Todos los cuentos de los hermanos Grimm (26 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Y, con estas palabras, sacó el dedo y lo mostró a los presentes.

El bandido, que en el curso del relato se había ido volviendo blanco como la cera, levantóse de un brinco y trató de huir; pero los invitados lo sujetaron, y lo entregaron a la autoridad, y fue ajusticiado con toda su banda en castigo de sus crímenes.

El señor Korbes

E
RANSE una vez una gallina y un gallito que decidieron salir juntos de viaje. El gallito construyó un hermoso coche de cuatro ruedas encarnadas y le enganchó cuatro ratoncitos. La gallinita y el gallito montaron en el carruaje y emprendieron la marcha.

Al poco rato se encontraron con un gato, que les dijo:

—¿Adónde vais?

Y respondió el gallito:

«Por esos mundos vamos;

la casa del señor Korbes es la que buscamos.»

—Llevadme con vosotros —suplicó el gato.

—Con mucho gusto —respondió el gallito—. Siéntate detrás, no fuera que te cayeses por delante.

«Tened mucho cuidado,

no vayáis a ensuciar mi cochecito colorado.

Ruedecitas, rodad;

ratoncillos, silbad.

Por esos mundos vamos;

la casa del señor Korbes es la que buscamos.»

Subió luego una piedra de molino; luego, un huevo; luego, un pato; luego, un alfiler y, finalmente, una aguja de coser; todos se instalaron en el coche y siguieron viaje.

Pero al llegar a la casa del señor Korbes, éste no estaba. Los ratoncitos metieron el coche en el granero; el gallito y la gallinita volaron a una percha; el gato se sentó en la chimenea; el pato fue a posarse en la barra del pozo; el huevo se envolvió en la toalla; el alfiler se clavó en el almohadón de la butaca; la aguja saltó a la almohada de la cama, y la piedra de molino situóse sobre la puerta.

En éstas llegó el señor Korbes y se dirigió a la chimenea para encender fuego; pero el gato le llenó la cara de ceniza. Corrió a la cocina para lavarse, y el pato le salpicó de agua todo el rostro. Al querer secarse con la toalla, rodó el huevo y, rompiéndose, se le pegó en los ojos. Deseando descansar, sentóse en la butaca, pero le pinchó el alfiler. Encolerizado, se echó en la cama; pero al apoyar la cabeza en la almohada, clavósele la aguja. Furioso ya, se lanzó a la calle; mas, al llegar a la puerta, cayóle encima la piedra de molino y lo mató. ¡Qué mala persona debía de ser ese señor Korbes!

El señor padrino

U
N hombre pobre tenía tantos hijos, que ya no sabía a quién nombrar padrino cuando le nació otro; no le quedaban más conocidos a quienes dirigirse.

Con la cabeza llena de preocupaciones, se fue a acostar. Mientras dormía, soñó lo que debía hacer en su caso: salir a la puerta de su casa y pedir al primero que pasara aceptase ser padrino de su hijo.

Así lo hizo en cuanto despertó; y el primer desconocido que pasó, aceptó su ofrecimiento. El desconocido regaló a su ahijado un vasito con agua, diciéndole:

—Ésta es un agua milagrosa, con la cual podrás curar a los enfermos; sólo debes mirar dónde está la Muerte. Si está en la cabecera, darás agua al enfermo, y éste sanará; pero si está en los pies, nada hay que hacer: ha sonado su última hora.

En lo sucesivo, el hombre pudo predecir siempre si un enfermo tenía o no salvación; cobró grandísima fama por su arte y ganó mucho dinero.

Un día lo llamaron a la vera del hijo del Rey. Al entrar en la habitación, viendo a la Muerte a la cabecera, le administró el agua milagrosa, y el enfermo sanó; y lo mismo sucedió la segunda vez. Pero la tercera, la Muerte estaba a los pies de la cama, y el niño hubo de morir.

Un día le entraron al hombre deseos de visitar a su padrino, para contarle sus experiencias con el agua prodigiosa. Pero al llegar a su casa, encontróse con un cuadro verdaderamente extraño.

En el primer tramo de escalera estaban peleándose la pala y la escoba, aporreándose de lo lindo. Preguntóles:

—¿Dónde vive el señor padrino?

Y la escoba respondió:

—Un tramo más arriba.

Al llegar al segundo rellano vio en el suelo un gran número de dedos muertos. Preguntóles:

—¿Dónde vive el señor padrino?

Y contestó uno de los dedos:

—Un tramo más arriba.

En el tercer rellano había un montón de cabezas muertas, las cuales lo enviaron otro tramo más arriba. En el cuarto piso vio unos pescados friéndose en una sartén puesta sobre un fuego, y que le dijeron:

—Un tramo más arriba.

Y cuando estuvo en el quinto piso, encontróse ante una habitación cerrada y, al mirar por el ojo de la cerradura, descubrió al padrino, que llevaba dos largos cuernos.

Al abrir la puerta, el padrino se metió precipitadamente en la cama, tapándose cabeza y todo. Díjole entonces el hombre:

—Señor padrino, qué cosas más raras hay en vuestra casa. Cuando llegué al primer tramo de la escalera, estaban riñendo la pala y la escoba y se cascaban reciamente.

—¡Qué simple eres! —replicó el padrino—. Eran el mozo y la sirvienta que hablaban.

—Pero en el segundo rellano vi en el suelo muchos dedos muertos.

—¡Eres un necio! No eran sino escorzoneras.

—Pues en el tercero había un montón de calaveras.

—¡Imbécil! Eran repollos.

—En el cuarto, unos peces se freían en una sartén —al terminar de decir esto, comparecieron los peces, y se pusieron ellos mismos sobre la mesa—. Y cuando hube subido al piso quinto, miré por el ojo de la cerradura y os vi a vos, padrino, con unos cuernos largos, largos.

—¡Cuidado! ¡Esto no es verdad!

El hombre se asustó y echó a correr. ¡Quién sabe lo que el padrino habría hecho con él!

Dama Duende

V
IVÍA una vez una muchachita muy testaruda e indiscreta que nunca obedecía a sus padres. ¿Cómo queréis que le fuesen bien las cosas?

Un día dijo a sus padres:

—Tanto he oído hablar de Dama Duende, que me han entrado ganas de ir a verla a su casa. Dice la gente que todo allí es maravilloso, y que ocurren cosas extraordinarias; me muero de curiosidad por verlo.

Los padres se lo prohibieron rigurosamente, añadiendo:

—Dama Duende es una mujer malvada que hace cosas impías; si vas, dejarás de ser nuestra hija.

Pero la muchacha hizo caso omiso de la prohibición de sus padres, y se encaminó a la casa de Dama Duende.

Al llegar, preguntóle ésta:

—¿Por qué estás tan pálida?

—¡Ay! —respondió la niña toda temblorosa—. ¡Lo que he visto me ha asustado tanto!

—¿Y qué has visto?

—En la escalera vi a un hombre negro.

—Era un carbonero.

—Luego vi a uno verde.

—Era un cazador.

—Luego vi a otro, rojo como sangre.

—Era un carnicero.

—¡Ay, Dama Duende! Después tuve un gran susto, pues al mirar por la ventana no os vi a vos, sino al diablo, echando fuego por la cabeza.

—¡Vaya! —exclamó ella—. ¡Así, viste a la bruja en su mejor atavío! Tiempo ha que te estaba esperando y deseando que vinieses. Ven, que me alumbrarás.

Transformando a la muchacha en un tarugo de madera, la arrojó al fuego. Y cuando ya estuvo convertida en una brasa ardiente, sentóse a calentarse a su lado diciendo:

—¡Ésta sí que da luz!

La Muerte, madrina

U
N pobre hombre tenía doce hijos, y aunque trabajaba de día y de noche, apenas ganaba para darles pan. Al venir al mundo el que hacía trece, no supo ya qué hacer, y salió al camino real dispuesto a rogar al primero que pasara, que fuese padrino del último hijo.

Encontróse, en primer lugar, con Dios Nuestro Señor, quien conociendo la cuita del pobre padre le dijo:

—Buen hombre, me das lástima; yo seré padrino de tu hijo, cuidaré de él y de su felicidad sobre la Tierra.

Preguntóle el hombre:

—¿Quién eres?

—Soy Dios Nuestro Señor.

—Pues no me convienes para padrino —replicó el hombre—. Tú das al rico y dejas que el pobre pase hambre.

Esto lo dijo el hombre porque no sabía cuán sabiamente distribuye Dios la riqueza y la pobreza y, dejando al Señor, siguió su camino.

Topóse luego con el diablo, el cual le preguntó:

—¿Qué buscas? Si me eliges para padrino de tu hijo, le daré oro en gran abundancia y haré que disfrute de todos los placeres del mundo.

Preguntóle el hombre:

—¿Quién eres?

—Soy el diablo.

—No me interesas para padrino —repuso el hombre—. Tú engañas y descarrías a los hombres.

Siguió adelante y le salió al paso la descarnada Muerte, diciéndole:

—Acéptame como madrina.

—¿Quién eres tú?

—Soy la Muerte, que os hace a todos iguales.

Y dijo el padre:

—Tú eres la que me conviene, pues tratas lo mismo a los ricos que a los pobres. Tú serás la madrina.

Y respondió la Muerte:

—Yo concederé a tu hijo fama y riquezas, pues quien me tiene por amiga no puede carecer de nada.

Dijo el hombre:

—El bautizo es el próximo domingo; sé puntual.

Acudió la Muerte el día y a la hora convenidos, tal como prometiera, y actuó de madrina con todas las de la ley.

Cuando el niño se hizo mayor, se le presentó un día su madrina y le dijo que la siguiera. Lo llevó al bosque, le mostró una planta que allí crecía, y le dijo:

—Voy a darte ahora mi regalo de madrina. Haré de ti un médico famosísimo. Cuando te llamen al lecho de un enfermo, siempre me verás allí. Si estoy a la cabecera del enfermo, puedes afirmar confiadamente que vas a curarlo; le das de esta hierba, y sanará. Pero si estoy a los pies de la cama, entonces es mío, y debes dictaminar que no tiene remedio y que ningún médico podría curarlo. Guárdate muy bien de usar la hierba contra mi voluntad, pues lo pagarás caro.

Al poco tiempo, el joven era ya el médico más renombrado del mundo entero. «No tiene más que echar una mirada al enfermo, y en seguida sabe cómo está, si se restablecerá o si debe morir», decían de él las gentes; y de todas las tierras acudían a buscarlo para llevarlo al lecho de los enfermos, pagándole tanto dinero, que muy pronto se hizo rico.

Un día, el Rey enfermó. Llamaron al médico y le preguntaron si podría salvarlo. Al entrar en la alcoba, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama; de nada servirían, pues, las hierbas. «¡Si pudiera jugarle una treta a la Muerte! —pensó el médico—. Cierto que se lo tomará a mal, pero soy su ahijado; mucho será que no haga la vista gorda. Voy a intentarlo».

Y, levantando al enfermo, lo colocó al revés, de modo que la Muerte quedó a su cabecera. Administróle entonces la hierba milagrosa, y el Rey se repuso y volvió a estar sano en poco tiempo.

Pero la Muerte se presentó al médico con cara de pocos amigos y, amenazándolo con el dedo, le dijo:

—Me has hecho una mala pasada. Por una vez te la perdono, porque eres mi ahijado; pero si te atreves a reincidir, lo pagarás con la cabeza; tú serás quien me llevaré.

Poco tiempo después cayó gravemente enferma la princesa, hija única del Rey. El Soberano lloraba día y noche, hasta el punto de que le cegaron los ojos, y mandó pregonar que quien salvase a su hija se casaría con ella y heredaría la corona.

Al entrar el médico en la habitación de la enferma, vio a la Muerte a los pies de la cama. Debiera haberse acordado de la advertencia de su madrina, pero la belleza de la princesa y la perspectiva de ganarla por esposa lo aturdieron de tal modo, que echó en olvido todas las recomendaciones.

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