Todos los cuentos de los hermanos Grimm (33 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—¿Veis, señor hostelero? Ya tenemos pan y carne; ahora es cuestión de procurarse las legumbres que han de acompañarla, tal como las sirven al Rey —y llamando al lobo, le dijo—. Querido lobo, ve a palacio y tráeme legumbres de las que come el Rey.

Y el lobo se encaminó en línea recta al palacio, pues él a nadie temía. Y al llegar a la habitación de la princesa, tiróle de la falda por detrás, obligándola a volverse.

Reconociólo ella por el collar, se lo llevó a su alcoba y le preguntó:

—¿Qué quieres, mi querido lobo?

Respondió el lobo:

—Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me manda a pedir de las legumbres que come el Rey.

Entonces la princesa mandó venir al cocinero, el cual tuvo que preparar un plato de legumbres de las que servía a la mesa real, y acompañar al lobo hasta la puerta de la hospedería, donde el animal cogió el plato y lo llevó a su amo.

—¿Veis, señor hostelero? —dijo el cazador—. Ya tengo pan, carne y verduras; pero quiero comer también dulces de los que el Rey come —y llamando al oso, díjole—. Querido osito tú, que te gusta el dulce, ve a buscarme pasteles de los que come el Rey.

El oso emprendió el trote camino de palacio, y todo el mundo le dejó vía libre; pero al llegar a la guardia quiso esta impedirle el paso, encarándole los fusiles. Irguióse el animal y las emprendió a mojicones, derribando a todos los soldados y, sin más preámbulos, no paró hasta llegar a la habitación de la princesa; se colocó a su espalda, dando un ligero gruñido.

Volvióse ella a mirar y, reconociendo al oso, lo condujo a su aposento privado y le dijo:

—Mi querido oso, ¿qué quieres?

Respondió el oso:

—Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir pasteles de los que come el Rey.

Entonces mandó la princesa que se presentase el pastelero, y le encargó que preparase dulces de los que el Rey comía y los llevase, acompañando al oso, hasta la puerta de la hospedería.

Una vez allí el animal, tras haberse comido las grageas confitadas que habían caído, incorporándose sobre sus patas traseras, cogió la bandeja y fue a entregarla a su amo.

—¿Veis, señor hostelero? —dijo el cazador—. Ya tengo pan, carne, verduras y dulces; pero ahora se me antoja también beber vino del que bebe el Rey —y, llamando al león, le dijo—. Querido león, a ti no te viene mal un trago; anda, ve a buscarme vino del que bebe el Rey.

Salió el león a la calle; toda la gente echó a correr asustada y, si bien la guardia trató de cerrarle el paso, bastóle con pegar unos rugidos, y el camino le quedó expedito, pues todos huyeron a la desbandada. El león se encaminó a las habitaciones reales y llamó a la puerta golpeando con el rabo.

Acudió a abrir la princesa, y casi se cayó del susto; pero al reconocer al león por el broche de oro de su collar, hízole entrar en su aposento y le dijo:

—Querido león, ¿qué quieres?

A lo que él respondió:

—Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir vino del que bebe el Rey.

La princesa mandó recado al bodeguero y le dio orden de que entregase al león vino del que se servía en la mesa real, y dijo el león:

—Iré contigo; quiero asegurarme de que el vino que me das es el mejor.

Bajó con el hombre a la bodega y, ya en ella, el bodeguero trató de darle vino corriente, del que bebía la servidumbre; pero la fiera lo detuvo.

—Aguarda; antes quiero probarlo —y sirviéndose media medida, se la echó al coleto—. No —dijo—, no es de éste.

El bodeguero le dirigió una mirada de reojo pero, apartándose, se dispuso a darle de otro barril, destinado al mariscal del reino.

Dijo el león:

—Aguarda; antes quiero probarlo —y, sirviéndose otra media medida, se la bebió—. Éste es mejor, pero aún no es el que quiero.

Enfadóse el bodeguero, exclamando:

—¡Qué demonios entiende de vino este animalucho!

Pero el león le propinó un coscorrón que lo hizo rodar por el suelo. Levantándose, sin volver a chistar llevó al enviado a una pequeña bodega privada, donde se guardaba el vino del Rey, del que nadie bebía sino éste.

Sirvióse el león otra media medida y, catándola, exclamó:

—Éste sí puede que sea del bueno.

Y mandó al bodeguero que le llenase seis botellas. Volvieron al piso alto; pero el león al salir al aire libre, caminaba un tanto vacilante, pues el vino se le había subido a la cabeza, por lo cual el bodeguero tuvo que llevarle las botellas hasta la puerta de la posada. Allí, el león cogió con la boca la cesta y llevóla a su amo.

—¿Veis, señor hostelero? Aquí tengo pan, carne, verduras, dulces y vino de los que toma el Rey, y ahora voy a darme un banquete con mis animales.

Y, tomando asiento, comió y bebió, dando de todo a la liebre, la zorra, el lobo, el oso y el león; y estaba de muy buen humor, pues bien veía que la princesa lo recordaba y quería.

Terminada la comida, dijo:

—Señor hostelero, he comido y bebido como el mismo Rey; ahora me iré a palacio y me casaré con la princesa.

Preguntóle el posadero:

—¿Cómo es posible, si ya está prometida y hoy mismo se celebra la boda?

El cazador, sacando el pañuelo que le diera la hija del Rey en el monte del dragón y en el que había guardado las siete lenguas del monstruo, replicóle:

—Esto que tengo en la mano me ayudará a realizar mi propósito.

Mirando el posadero el pañuelo, dijo:

—Todo puedo creerlo, pero esto no, y os apuesto mi casa y ni hacienda.

El cazador puso encima de la mesa una bolsa que contenía mil monedas de oro:

—Ahí va mi postura —respondió.

En la mesa, el Rey había preguntado a su hija:

—¿Qué querían todos esos animales que vinieron a palacio y se pasearon en él como Perico por su casa?

Respondióle la princesa:

—No puedo decíroslo; pero enviad a buscar al dueño de todos ellos; no os arrepentiréis.

El Rey mandó a un criado a la posada, con orden de invitar a palacio al forastero; llegó allí cuando el hostelero acababa de apostar con el cazador, el cual le dijo:

—¿Veis, señor hostelero? El Rey envía a un criado invitarme y, sin embargo, no quiero ir todavía —y, dirigiéndose al mensajero, le dijo—. Pide en mi nombre al Señor que me envíe ropas de príncipe, una carroza tirada por seis caballos y servidores de escolta.

Cuando el Rey oyó esta respuesta, dijo a su hija:

—¿Qué debo hacer?

Y ella respondió:

—Enviadle lo que os pide; no os arrepentiréis.

Y el Rey le mandó ropajes reales, una carroza de seis caballos y gentes de escolta. Al verlos llegar, el cazador dijo:

—¿Veis, señor hostelero? Ahora vienen a buscarme tal como pedí.

Y, vistiéndose los reales ropajes y cogiendo el pañuelo con las lenguas del dragón, dirigióse a palacio.

Cuando el Rey lo vio acercarse, preguntó a la princesa:

—¿Cómo debo recibirlo?

Y contestó ella:

—Salid a su encuentro, no os arrepentiréis.

Salió el Rey a recibirlo y lo acompañó arriba, seguido de sus animales; luego le ofreció un sitio entre él y su hija, mientras el mariscal, en su calidad de novio, se sentaba al otro lado sin reconocerlo.

Trajeron entonces las siete cabezas del dragón para exhibirlas, y el Rey dijo:

—Estas siete cabezas las cortó el mariscal al dragón; por eso le doy por esposa a mi hija.

Levantándose el cazador y abriendo las siete fauces, dijo:

—¿Dónde están las siete lenguas del dragón?

Asustóse el mariscal y palideció como la cera, sin saber contestar. Al fin dijo, angustiado:

—Los dragones no tienen lengua.

—Los mentirosos no deberían tenerla —replicó el cazador—; pero las del dragón son el trofeo del vencedor.

Y, desenvolviendo el pañuelo donde guardaba las siete lenguas, púsolas una por una en la boca a que correspondían y todas encajaban perfectamente.

Levantando entonces el pañuelo que tenía bordado el nombre de la hija del Rey, mostrólo a ésta preguntándole a quién se lo había dado. Ella respondió:

—Al que mató al dragón.

A continuación llamó el cazador a sus animales y, quitándoles a todos el collar, y al león, además, el broche de oro, preguntó a la princesa a quién pertenecían. Respondió ella:

—El collar y el broche de oro eran míos, y los distribuí entre los animales que ayudaron a vencer al dragón.

Dijo entonces el cazador:

—Mientras yo dormía, fatigado del combate, vino el mariscal y me cortó la cabeza. Llevóse luego a la princesa y pretendió haber sido él el matador del monstruo; y que ha mentido, lo pruebo con las lenguas, el pañuelo y el collar.

Y explicó cómo sus animales lo habían resucitado por medio de una raíz milagrosa, y cómo durante un año había caminado errante hasta volver, al fin, a la ciudad en la que, por las palabras del hostelero, se había informado de la falacia del mariscal.

Preguntó entonces el Rey a su hija:

—¿Es cierto que fue éste quien mató al dragón?

—Sí, es cierto —respondió la princesa—, y ahora ya puedo revelar el crimen del mariscal, pues ha salido a la luz sin mi intervención; porque él me había obligado a jurar que guardaría silencio. Pero por eso pedí que la boda no se celebrara hasta transcurridos un año y un día.

Mandó el Rey convocar a doce consejeros para que juzgasen al mariscal, y lo condenaron a ser descuartizado por cuatro bueyes. De este modo se hizo justicia con el malvado, y el Rey otorgó la mano de su hija al cazador, al cual nombró lugarteniente del reino.

Celebróse la boda con gran regocijo, y el joven rey envió a buscar a su padre verdadero y a su padre adoptivo, y los colmó de riquezas. No se olvidó tampoco del hostelero; lo llamó a su presencia y le dijo:

—Ya veis, señor posadero, cómo me he casado con la princesa. En consecuencia, dueño soy de vuestra casa y hacienda.

—Sí, es de justicia —respondió el hombre.

Pero el joven monarca lo tranquilizó:

—Más que justicia quiero haceros merced; quedaos con vuestra casa y vuestra hacienda y, por añadidura, os regalo las mil monedas de oro.

El joven príncipe y la joven princesa vivían, pues, contentos y felices el uno con el otro. El marido salía a menudo de caza, pues ésta era su gran afición, y siempre lo acompañaban sus fieles animales.

Pero he aquí que en aquellos alrededores había un bosque que, a lo que decían, estaba embrujado y no era fácil salir de él una vez se había entrado. Pero el joven príncipe se moría de ganas de ir a cazar en sus espesuras, y no dejó en paz a su suegro hasta que éste lo autorizó para hacerlo.

Dirigióse, pues, al bosque seguido de un numeroso séquito de caballeros y, al llegar a la linde, viendo una cierva blanca como la nieve, dijo a sus hombres:

—Aguardad aquí mi vuelta; voy a cazar aquella hermosa pieza.

Sus seguidores lo esperaron hasta el anochecer, pero él no regresó. Volvieron entonces a palacio y dijeron a la joven reina:

—Vuestro esposo se ha adentrado en el bosque en persecución de una cierva blanca, y no ha regresado.

Lo cual dejó a la princesa presa de gran inquietud.

El príncipe había estado persiguiendo la hermosa cierva, sin poder alcanzarla; cuando pensaba tenerla a tiro, inmediatamente se le aparecía a gran distancia hasta que, al fin, desapareció del todo.

Dándose entonces cuenta de lo mucho que se había internado en la selva, tocó el cuerno sin recibir respuesta, pues sus seguidores no podían oírlo. Y como cerró la noche, comprendiendo que no podría volver a palacio aquel día, desmontó y encendió una hoguera junto a un árbol, dispuesto a pernoctar en aquel sitio.

Estando sentado junto a la hoguera, con sus animales echados a su lado, parecióle oír una voz humana; miró a su alrededor, pero nada vio. Al poco rato oyó, como viniendo de lo alto del árbol, una especie de gemido; levantó la vista y descubrió en la copa una mujer vieja que repetía continuamente la misma queja.

—¡Uh, uh, uh, qué frío tengo!

Díjole él:

—Baja a calentarte, si tienes frío.

Pero ella replicó:

—No, porque tus animales me morderían.

—No te harán ningún daño, viejecita —dijo él, intentando tranquilizarla—; ¡baja!

Pero la mujer, que era una bruja, dijo:

—Te echaré una rama del árbol; pégales con ella en la espalda, y entonces no me causarán daño alguno.

Y arrojó una ramita, pero al golpearlos el príncipe con ella, todos quedaron inmóviles convertidos en piedras.

Viéndose la bruja a salvo de los animales, saltó al suelo, tocó a su vez al príncipe con una vara y lo transformó, asimismo, en piedra. Echándose entonces a reír, los arrastró a todos hasta un foso, donde había otras muchas piedras semejantes.

Al ver que el joven príncipe no regresaba, la inquietud y preocupación de la princesa eran cada día mayores.

Sucedió que, por aquellas mismas fechas, el otro hermano que al separarse emprendiera el camino de Levante, llegó a aquel mismo reino. Había pasado mucho tiempo buscando un empleo, sin poder encontrarlo, y había ido de acá para allá exhibiendo sus animales.

Un día se le ocurrió ir a ver el cuchillo que, en el momento e separarse, habían clavado en el tronco de un árbol, deseoso de conocer el destino de su hermano. Al llegar a él, la parte del cuchillo correspondiente a su hermano se hallaba mitad brillante y mitad oxidada. Asustóse, y pensó: «A mi hermano debe de haberle ocurrido alguna gran desgracia; pero tal vez me sea posible salvarle aún, ya que la mitad de la hoja sigue brillante».

Encaminóse con sus animales hacia Poniente y, al llegar a la puerta de la ciudad, se le presentó el jefe de la guardia y le preguntó si quería que lo anunciase a su esposa; la joven princesa llevaba varios días angustiadísima por su ausencia, temiendo que hubiese muerto en el bosque embrujado. Los soldados lo tomaron por el príncipe, tan grande era su parecido; además, venía acompañado de los mismos animales.

El cazador comprendió que lo confundían con su hermano y pensó: «Lo mejor será que los deje en el engaño; de este modo me será más fácil salvarlo». Y se hizo acompañar por la guardia a palacio, donde fue recibido con grandísima alegría. También la joven princesa lo tomó por su esposo y, al preguntarle el motivo de su tardanza, respondióle el cazador:

—Me extravié en el bosque, y hasta hoy no he podido salir de él.

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