Todos los cuentos de los hermanos Grimm (98 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todo el mundo se declaró conforme con la proposición e incendiaron el pajar por los cuatro costados, y junto con él quedó el pobre búho reducido a cenizas. Y el que no quiera creerlo, que vaya a preguntarlo.

La luna

E
N tiempos muy lejanos hubo un país en que por la noche estaba siempre oscuro y el cielo se extendía como una sábana negra, pues jamás salía la luna ni brillaban estrellas en el firmamento.

De aquel país salieron un día cuatro mozos a correr mundo y llegaron a unas tierras en que, al anochecer, en cuanto el sol se ocultaba detrás de las montañas, aparecía sobre un roble una esfera luminosa que esparcía a gran distancia una luz clara y suave; aun cuando no era brillante como la del sol, permitía ver y distinguir muy bien los objetos.

Los forasteros se detuvieron a contemplarla y preguntaron a un campesino, que acertaba a pasar por allí en su carro, qué clase de luz era aquella.

—Es la luna —respondió el hombre—. Nuestro alcalde la compró por tres escudos y la sujetó en la copa del roble. Hay que ponerle aceite todos los días y mantenerla limpia para que arda claramente. Para ello le pagamos un escudo a la semana.

Cuando el campesino se hubo marchado, dijo uno de los mozos:

—Esta lámpara nos prestaría un gran servicio; en nuestra tierra tenemos un roble tan alto como éste; podríamos colgarla de él. ¡Qué ventaja no tener que andar a tientas por la noche!

—¿Sabéis qué? —dijo el segundo—. Iremos a buscar un carro y un caballo y nos llevaremos la luna. Aquí podrán comprar otra.

—Yo sé subirme a los árboles —intervino el tercero—. Subiré a descolgarla.

El cuarto fue a buscar el carro y el caballo, y el tercero trepó a la copa del roble, abrió un agujero en la luna, pasó una cuerda a su través y la bajó.

Cuando ya tuvieron en el carro la brillante bola, la cubrieron con una manta para que nadie se diese cuenta del robo, y de este modo la transportaron sin contratiempo a su tierra donde la colgaron de un alto roble.

Viejos y jóvenes sintieron gran contento cuando vieron la nueva luminaria esparcir su luz por los campos y llenar sus habitaciones y aposentos. Los enanos salieron de sus cuevas, y los duendecillos, en su rojas chaquetitas, bailaron en corro por los prados.

Los cuatro se encargaron de poner aceite en la luna y de mantener limpio el pabilo, y por ello les pagaban un escudo semanal.

Pero envejecieron, y cuando uno de ellos enfermó y previó la proximidad de la muerte, dispuso que depositasen en su tumba, al enterrarlo, la cuarta parte de la luna de la que era propietario.

Cuando hubo muerto, subió el alcalde al roble y, con las tijeras de jardinero, cortó un cuadrante que fue colocado en el féretro. La luz del astro quedó debilitada, aunque poco.

Pero a la muerte del segundo hubo de cortar otro cuarto, con la consiguiente mengua de la luz. Más tenue quedó aún después del fallecimiento del tercero, que se llevó también su parte; y cuando llegó la última hora del cuarto, las tinieblas volvieron a reinar en el país. La gente que salía por la noche sin linterna, se daba de cabezadas, y todo eran choques y trompazos.

Pero al unirse, en el mundo subterráneo, los cuatro cuadrantes de la luna e iluminar el reino de las eternas tinieblas, los muertos comenzaron a agitarse y a despertar del último sueño. Extrañáronse al sentir que veían de nuevo; la luz de la luna les bastaba, pues sus ojos se habían debilitado tanto que no habrían podido resistir el resplandor del sol.

Levantáronse de sus tumbas y, alegres, reanudaron su antiguo modo de vida: los unos se fueron al juego o al baile; los otros corrieron a las tabernas donde se emborracharon, alborotaron y riñeron, acabando por sacar las estacas y zurrarse de lo lindo mutuamente. El ruido era cada vez más estruendoso, y acabó dejándose oír en el cielo.

San Pedro, celador de la puerta del Paraíso, creyó que el mundo de abajo se había sublevado y corrió a concentrar a las celestiales huestes para rechazar al enemigo, caso de que el demonio, al frente de los suyos, intentara invadir la mansión de los justos.

Pero viendo que no llegaban, montó en su caballo y se dirigió al mundo subterráneo. Allí aquietó a los muertos y los hizo volver a sus sepulturas; luego se llevó la luna y la colgó en lo alto del firmamento.

La duración de la vida

C
UANDO Dios Nuestro Señor, después de crear el mundo, se disponía a asignar a cada una de sus criaturas el tiempo de duración de su vida, acercósele el asno y le dijo:

—Señor, ¿cuántos años viviré?

—Treinta —respondióle el Creador—. ¿Te parece bien?

—¡Ah, Señor! —respondió el asno—, son muchos años. Considerad mi penoso destino: desde la mañana hasta la noche transportando pesadas cargas, llevando sacos de grano al molino para que otros coman pan, mientras a mí se me azuza y reanima a latigazos y puntapiés. ¡Acortadme un poco la vida!

Compadecióse Nuestro Señor y le redujo la cifra a doce años. El asno se retiró consolado, y presentóse el perro.

—¿Cuánto tiempo quieres vivir? —preguntóle el Creador—. Al asno pareciéronle demasiados treinta años, pero a ti te parecerán bastantes.

—Señor —contestó el perro—. ¿Lo queréis así? Pensad en lo que deberé correr; mis pies no resistirán tanto tiempo; y una vez haya perdido la voz para ladrar y los dientes para morder, ¿qué otro recurso me quedará sino el ir de un rincón a otro y pasarme el tiempo gruñendo?

Nuestro Señor comprendió que tenía razón, y le restó doce años.

A continuación llegó el mono.

—A ti seguramente te satisfarán treinta años, ¿verdad? —díjole el Señor—. Tú no necesitas trabajar como el asno y el perro, y siempre estás de buen humor.

—¡Ay, Señor! —exclamó el mono—. Lo parece, pero la realidad es muy distinta. Cuando llueven papas de mijo, yo no tengo cuchara. Estoy condenado a gastar bromas y a hacer muecas para que la gente ría, y cuando me dan una manzana y la muerdo, resulta que está verde. ¡Cuán a menudo se oculta la tristeza tras el regocijo! No resistiré treinta años.

Dios, piadoso, le asignó sólo diez.

Finalmente, se presentó el hombre, contento, sano, fresco, y pidió a Dios que fijase su tiempo de vida.

—Vivirás treinta años —díjole el Señor—. ¿Tienes bastante?

—Muy poco es —observó el hombre—. Cuando haya construido mi casa y el fuego arda en mi hogar propio; cuando haya plantado árboles y empiecen a florecer y dar fruto; cuando empiece a gozar de la vida, entonces habré de morir. ¡Oh, Señor, concédeme más tiempo!

—Te añadiré los dieciocho años del asno —dijo Dios.

—No basta —contestó el hombre.

—Pues tendrás también los doce del perro.

—Todavía es poco —insistió el hombre.

—Mira, te concedo aún los doce del mono, pero no más.

Y el hombre se marchó, aunque no satisfecho.

He aquí por qué la vida del hombre dura setenta años. Los treinta primeros son los suyos propios, y pasan rápidamente; está sano, alegre, trabaja con ardor y disfruta de la vida. Siguen luego los dieciocho del asno, en que debe llevar una carga sobre otra; tiene que transportar lo que se comerá otro y recibir golpes y puntapiés en premio de sus leales servicios. Llegan después los doce años del perro; ahí lo tenéis por los rincones, gruñendo y sin dientes para mascar. Y cuando este período termina, cierran su vida los diez años del mono; se le ablandan los cascos, se vuelve extravagante, hace toda clase de tonterías y es el hazmerreír de los chiquillos.

Los mensajeros de la muerte

U
NA vez —hace de ello muchísimo tiempo— pasaba un gigante por la carretera real cuando, de repente, se le presentó un hombre desconocido y le gritó:

—¡Alto! ¡Ni un paso más!

—¡Cómo! —exclamó el gigante—. ¿Un renacuajo como tú, al que puedo aplastar con dos dedos, pretende cerrarme el paso? ¿Quién eres, pues, que osas hablarme con tanto atrevimiento?

—Soy la Muerte —replicó el otro—. A mí nadie se me resiste, y también tú has de obedecer mis órdenes.

Sin embargo, el gigante se resistió y se entabló una lucha a brazo partido entre él y la Muerte. Fue una pelea larga y enconada; pero, al fin, venció el gigante que, de un puñetazo, derribó a su adversario, el cual fue a desplomarse junto a una roca.

Prosiguió el gigante su camino, dejando a la Muerte vencida y tan extenuada que no pudo levantarse. «¿Qué va a ocurrir —díjose— si he de quedarme tendida en este rincón? Ya nadie morirá en el mundo, y va a llenarse tanto de gente que no habrá lugar para todos».

En esto acertó a pasar un joven fresco y sano cantando una alegre canción y paseando la mirada en derredor. Al ver a aquel hombre tumbado, casi sin sentido, se le acercó compasivo, lo incorporó, le dio a beber de su bota un trago reconfortante y aguardó a que se repusiera.

—¿Sabes quién soy y a quién has ayudado? —preguntó el desconocido levantándose.

—No —respondió el joven—, no te conozco.

—Pues soy la Muerte —dijo el otro—. No perdono a nadie. Y tampoco contigo podré hacer excepción. Mas para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.

—Bien —respondió el joven—. Siempre es una ventaja saber cuándo has de venir; al menos viviré seguro hasta entonces.

Y se marchó, contento y satisfecho, viviendo en adelante con despreocupación.

Sin embargo, la juventud y la salud no duraron mucho tiempo; pronto acudieron las enfermedades y los dolores, amargándole los días y robándole el sueño por las noches. «No voy a morir —decíase—, pues la Muerte me debe enviar a sus emisarios; sólo quisiera que pasasen estos malos días de enfermedad».

En cuanto se sintió restablecido volvió a su existencia ligera; hasta que cierto día alguien le dio un golpecito en el hombro y, al volverse él, vio a la Muerte a su espalda que le decía:

—Sígueme, ha sonado la hora en que tienes que despedirte del mundo.

—¿Cómo? —protestó el hombre—. ¿Vas a faltar a tu palabra? ¿No me prometiste que me enviarías a tus emisarios antes de venir tú a buscarme? No he visto a ninguno.

—¿Qué dices? —replicó la Muerte—. ¿No te los he estado enviando uno tras otro? ¿No vino la fiebre que te atacó, te molió y te postró en una cama? ¿No te turbaron la cabeza los vahídos? ¿No te atormentó la gota en todos tus miembros? ¿No te zumbaron los oídos? ¿No sentiste en las mandíbulas las punzadas del dolor de muelas? ¿No se te oscureció la vista? Y, además, y por encima de todo esto, ¿acaso mi hermano el Sueño no te ha hecho pensar en mí noche tras noche? Cuando dormías, ¿no era como si estuvieses muerto?

El hombre no supo qué replicar y, resignándose a su destino, se fue con la Muerte.

Cascarrabias

M
AESE Lezna era un hombre bajito, delgaducho y movido, que no podía estar un momento quieto. Su cara, de nariz arremangada, era pecosa y lívida; su cabello, gris e hirsuto, y sus ojos, pequeños pero en continuo movimiento.

Nada le pasaba por alto, a todo le encontraba peros, sabía hacer las cosas mejor que nadie y siempre tenía razón. Cuando iba por la calle, accionaba con ambos brazos cual si fuesen remos, y una vez dio una manotada al cubo de agua que llevaba una muchacha, con tanta fuerza que él mismo recibió una ducha.

—¡Pedazo de borrica! —gritóle mientras se sacudía el agua—. ¿No viste que venía detrás de ti?

Era zapatero de oficio, y cuando trabajaba estiraba el hilo con tal violencia que daba con el puño en las costillas de los transeúntes que no se mantenían a prudente distancia. Ningún oficial duraba más de un mes en su casa, pues siempre tenía algo que objetar, por perfecto y pulido que fuera el trabajo. Ora las puntadas no eran iguales; ora un zapato era más largo o un tacón más alto que el otro; ora el cuero estaba poco batido…

—Espera —solía decir a los aprendices—, ¡ya te enseñaré yo cómo se ablanda la piel!

Y, cogiendo unas correas, les descargaba unos azotes en la espalda.

A todos llamaba gandules, a pesar de que él bien poco trabajaba, pues no era capaz de permanecer sentado y quieto ni un cuarto de hora.

Si su mujer se había levantado de madrugada y encendido fuego, saltaba él de la cama y corría descalzo a la cocina.

—¿Quieres pegar fuego a la casa? —gritaba—. ¿Es que vas a asar un toro entero? ¿O crees que me regalan la leña?

Si, en el lavadero, las muchachas se ponían a reír y a contarse chismes, allá se presentaba él riñendo y chillando:

—Ahí están esas gansas graznando en vez de trabajar. ¿Y qué hace ese jabón en el agua? Un despilfarro escandaloso y, encima, haraganería. No quieren estropearse las manos y no frotan la ropa.

Y, en su indignación, tropezaba contra un barreño lleno de lejía e inundaba toda la cocina.

Si construían una nueva casa, corría a la ventana a mirarlo:

—Otra vez haciendo los muros de arenisca roja —exclamaba—. Una piedra que nunca acaba de secarse. Nadie que habite en esta casa estará sano jamás. Y luego, fijaos en lo mal que colocan las piedras los albañiles. El mortero no vale nada; gravilla debéis poner y no arena. Aún viviré para ver cómo la casa se derrumba sobre la cabeza de sus habitantes.

Sentábase y daba unas puntadas. Pero un momento después volvía a levantarse de un brinco y exclamaba desabrochándose el mandil de cuero:

—¡Tengo que ir a hablar en serio a esa gente! —y la emprendía con los carpinteros—. ¿Qué es eso? —gritábales—. Y la plomada, ¿para qué sirve? ¿Pensáis que las vigas aguantarán? ¡Se os saldrá todo de quicio!

Y quitándole a un operario el hacha de la mano, quiso enseñarle a manejarla; pero al mismo tiempo vio acercarse un carro cargado de tierra. Soltó el hacha y corrió al campesino que lo guiaba.

—¿Estás loco? —le dijo—. ¿A quién se le ocurre enganchar caballos jóvenes a un carro tan cargado? Las pobres bestias se os caerán muertas el momento menos pensado.

El campesino no le respondió y maese Lezna, colérico, volvióse a su taller.

Cuando se disponía a ponerse de nuevo al trabajo, el aprendiz le entregó un zapato.

—¿Qué es esto? —le gritó—. ¿No os dije que no cortaseis los zapatos tan anchos? ¿Quién va a comprar un zapato que no tiene más que la suela? ¡Exijo que mis órdenes se cumplan al pie de la letra!

—Maestro —respondió el aprendiz—. Sin duda tenéis razón al decir que el zapato no está bien, pero es el mismo que vos cortasteis y empezasteis a coser. Os marchasteis tan aprisa que se os cayó de la mesa, y yo no hice sino recogerlo. ¡Pero a vos no os contentaría ni un ángel que bajase del cielo!

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