Todos los cuentos de los hermanos Grimm (96 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Una noche, estando acostada y tan rendida que apenas podía menearse, los pensamientos no la dejaban conciliar el sueño. Despertó a su marido de un codazo en las costillas, y le dijo:

—Escucha, Lorenzo. ¿Sabes qué he pensado? Pues que si me encontrase un escudo y alguien me regalase otro, pediría prestado un tercero y tú me darías uno; y así, con los cuatro, compraría una vaca joven.

No le pareció mal la idea al hombre.

—Claro que —observó— no sé de dónde voy a sacar yo el escudo que tú quieres que te dé. De todos modos, si tuvieras el dinero y te bastase para comprar una vaca, obrarías santamente poniendo en práctica tu ocurrencia. Me encanta pensar —añadió— que la vaca pudiera tener una ternerita; al menos podría, de cuando en cuando, tomarme un vasito de leche.

—La leche no sería para ti —replicó la mujer—, pues la ternera habría de mamar para que engordara y pudiésemos venderla bien.

—Cierto —asintió el marido—; mas un poquitín de leche, bien podría tomármela; ningún mal habría en ello.

—¿Y qué sabes tú de vacas? —replicó la mujer—. Haya o no mal en ello, no lo quiero, y por mucho que te emperres no probarás una gota de leche. ¡Grandullón, nunca estás harto! ¿Crees que voy a dejar que te tragues lo que tanto sacrificio me ha costado?

—Mujer —contestó Lorenzo—, cállate o te arreo una bofetada.

—¡Cómo! —exclamó ella—; ¡te atreves a amenazarme, glotón, pícaro, gandul!

Y trató de agarrarlo de los pelos; pero el larguirucho esposo se incorporó y, sujetando con una mano los desmirriados brazos de Elisa, con la otra le apretó la cabeza contra la almohada y la mantuvo así hasta que la mujer se cansó de echar pestes y se quedó dormida.

Lo que ignoro es si, al despertarse al día siguiente, continuó buscándole camorra o si se marchó en busca de los escudos que necesitaba.

La casa del bosque

U
N pobre leñador vivía, con su mujer y tres hijas, en una cabaña situada al borde de un solitario bosque.

Una mañana, al salir para su trabajo, dijo a su esposa:

—Haz que la chica mayor me lleve la comida al bosque, pues no tendría tiempo de acabar. Y para que no se pierda —añadió—, me llevaré una bolsa de mijo y lo esparciré en el camino.

Cuando el sol estuvo muy alto, la muchacha se fue en busca de su padre con un puchero de sopas. Pero los gorriones, alondras, pinzones, mirlos y verderones se habían comido el grano hacía ya muchas horas, y la joven no encontró el camino.

Estuvo andando a la ventura, hasta que se puso el sol y llegó la noche. En la oscuridad, los árboles rumoreaban, y silbaban los mochuelos, por lo cual la chica empezó a sentir miedo.

Al fin, descubrió a lo lejos una luz que brillaba entre los árboles; «Seguramente vivirá alguien allí —pensó—; me dejarán pasar la noche con ellos», y se encaminó hacia la luz.

No tardó en llegar a una casa cuyas ventanas aparecían iluminadas. Llamó, y una voz ruda dijo desde dentro:

—¡Adelante!

Entró la muchacha en el oscuro vestíbulo, y dio unos golpecitos a la puerta.

—¡Adelante! —repitió la voz.

Y al abrir ella encontróse ante un hombre viejo y canoso sentado a una mesa; tenía el rostro apoyado en ambas manos, y la blanca barba le llegaba casi al suelo. Junto al hogar había tres animales: un pollito, un gallito y una vaca manchada.

La muchacha explicó al viejo su percance y le pidió que la permitiese pasar la noche en la casa.

Dijo entonces el hombre:

«Polluelo bonito,

mi caro gallito,

y tú, buena vaca manchada,

¿qué decís a la niña extraviada?»

—¡Duks! —respondieron los animales, lo cual sin duda querría decir: «¡Nos place!», pues el viejo prosiguió—. Aquí hay de todo en abundancia; ve al hogar y prepara la cena.

La muchacha encontró de todo en la cocina y guisó una cena apetitosa, pero sin pensar en los animales. Trajo la fuente a la mesa y, sentándose con el anciano, comió hasta quedar satisfecha.

Cuando hubo terminado, dijo:

—Ahora estoy cansada. ¿Dónde hay una cama en que pueda acostarme y dormir?

Los animales respondieron:

«Con él has comido,

con él has bebido;

de nosotros, nada quisiste saber.

Donde pasas la noche, presto vas a ver.»

Y dijo el viejo:

—Sube por esta escalera y encontrarás una habitación con dos camas; sacúdelas y ponles ropa limpia; yo iré pronto a dormir.

Subió la muchacha, y cuando tuvo hechas las camas acostóse en una de ellas, sin aguardar al viejo.

Al cabo de un rato entró éste y, contemplando a la muchacha a la luz de la lámpara, meneó la cabeza. Al ver que estaba profundamente dormida, abrió un escotillón y la dejó caer a la bodega.

El leñador regresó a su casa al anochecer y riñó a su esposa por haberle hecho pasar hambre todo el día.

—No tengo yo la culpa —justificóse la mujer—, pues mandé a la chica con la comida; debe de haberse extraviado y no volverá hasta mañana.

Al alba se levantó el leñador para marcharse de nuevo, y encargó que su hija segunda le llevase la comida.

—Tomaré una bolsa con lentejas —dijo—; los granos son mayores que los de mijo; la chica los verá mejor y no errará el camino.

A mediodía salió la hija segunda con el puchero. Pero las lentejas ya no estaban; como la víspera, los pájaros del bosque se las habían comido sin dejar ni una.

La muchacha anduvo vagando por la selva hasta la noche, llegó a su vez a la casa del viejo e, invitada a entrar, pidió cena y refugio.

El hombre de la barba blanca volvió a preguntar a los animales:

«Polluelo bonito,

mi caro gallito,

y tú, buena vaca manchada,

¿qué decís a la niña extraviada?»

Los animales respondieron también: «¡Duks!». Y se repitió la escena de la noche anterior. La chica preparó una buena cena, comió y bebió con el abuelo; mas ni por un momento se le ocurrió pensar en los animales. Y cuando preguntó por la cama, contestaron éstos:

«Con él has comido,

con él has bebido;

de nosotros, nada quisiste saber.

Donde pasas la noche, presto vas a ver.»

Una vez estuvo dormida entró el viejo, miróla moviendo la cabeza, y la precipitó a la bodega.

Al tercer día dijo el leñador a su esposa:

—Envíame hoy a la pequeña con la comida; siempre se ha mostrado buena y obediente, y no se apartará del camino como sus hermanas, esos abejorros que sólo van a lo suyo.

La madre se resistía:

—¿He de perder también a mi hija predilecta? —dijo.

—No temas nada —replicóle él—. La niña no se extraviará, pues es lista y juiciosa; además, yo esparciré guisantes que son mayores que las lentejas y le mostrarán el camino.

Pero cuando la muchachita llegó al bosque con su cesta, las palomas torcaces tenían los guisantes en el buche, por lo que ella no supo adónde dirigirse. Preocupada en extremo, pensaba constantemente en que su pobre padre sufría hambre y que su madre estaría inquieta si ella no regresaba pronto.

Al fin, cuando ya oscureció, viendo la lucecita encaminóse a la casa del bosque. Muy modosita, pidió que la albergasen por aquella noche, y el hombre de la blanca barba volvió a preguntar a los animales:

«Polluelo bonito,

mi caro gallito,

y tú, buena vaca manchada,

¿qué decís a la niña extraviada?»

—¡Duks! —contestaron.

Acercóse entonces la muchachita al hogar donde yacían los animales, y acarició al pollito y al gallito alisándoles las plumas, y a la vaca rascándole entre los cuernos, y cuando siguiendo las indicaciones del abuelo hubo preparado una buena sopa y traído la fuente a la mesa, dijo:

—¿Voy a comer yo, dejando que no tengan nada estos pobres animales? Ahí fuera hay de todo en gran abundancia; empezaré por ellos.

Salió a buscar cebada y la echó a los pollos, y para la vaca trajo un buen montón de heno oloroso.

—Vaya, comed y hartaos, buenos animales —díjoles—; y si tenéis sed, os daré también un buen trago.

Y les trajo un cubo de agua. El polluelo y el gallito se subieron al borde y, metiendo el pico en el líquido, levantaron luego la cabeza, bebiendo como lo hacen las aves; la vaca, por su parte, vació medio cubo.

Una vez los animales estuvieron servidos, la niña se sentó a la mesa en compañía del viejo y cenó con lo que él había dejado.

Al cabo de un rato, el polluelo y el gallito empezaron a meter la cabeza bajo las plumas, y la vaca, a parpadear.

Dijo entonces la muchachita:

—¿No sería hora de irnos a dormir?

«Polluelo bonito,

mi caro gallito,

y tú, buena vaca manchada,

¿qué decís a la niña extraviada?»

Y los animales contestaron: «¡Duks!

Con nosotros comiste,

con nosotros bebiste,

de nosotros te acordaste, cariñosa.

Ve a dormir, y en buena paz reposa.»

Subió la niña las escaleras, sacudió las almohadas de pluma y puso ropa limpia en las camas. Luego fue el viejo a acostarse, y la blanca barba le llegaba a los pies. La muchachita se metió en la otra cama, rezó sus oraciones y se quedó dormida.

Durmió tranquilamente hasta medianoche, hora en que se produjo en la casa un extraño rumor que la despertó. Oíanse en las esquinas raros crujidos y chirridos, y la puerta se abrió bruscamente dando contra la pared; crepitaban las vigas, como si las arrancasen de quicio; pareció como si se derrumbase la escalera y, finalmente, se oyó un estruendo, como si el tejado se viniese abajo.

Como luego volvió a aquietarse todo sin que la chiquilla sufriese daño alguno, tranquilizóse y volvió a dormirse. Pero cuando se despertó a la mañana siguiente, ya bajo un sol espléndido, ¿qué diréis que vieron sus ojos?

Hallábase en un espacioso salón, y en derredor todo brillaba con extraordinaria magnificencia; de las paredes salían, hacia lo alto, doradas flores sobre un fondo de seda verde; la cama era de marfil, y el dosel, de terciopelo rojo; y en una silla colocada al lado había unas chinelas bordadas con perlas. La muchachita creía estar soñando, pero en esto entraron tres criados, en ricas libreas, y le pidieron sus órdenes.

—Podéis iros —respondióles ella—; yo me levantaré en seguida a preparar una sopa para el viejo y dar de comer al polluelo, al gallito y a la buena vaca manchada.

Pensaba que el viejo se había levantado ya; mas al dirigir los ojos a su cama la vio ocupada por un desconocido. Fijóse mejor y se dio cuenta de que era un hombre joven y hermoso, el cual se despertó y dijo:

—Soy un príncipe, a quien una malvada bruja encantó condenándome a vivir en el bosque bajo la figura de un viejo de barba blanca, sin que nadie pudiese estar a mi lado, aparte de mis tres criados convertidos, a su vez, en un polluelo, un gallito y una vaca de piel manchada. Y el encantamiento no había de cesar hasta que llegase a nuestra casa una muchacha de corazón tan bondadoso, que se mostrase caritativa no sólo con los hombres, sino también con los animales. Y ésa fuiste tú, por lo que a medianoche quedamos todos redimidos, y la casa del bosque se transformó de nuevo en mi antiguo palacio real.

Cuando se hubieron levantado, mandó el príncipe a sus tres criados que fuesen en busca de los padres de la muchacha y los acompañasen al castillo como invitados de boda.

—Pero, ¿dónde están mis dos hermanas? —preguntó la muchacha.

—Las encerré en la bodega, y mañana serán conducidas al bosque, donde servirán en casa de un carbonero hasta que se hayan enmendado y no hagan pasar hambre a los pobres animales.

Hay que compartir las penas y las alegrías

E
RASE una vez un sastre gruñón y pendenciero. Por buena, trabajadora y piadosa que fuese su mujer, nunca acertaba a hacer las cosas a gusto de su marido. Siempre estaba él descontento, refunfuñando, riñéndole, zarandeándola y pegándole.

Al fin, su conducta llegó a conocimiento de la autoridad, la cual lo hizo detener y encerrar en la cárcel para que se enmendase. Después de pasar una temporada a pan y agua, fue puesto en libertad, bajo promesa de que no volvería a maltratar a su mujer, sino que viviría en buena paz y armonía, compartiendo con ella las penas y las alegrías, como es de ley entre los casados.

Durante un tiempo marcharon bien las cosas; pero luego volvió a sus maneras antiguas, mostrándose otra vez pendenciero y gruñón; y como no podía pegarle, trataba de agarrarla por los cabellos y zarandearla.

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