Todos los cuentos de los hermanos Grimm (60 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Y regresó a su casa y contó a su madre lo ocurrido: que había enviado el caballo a su padre para que no tuviese que correr a pie de un lado para otro.

—Has hecho muy bien —respondióle la madre—. Tú aún tienes buenas piernas y puedes andar a pie.

Cuando el campesino estuvo en su casa, puso el caballo en la cuadra junto a la tercera vaca, subió adonde estaba su mujer, y le dijo:

—Lina, has tenido suerte, pues he dado con dos que son aún más bobos que tú. Por esta vez te ahorrarás la paliza; pero te la guardo para la próxima ocasión —y, encendiendo la pipa y arrellanándose en el sillón, prosiguió—. Ha sido un buen negocio; por dos vacas flacas he obtenido un buen caballo y un buen bolso de dinero. Si la tontería fuese siempre tan productiva, habría que tenerla en alta estima.

Tal fue el pensamiento del campesino. Pero estoy seguro de que tú prefieres a los listos.

Cuentos del sapo

I

E
RASE una vez un rapazuelo a quien su madre le daba, cada tarde, una taza de leche y un bollo de pan, y con ellos se iba el niño a la era.

En cuanto empezaba a merendar acudía un sapo que salía de una rendija de la pared y, metiendo la cabecita en la taza, merendaba con él.

El pequeño se gozaba mucho con su compañía y, una vez sentado con su tacita, si el sapo no acudía en seguida, le llamaba:

«Sapo, sapo, ven ligero;

ven y serás el primero.

Te daré migajitas

en leche empapaditas.»

Entonces acudía corriendo el sapo, merendaba de buena gana y mostraba su agradecimiento trayendo al niño de su secreto tesoro toda clase de bellas cosas, como piedras brillantes, perlas y juguetes de oro.

Se limitaba a beberse la leche y dejaba el pan, por lo que un día el pequeño, dándole un ligero golpecito en la cabeza con la cucharilla, le dijo:

—¡Cómete también el pan!

La madre, que estaba en la cocina, al ver que su hijo hablaba con alguien y viendo que golpeaba al sapo con la cucharilla, corrió al patio con un tarugo de leña y mató al pobre animalito.

A partir de entonces empezó a producirse en el niño un gran cambio. Mientras el sapo había comido con él, el muchacho creció sano y robusto; pero desde la muerte del sapo, sus mejillas perdieron su color rosado y empezó a adelgazar a ojos vistas.

Poco después comenzó a dejar oír su grito por la noche el ave que anuncia la muerte; el petirrojo se puso a recoger ramillas y hojas para una corona fúnebre, y al cabo de unos días el niño yacía en un ataúd.

II

U
NA niña huerfanita se hallaba un día sentada junto a la muralla de la ciudad, cuando vio que un sapo salía de una rendija que había al pie del muro.

Apresuróse a extender a su lado un pañuelo de seda azul, que llevaba alrededor del cuello, sabiendo que a los sapos les gustan mucho esta clase de pañuelos y que sólo a ellos acuden.

No bien lo descubrió el animal volvióse y, al poco rato, apareció de nuevo con una coronita de oro y, depositándola sobre la tela, retiróse otra vez. La niña levantó la centelleante corona, que estaba hecha de una delicada trama de oro.

Poco después asomó nuevamente el sapo y, al no ver la corona, fue tal su pesadumbre que, arrastrándose hasta la pared, empezó a darse cabezazos contra ella hasta que cayó muerto.

Si la niña no hubiese tocado la corona, seguramente el sapo le habría traído muchos más tesoros de los que guardaba en su agujero.

III

G
RITA el sapo:

—¡Hu-hu, hu-hu!

Dice el niño:

—¡Ven acá!

Sale el sapo y el niño le pregunta por su hermanita:

—¿No has visto a Medias coloraditas?

Dice el sapo:

—No, yo no, ¿y tú? ¡Hu-hu, hu-hu, hu-hu!

El pobre mozo molinero y la gatita

V
IVÍA en un molino un viejo molinero que no tenía mujer ni hijos, sino sólo tres mozos a su servicio. Cuando ya llevaban muchos años trabajando con él, un día les dijo:

—Soy viejo y quiero retirarme a descansar. Salid a recorrer él mundo, y a aquel de vosotros que me traiga el mejor caballo, le cederé el molino; pero con la condición de que me cuide hasta mi muerte.

El más joven de los mozos, que era el aprendiz, se llamaba Juan, y los otros lo tenían por necio y no querían que llegase a ser dueño del molino.

Marcháronse los tres juntos y, al llegar a las afueras del pueblo, dijeron los dos a Juan el tonto:

—Mejor será que te quedes aquí; en toda tu vida no podrás procurarte un jamelgo.

Sin embargo, Juan insistió en ir con ellos, y al anochecer llegaron a una cueva, en la que se refugiaron para dormir. Los dos mayores, que se creían muy listos, aguardaron a que Juan estuviese dormido, y luego se marcharon abandonando a su compañero.

¡Ya veréis cómo saldrá la criada respondona!

Cuando al salir el sol se despertó Juan, encontróse en una profunda caverna y, mirando en torno suyo, exclamó:

—¡Dios mío!, ¿dónde estoy?

Subió al borde de la cueva y salió al bosque, pensando: «Solo y abandonado, ¿cómo me procuraré el caballo?».

Mientras andaba sumido en sus pensamientos, salióle al encuentro una gatita de piel abigarrada que le dijo en tono amistoso:

—¿Adónde vas, Juan?

—¡Bah! ¿Qué puedes hacer tú por mí?

—Sé muy bien qué es lo que buscas —respondióle la gata—, un buen caballo. Vente conmigo; si me sirves durante siete años, te daré uno tan hermoso como jamás lo viste en tu vida.

«¡Vaya una gata maravillosa! —pensó Juan—; voy a probar si es cierto lo que me dice».

Condújolo la gata a un pequeño palacio encantado en el que todos los servidores eran gatitos que saltaban con gran agilidad por las escaleras, arriba y abajo, y parecían de muy buen humor.

Al anochecer, cuando se sentaron a la mesa, tres de ellos se encargaron de amenizar la comida con música: tocaba uno el contrabajo; otro, el violín, y el tercero, la trompeta, soplando con toda la fuerza de sus pulmones.

Después de cenar, y levantados los manteles, dijo la gatita:

—¡Anda, Juan, vamos a bailar!

—No —respondió él—, yo no sé bailar con una gata; jamás lo hice.

—Entonces, llevadlo a la cama —mandó la gata a los gatitos.

Acompañáronlo con una vela a su dormitorio; uno le quitó los zapatos; otro, las medias y, finalmente, apagaron la luz.

Por la mañana se presentaron de nuevo y le ayudaron a vestirse. Púsole uno las medias; otro le ató las ligas; un tercero le trajo los zapatos; el cuarto le lavó la cara y, finalmente, otro se la secó con el rabo.

—¡Qué suavidad! —dijo Juan.

Pero él tenía que servir a la gata y ocuparse en partir leña todos los días, para lo cual le habían dado un hacha de plata, cuñas y sierras de plata también, y el tajo, que era de cobre. Y he aquí que, por cortar la leña, estaba en aquella casa donde no le faltaba buena comida ni bebida y no veía a nadie, aparte de la gata y su servidumbre.

Un día le dijo la dueña:

—Ve a segar el prado y haz secar la hierba.

Y le dio una guadaña de plata y un mollejón de oro, recomendándole que lo devolviese todo en buen estado.

Salió Juan a cumplir lo mandado y, una vez listo el trabajo, volvió a casa con la guadaña, la piedra afiladora y el heno, y preguntó al ama si quería darle ya su prometida recompensa.

—No —respondióle la gata—; antes has de hacerme otra cosa. Allí tienes tablas de plata, un hacha, una escuadra y demás instrumentos necesarios, todos de plata; con ello vas a construirme una casita.

Juan levantó una casita y luego le recordó que seguía aún sin el caballo, a pesar de haber cumplido cuanto le ordenara; pues sin darse cuenta apenas, habían transcurrido ya los siete años.

Preguntóle entonces la gata si quería ver los caballos que tenía, a lo que Juan respondió afirmativamente. Abrió ella la puerta de la casita, y lo primero que se ofreció a su vista fueron doce caballos soberbios, pulidos y relucientes, que le hicieron saltar el corazón de gozo. Dioles la gata de comer y de beber, y luego dijo a Juan:

—Vuélvete a tu casa; ahora no te daré el caballo. Pero dentro de tres días iré yo a llevártelo.

Y le indicó el camino del molino.

Durante todo aquel tiempo no le había dado ningún traje nuevo; seguía llevando su vieja blusa andrajosa que, en el curso de los siete años, se le había quedado pequeña por todas partes.

Al llegar a casa encontró que los otros dos mozos estaban ya en ella, y cada uno había traído un caballo, aunque el uno era ciego, y el otro, cojo.

—¿Dónde está tu caballo, Juan? —le preguntaron.

—Llegará dentro de tres días.

Echáronse los otros a reír, diciendo:

—¡Mira el bobo! ¡De dónde vas a sacar tú un caballo que no sea un saldo!

Al entrar Juan en la sala, el molinero no lo dejó sentarse a la mesa porque iba demasiado roto y harapiento. ¡Sería una vergüenza que alguien lo viese!

Sacáronle a la era una pizca de comida, y cuando fue la hora de acostarse los otros se negaron a darle una cama, por lo que tuvo que acomodarse en el corral sobre un lecho de dura paja.

A la mañana siguiente habían transcurrido ya los tres días, y he aquí que se presentó una carroza tirada por seis caballos relucientes que daba gloria verlos; venía, además, otro que un criado llevaba de la brida, destinado al pobre mozo molinero.

Del coche se apeó una bellísima princesa, que entró en el molino; no era otra sino la gatita, a la que el pobre Juan sirviera durante siete años.

Preguntó al molinero por el más pequeño de los mozos, y el hombre respondió:

—No lo queremos en el molino, porque va demasiado roto; está en el corral de los gansos.

Dijo entonces la princesa que fuesen a buscarlo. El muchacho se presentó sujetándose la blusa, que a duras penas alcanzaba a cubrirle el cuerpo. El criado sacó magníficos vestidos y, después que lo hubo lavado y vestido, quedó tan bello y elegante que ni un rey podía comparársele.

Quiso la princesa ver los caballos que habían traído los otros dos y resultó que, come ya hemos dicho, eran uno ciego y el otro cojo.

Mandó entonces al criado que trajese el séptimo, que no venía enganchado a la carroza y, al verlo, el molinero hubo de confesar que jamás había entrado en el molino un animal como aquél.

—Éste es el caballo de Juan —dijo la princesa.

—Suyo será, pues, el molino —contestó el molinero.

Pero la princesa le dijo que podía quedarse con el caballo y el molino y, llevándose a su fiel Juan, lo hizo subir al coche y se marchó con él.

Fueron primero a la casita que él había construido con las herramientas de plata y que, a la sazón, se había transformado en un gran palacio, todo de plata y oro.

Allí se casó con él, y Juan fue rico, tan rico, que ya no le faltó nada en toda su vida. Nadie diga, pues, que un tonto no puede hacer nada a derechas.

El judío en el espino

E
RASE una vez un hombre muy rico que tenía un criado, el cual lo servía con diligencia y honradez; todas las mañanas era el primero en levantarse, y por la noche, el último en acostarse; cuando se presentaba algún trabajo pesado del que todos huían, allí acudía él de buena gana. Jamás se quejaba, sino que siempre se le veía alegre y contento.

Terminado su año de servicio, su amo no le pagó soldada alguna, pensando: «Es lo mejor que puedo hacer; de este modo ahorraré algo, y él no se marchará, sino que continuará sirviéndome».

El mozo no reclamó nada, trabajó un segundo año con la misma asiduidad que el primero y cuando, al término del plazo, vio que tampoco le pagaban, resignóse y siguió trabajando.

Transcurrido el tercer año, el amo reflexionó unos momentos y se metió la mano en el bolsillo; pero volvió a sacarla vacía. Entonces el criado, decidiéndose al fin, le dijo:

—Señor, os he estado sirviendo lealmente durante tres años; espero, pues, que sepáis pagarme lo que en derecho me corresponde. Deseo ir a correr mundo.

—Sí, mi buen criado —respondióle el avaro—, me has servido asiduamente y te recompensaré con equidad.

Y, metiendo de nuevo mano en el bolsillo, dio tres cuartos al criado.

—Ahí tienes, a razón de cuarto por año; es una buena paga, y generosa; pocos amos te lo darían.

El buen mozo, que entendía poco de dinero, embolsó su capital pensando: «Tengo buenas monedas en el bolsillo; no habré de preocuparme ni hacer trabajos pesados».

Y marchóse, monte arriba y monte abajo, cantando y brincando alegremente.

Al pasar por unas malezas, salió de entre ellas un enano y le dijo:

—¿Adónde vas, hermano Alegre? Por lo que veo, no te pesan mucho las preocupaciones.

—¿Y por qué he de estar triste? —respondió el mozo—. Llevo el bolso bien provisto, con el salario de tres años.

—¿Y a cuánto asciende tu riqueza? —inquirió el hombrecillo.

—¿A cuánto? A tres cuartos, contantes y sonantes.

—Oye —dijo el enano—, yo soy pobre y estoy necesitado; regálame tus tres cuartos. No puedo trabajar, mientras que tú eres joven y te será fácil ganarte el pan.

El mozo tenía buen corazón; se compadeció del hombrecillo y le alargó las tres monedas diciéndole:

—Sea en nombre de Dios. De un modo u otro saldré de apuros.

Y entonces le dijo el enanito:

—Puesto que tienes buen corazón, te concedo tres gracias, una por cada cuarto; pide, y te serán otorgadas.

—¡Vaya! —exclamó el mozo—; ¡conque tú eres de esos que entienden en hechizos! Pues bien, lo primero que deseo es una cerbatana que nunca falle la puntería; luego un violín que, mientras lo toque, haga bailar a cuantos lo oigan; y en tercer lugar deseo que, cuando dirija un ruego a alguien, no pueda éste dejar de satisfacerlo.

—Todo eso tendrás —dijo el hombrecillo.

Y, metiendo mano en la maleza, ¡quién lo hubiera pensado!, sacó el violín y la cerbatana, como si los tuviese preparados de antemano.

Dando los objetos al mozo, le dijo:

—Cualquier cosa que pidas, ningún ser humano podrá negártela.

«¿Qué más ambicionas corazón?», pensó el mozo mientras reemprendía su camino.

Al poco rato encontróse con un judío, de larga barba de chivo; se había parado a escuchar el canto de un pájaro posado en la rama más alta de un árbol.

—¡Es un milagro de Dios —exclamó— que un animalito tan pequeño tenga una voz tan poderosa! ¡Ah, si fuese mío! ¡Quién pudiera echarle sal en el rabo!

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