Todos los cuentos de los hermanos Grimm (55 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—¿Y cómo se logra eso? —preguntó Juan.

—Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita más que tener un mollejón; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo uno que, a la verdad, está algo averiado, pero vaya, me avendría a cedértelo a cambio de la oca. ¿Qué dices a esto?

—¿Y me lo preguntáis? —respondió Juan—. Haríais de mí el hombre más feliz de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de qué habré de preocuparme ya?

Y, tendiéndole la oca, se quedó con el mollejón. El afilador, cogiendo del suelo un guijarro muy pesado, le dijo:

—Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar los clavos viejos y torcidos. Llévatela y guárdala cuidadosamente.

Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de alegría: «¡Bien se ve que he nacido con buena estrella! —exclamó—, pues veo colmados todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación».

Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada; además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio de la vaca, había liquidado todas sus provisiones.

Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas.

Avanzando como un caracol, arrastróse hasta una fuente, con la idea de descansar junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse, las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo.

Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose, dio gracias a Dios con lágrimas en los ojos por haberle concedido aquella última gracia, y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.

—¡En el mundo entero no hay un hombre mas afortunado que yo! —exclamó entusiasmado.

Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta no parando ya hasta llegar a casa de su madre.

El pobre y el rico

H
ACE ya muchísimo tiempo, cuando Dios Nuestro Señor andaba aún por la Tierra entre los mortales, un atardecer se sintió cansado y le sorprendió la oscuridad antes de encontrar albergue.

He aquí que encontró en su camino dos casas, una frente a la otra, grande y hermosa la primera, pequeña y de pobre aspecto la segunda. Pertenecía la primera a un rico, y la segunda, a un pobre. Pensó Nuestro Señor: «Para el rico no resultaré gravoso; pasaré, pues, la noche en su casa».

Cuando el hombre oyó que llamaban a su puerta, abrió la ventana y preguntó al forastero qué deseaba. Respondióle Nuestro Señor:

—Quisiera que me dierais albergue por una noche.

El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:

—No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mi puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.

Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente.

Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:

—Quedaos aquí esta noche —le dijo—; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.

Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron.

La mujer puso a cocer unas patatas y, entretanto, ordeñó la cabra para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban.

Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:

—Escucha, marido; por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.

—Muy bien pensado —respondió el marido—. Voy a decírselo.

Y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.

Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino.

Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:

—Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.

Respondió el pobre:

—¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!

Dijo Nuestro Señor:

—¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?

—¡Claro que sí! —contestó el hombre—. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.

Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó después de darles su bendición.

Ya muy entrado el día se levantó el rico y, al salir a la ventana vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra cubierta de tejas rojas.

Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:

—¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.

La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:

—Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.

Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido y éste, al oírlo, exclamó:

—¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.

—Pues no pierdas tiempo —díjole la mujer—; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.

Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.

—Bien —díjole Nuestro Señor—. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.

Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo; pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido, y dijo Nuestro Señor:

—Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.

El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.

—¡Estate quieta, Lisa! —decía golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras.

Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:

—¡Ojalá te rompieses el pescuezo!

Apenas habían salido tales palabras de sus labios, cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.

Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda para proseguir su camino a pie. «Aún me quedan dos deseos», pensaba, consolándose con estas ideas.

Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: «Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra —decía para sus adentros—, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más». Y, suspirando, añadió: «Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber y, finalmente, otro barril de cerveza».

Varias veces creía haber dado en el clavo pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco hasta que, de pronto, se le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida.

La idea lo enfureció tanto que, sin darse cuenta, dijo:

—¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!

Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición.

Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella.

Díjole el hombre entonces:

—Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.

Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:

—¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!

Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla y, al instante, quedó cumplida la petición.

Como resultado de todo ello no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.

El rey de la montaña de oro

U
N comerciante tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeños que todavía no andaban.

Dos barcos suyos, ricamente cargados, se hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llególe la noticia de que habían naufragado, con lo cual en vez de un hombre opulento, convirtióse en un pobre, sin más bienes que un campo en las afueras de la ciudad.

Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, acercósele un hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no parecía sino que le iba el alma en ella.

Respondióle el mercader:

—Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.

—¡Quién sabe! —exclamó el enano negro—. Tal vez me sea posible ayudarte.

Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en el mar, y que ya no le quedaba sino aquel campo.

—No te apures —díjole el hombrecillo—. Si me prometes que dentro de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.

Pensó el comerciante: «¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?», sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la condición del enano suscribiéndola y sellándola.

Al entrar en su casa, su pequeño sintióse tan contento de verlo que, apoyándose en los bancos, consiguió llegar hasta él y se le agarró a la pierna. Espantóse el padre pues, recordando su promesa, diose ahora cuenta del compromiso contraído. Pero al no encontrar dinero en ningún cajón ni caja, pensó que todo habría sido una broma del hombrecillo negro.

Al cabo de un mes, al bajar a la bodega en busca de metal viejo para venderlo, encontró un gran montón de dinero. Púsose el hombre de buen humor, empezó a comprar convirtiéndose en un comerciante más acaudalado que antes y se olvidó de todas sus preocupaciones.

Mientras tanto, el niño había crecido y se mostraba muy inteligente y bien dispuesto. A medida que transcurrían los años crecía la angustia del padre, hasta el extremo de que se le reflejaba en el rostro.

Un día le preguntó el niño la causa de su desazón, y aunque el padre se resistió a confesarla, insistió tanto el hijo que, finalmente, le dijo que sin saber lo que hacía lo había prometido a un hombrecillo negro a cambio de una cantidad de dinero; y cuando cumpliese los doce años vencía el plazo y tendría que entregárselo, pues así lo había firmado y sellado.

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