Todos los cuentos de los hermanos Grimm (36 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed.

El listo mozo respondió:

—Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame.

Y el viejo quedó plantado y siguió adelante. Se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el hombrecillo.

Partió luego el segundo para el bosque y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero también el hijo segundo le replico con displicencia:

—Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu camino!

Y dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa.

Dijo entonces «El zoquete»:

—Padre, déjame ir al bosque a buscar leña.

—Tus hermanos se han lastimado —contestóle el padre— no te metas tú en esto, pues no entiendes nada.

Pero el chico insistió tanto que, al fin, le dijo su padre:

—Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia.

Diole la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas, y una botella de cerveza agria.

Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludo y dijo:

—Dame un poco de tu torta y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed.

—No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria —le respondió «El zoquete»—; si te conformas, sentémonos y comeremos.

Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resulto ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente.

—Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz.

Y, con estas palabras, el hombrecillo se despidió.

«El zoquete» se encaminó al árbol y lo derribó a hachazos; y al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro.

Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y el deseo de poseer una de sus plumas de oro.

La mayor pensó: «Será mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una pluma»; y, en un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella. Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le gritaron:

—¡Apártate, por Dios Santo, apártate!

Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca.

A la mañana, «El zoquete», cogiendo el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa sin preocuparse de las tres muchachas, que lo seguían quieras o no haciendo eses según le llevaban a él las piernas.

En medio del campo se encontraron con el señor cura quien, al ver la comitiva, dijo:

—¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este joven en despoblado? ¿Os parece decente?

Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no bien la tocó, quedó a su vez enganchado y hubo de participar también en la carrera.

Al poco rato acertó a pasar el sacristán y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo:

—¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy tenemos un bautizo?

Y corriendo hacia él, lo cogió de la manga, quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco, topáronse con dos labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo. Llamólos el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen a él y al sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último, ¡helos también aprisionadas! Y ya eran siete los que corrían en pos de «El zoquete» y su oca.

Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria y adusta, que nadie había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que fuese capaz de provocar su risa.

Al enterarse de ello «El zoquete», arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en sus carcajadas.

Entonces «El zoquete» la pidió por esposa. Pero el Rey, al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones y, al fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega de palacio.

Pensó el joven en su hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se pintaba la aflicción. Preguntóle «El zoquete» el motivo de su pesar, y el otro le contestó:

—Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo. No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente?

—Yo puedo remediar esto —díjole el joven—. Vente conmigo te prometo que beberás hasta reventar.

Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió bebe que te bebe con las voluminosas cubas, hasta que ya le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día había vaciado toda la bodega.

«El zoquete» acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey, irritado al pensar que un mozalbete que todo el mundo tenía por tonto se hubiese de llevar a su hija, púsole una nueva condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan.

No se lo pensó mucho el mozo, sino que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que antes encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que, con cara compungida, le dijo:

—Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de hambre.

Díjole «El zoquete», muy contento:

—Vente conmigo y te vas a hartar.

Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan.

El hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido.

Por tercera vez reclamó «El zoquete» a la princesa; pero el Rey, buscando todavía dilaciones, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y por agua.

—En cuanto llegues navegando en él —díjole—, mi hija será tu esposa.

Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo guardaba el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta que le dijo:

—Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque fuiste compasivo conmigo.

Y le dio el barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Celebróse la boda; a la muerte del Rey, «El zoquete» heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.

La Cenicienta

E
RASE una mujer casada con un hombre muy rico que enfermó y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo:

—Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.

Y, cerrando los ojos, murió.

La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa.

Al llegar el invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo de nuevo matrimonio.

La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.

—¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nosotras? —decían las recién llegadas—. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina! —quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado—. ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!

Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa… Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todos las mortificaciones imaginables; se mofaban de ella, le esparcían entre la ceniza los guisantes y las lentejas para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas…

A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en la cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban «Cenicienta».

Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.

—Hermosos vestidos —respondió una de ellas.

—Perlas y piedras preciosas —dijo la otra.

—¿Y tú, Cenicienta —preguntó—, qué quieres?

—Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.

Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo.

Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre; allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol.

Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.

Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa.

Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron:

—Péinanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.

Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile; y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.

—¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?

Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo finalmente:

—Te he echado un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges en dos horas, te dejaré ir.

La muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:

—Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas:

«Las buenas, en el pucherito;

las malas, en el buchecito.»

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