzchen)

E
RASE una vez un pobre molinero que tenía una hermosa hija. Tuvo un día ocasión de hablar con el Rey y, para darse importancia, le dijo:

—Tengo una hija que sabe hilar la paja convirtiéndola en oro.

—He aquí una habilidad que me satisface —dijo el Rey—. Si tu hija es tan lista como dices, traéla mañana a palacio para ver cómo se luce.

Cuando le presentaron a la muchacha, condújola él a una habitación llena de paja y, dándole una rueca y una tortera, le dijo:

—Ponte en seguida al trabajo. Mañana por la mañana toda esta paja tiene que estar hilada y convertida en oro. Si no lo has hecho, morirás.

Y él mismo cerró la puerta con llave dejando a la muchacha sola.

La desdichada hija del molinero quedó allí encerrada, sin saber qué hacer para salvar la vida. Jamás se le había ocurrido que pudiera transformarse la paja en oro; su angustia aumentaba por momentos y, al fin, rompió a llorar.

De pronto se abrió la puerta y entró un enanillo que le dijo:

—Buenas noches, molinerita. ¿Por qué lloras así?

—¡Ay! —respondió la muchacha—. Tengo que convertir esta paja en oro, y no sé hacerlo.

—¿Qué me das si la hilo yo por ti? —preguntó el hombrecillo.

—Mi collar —dijo la doncella.

Tomó el enano el collar y, sentándose a la rueca, en tres pasadas llenó la canilla. Puso luego otra, otras tres pasadas, y quedó llena la segunda; y así, sin parar hasta la mañana, en que toda la paja quedó hilada y todas las canillas llenas de oro.

Al amanecer presentóse el Rey, y al ver toda aquella riqueza sintió una gran alegría. Pero su codicia le pedía más aún. Mandó conducir a la hija del molinero a otra habitación mucho mayor que la primera y también llena de paja, y la conminó a hilarla toda durante la noche si estimaba en algo su vida.

La muchacha, viéndose otra vez perdida, prorrumpió de nuevo a llorar. Presentóse el enanillo y le preguntó:

—¿Qué me das si te convierto la paja en oro?

—La sortija que llevo en el dedo —respondió la doncella.

El enano aceptó la sortija, volvió a ponerse a la rueca y, al llegar la madrugada, toda la paja estaba transformada en reluciente oro.

Alegróse mucho el Rey al verlo; pero, dominado por la avaricia, llevó a la muchacha a otra habitación, mucho mayor todavía, y también llena de paja:

—Esta noche vas a hilarme todo esto, y si lo consigues me casaré contigo.

Pensaba el Rey: «Aunque sea la hija de un molinero, en todo el mundo no encontraré una mujer con mejor dote».

Al quedar sola la muchacha, presentóse el enanito por tercera vez y le dijo:

—¿Qué me das si también esta noche te hilo la paja?

—Ya no me queda nada que pueda darte —respondió la muchacha.

—Entonces prométeme que, una vez seas reina, me darás tu primer hijo.

«¡Quién sabe cómo han de ir las cosas!», pensó la molinerita; y, ante el apuro en que se hallaba, prometió lo que se le pedía, a cambio de lo cual el hombrecillo le transformó la paja en oro por tercera vez.

Y cuando, por la mañana, entró el Rey y lo encontró todo conforme a sus deseos, casóse con la hermosa hija del molinero, la cual pasó a ser la reina del país.

Al cabo de un año dio a luz un hermoso niño. La Reina se había olvidado ya del enano, pero éste se presentó de improviso en su alcoba y le dijo:

—Dame ahora lo que me prometiste.

La Reina se horrorizó y ofreció al enanito todas las riquezas del reino en compensación del niño; pero el hombrecillo replicó:

—No, un ser viviente vale para mí más que todos los tesoros del mundo.

La madre se deshizo en tantas lágrimas y lamentaciones que, al fin, el hombrecillo se compadeció de ella.

—Te dejaré tres días de plazo —dijo—. Si para entonces has averiguado mi nombre, te dejaré a tu hijo.

La Reina se pasó la noche entera tratando de recordar todos los nombres que había oído en su vida, y envió a un mensajero con orden de informarse por doquier de todos los existentes.

Al comparecer el hombrecillo al día siguiente, empezó ella a recitar todos los nombres que sabía, desde Melchor, Gaspar y Baltasar; pero a cada uno respondía el enano:

—No me llamo así.

Durante el segundo día mandó investigar los nombres de todos los habitantes de la vecindad, y luego enumeró al enanito los más peregrinos y raros:

—¿No te llamarás, acaso, Costilludo, o Pata de carnero, o Pantorrillera?

Pero el hombrecillo respondía invariablemente:

—No me llamo así.

Al tercer día dijo el emisario a su regreso:

—Me ha sido imposible dar con un solo nombre nuevo, pero cuando llegué a la orilla de un bosque en una alta montaña, allí donde la zorra y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita, y delante de ella ardía un fuego, y en torno al fuego estaba saltando un ridículo enanillo sobre una piedra, y cantaba:

«Hoy hago pan, mañana cerveza,

y pasado me traigo al hijo del amo.

¡Qué bien! ¡Nadie tiene en la cabeza

que Rumpelstilzchen soy y que así me llamo!»

Podéis imaginar lo contenta que se puso la Reina al escuchar aquel nombre. Y tan pronto como compareció al enano y le preguntó:

—Bien, Señora Reina, ¿cómo me llamo?

Empezó ella diciendo:

—¿Te llamas por casualidad Conrado?

—¡No!

—¿O Enrique?

—¡No!

—¿No será, acaso, Rumpelstilzchen?

—¡Es el diablo quien te lo ha dicho! ¡Es el diablo quien te lo ha dicho! —exclamó el enanillo y, encolerizado, dio con el pie derecho una patada tan fuerte en el suelo, que se hundió en él hasta la cintura.

Luego cogió el pie izquierdo con ambas manos y tiró de él hasta que se rajó en dos de arriba abajo.

El rey de los ladrones

U
N anciano estaba sentado a la puerta de su pobre casa en compañía de su mujer, descansando tras su jornada de trabajo. De pronto llegó, como de paso, un magnífico coche tirado por cuatro caballos negros, del cual se apeó un caballero ricamente vestido.

Levantóse el campesino y, dirigiéndose al señor, preguntóle en qué podía servirlo. El forastero estrechó la mano del viejo y dijo:

—Sólo quiero un plato de los vuestros, sencillo. Preparadme unas patatas, como las coméis vosotros; me sentaré a vuestra mesa y cenaré con buen apetito.

El campesino respondió sonriendo:

—Seguramente sois algún conde o príncipe, o tal vez un duque. Las personas de alcurnia tienen a veces caprichos extraños. Pero el vuestro será satisfecho.

Fue la mujer a la cocina y se puso a lavar y mondar patatas con la idea de guisar unas albóndigas al estilo del campo. Mientras ella preparaba la cena, dijo el campesino al viajero:

—Entretanto, venid conmigo al huerto, pues aún tengo algo que hacer en él.

Había excavado agujeros para plantar árboles.

—¿No tenéis hijos que os ayuden en vuestra labor? —preguntó el forastero.

—No —respondió el campesino—. Uno tuve, pero se marchó a correr mundo hace ya mucho tiempo. Era un chico descastado; listo y astuto, eso sí, pero se empeñaba en no aprender nada y no hacía sino diabluras. Al fin huyó de casa, y nunca más he sabido de él.

El viejo cogió un arbolillo, lo introdujo en uno de los agujeros y, a su lado, colocó un palo recto. Luego llenó el foso con tierra y, cuando la hubo apisonado muy bien, ató el árbol al palo por arriba, por abajo y por el medio, con cuerdas de paja.

—Decidme —prosiguió el caballero—, ¿por qué no atáis aquel árbol torcido y nudoso del rincón, aquel que se curva casi hasta el suelo, a un palo recto como hacéis con éste para que suba derecho?

Sonrió el campesino y dijo:

—Señor, habláis según entendéis las cosas. Bien se ve que nunca os habéis ocupado en jardinería. Aquel árbol es viejo y deforme; ya es imposible enderezarlo. Esto sólo puede hacerse cuando los árboles son jóvenes.

—Lo mismo que con vuestro hijo —replicó el viajero—. Si le hubieseis disciplinado de niño, no se habría escapado; ahora debe haberse vuelto duro y viciado.

—Sin duda —convino el labriego—. Han pasado muchos años desde que se marcbó; habrá cambiado mucho.

—¿No lo reconoceríais si lo tuvieseis delante? —preguntó el señor.

—Por la cara, difícilmente —replicó el campesino—; pero tiene una señal, un lunar en el hombro en forma de alubia.

Al oír esto, el forastero se quitó la casaca y, descubriéndose el hombro, mostró el lunar al viejo.

—¡Santo Dios! —exclamó éste—. ¡Pues es cierto que eres mi hijo! —y sintió revivir en su corazón el amor paterno—. Mas —prosiguió—, ¿cómo puedes ser mi hijo, si te veo convertido en un gran señor que nada en la riqueza? ¿Cómo has llegado a esta prosperidad?

—¡Ay, padre! —respondió el hijo—, no atasteis el arbolillo a un poste recto, y creció torcido; ahora es ya demasiado tarde para enderezarse. ¿Cómo he adquirido todo esto? Pues robando. Soy un ladrón. Pero no os asustéis. Me he convertido en maestro del arte. Para mí no hay cerraduras ni cerrojos que valgan; cuando me apetece una cosa, es como si ya la tuviese. No vayáis a creer que robo como un ladrón vulgar; quito a los ricos lo que les sobra, y nada han de temer los pobres; antes les doy lo que quito a los ricos. Además, no toco nada que pueda alcanzar sin fatiga, astucia y habilidad.

—¡Ay, hijo mío! —exclamó el padre—. De todos modos no me gusta lo que dices; un ladrón es un ladrón. Acabarás mal, acuérdate de quién te lo dice.

Lo presentó a su madre la cual, al saber que aquel era su hijo, prorrumpió a llorar de alegría; pero cuando le dijo que se había convertido en ladrón, sus lágrimas se trocaron en dos torrentes que le inundaban el rostro. Dijo al fin:

—Aunque sea ladrón, es mi hijo después de todo, y mis ojos lo han visto otra vez.

Sentáronse todos a la mesa, y él volvió a cenar en compañía de sus padres aquellas cosas tan poco apetitosas que no probara en tanto tiempo.

Dijo entonces el padre:

—Si nuestro señor, el conde que vive en el castillo, se entera de quién eres y lo que haces, no te cogerá en brazos para mecerte como hizo cuando te sostuvo en las fuentes bautismales, sino que mandará colgarte en la horca.

—No os inquietéis padre, no me hará nada, pues entiendo mi oficio. Esta misma tarde iré a visitarlo.

Y al anochecer, el maestro ladrón subió a su coche y se dirigió al castillo. El conde lo recibió cortésmente, pues lo tomó por un personaje distinguido. Pero cuando el forastero se dio a conocer, palideció y estuvo unos momentos silencioso.

Al fin, dijo:

—Eres mi ahijado; por eso usaré contigo de misericordia y no de justicia, y te trataré con indulgencia. Ya que te jactas de ser un maestro en el robo, someteré tu habilidad a prueba; pero si fracasas, celebrarás tus bodas con la hija del cordelero, y tendrás por música el graznido de los cuervos.

—Señor conde —respondió el maestro—, pensad tres empresas tan difíciles como queráis, y si no las resuelvo satisfactoriamente, haced de mí lo que os plazca.

El conde estuvo reflexionando unos momentos y luego dijo:

—Pues bien: en primer lugar, me robarás de la cuadra mi caballo preferido; en segundo lugar, habrás de quitarnos, a mí y a mi esposa, cuando estemos durmiendo, la sábana de debajo del cuerpo sin que lo notemos y, además, le quitarás a mi esposa el anillo de boda del dedo. Finalmente, habrás de llevarte de la iglesia al cura y al sacristán. Y advierte que te va en ello el pellejo.

Dirigióse el maestro a la próxima ciudad; compró los vestidos de una vieja campesina y se los puso. Tiñóse luego la cara de un color terroso y se pintó las correspondientes arrugas, con tanta destreza que nadie lo habría reconocido. Finalmente, llenó un barrilito de añejo vino húngaro, en el que había mezclado un soporífero. Puso el barrilito en una canasta, que se cargó a la espalda, y con paso vacilante y mesurado, regresó al castillo del conde.

Había ya cerrado la noche cuando llegó. Sentóse sobre una piedra, púsose a toser como una vieja bronquítica y a frotarse las manos como si tuviese mucho frío.

Ante la puerta de la cuadra unos soldados estaban sentados en torno al fuego, y uno de ellos, dándose cuenta de la vieja, la llamó:

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