Todos los cuentos de los hermanos Grimm (54 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Al entrar en él encontróse con la bruja, que estaba dando de comer a los pájaros encerrados en las siete mil cestas.

Al ver la vieja a Yoringuel, encolerizóse terriblemente y se puso a increparle y a escupirle bilis y veneno; pero no podía acercársele a más de dos pasos. Él, sin hacerle caso, se dirigió a las cestas que contenían los pájaros; pero, entre tantos centenares de ruiseñores, ¿cómo iba a reconocer a su Yorinda?

Mientras seguía buscando, observó que la vieja se llevaba disimuladamente una cesta y con ella se encaminaba hacia la puerta. Precipitándose sobre la bruja, con la flor tocó la cesta y, al mismo tiempo, a la mujer, la cual perdió en el acto todo su poder de brujería mientras reaparecía Yorinda, tan hermosa como antes, y se arrojaba en sus brazos.

Redimió él entonces a todas las demás doncellas transformadas en aves y, con Yorinda, regresaron a su casa donde ya vivieron muchos años con toda felicidad.

La muerte de la Gallinita

E
N cierta ocasión, Gallinita y Gallito fueron al monte de los nogales y convinieron en que el que encontrase una nuez la partiría con el otro.

He aquí que Gallinita encontró una muy grande pero no dijo nada, pues quería comérsela ella sola. Pero tanto abultaba la nuez, que no pudo tragársela y se le quedó atragantada.

Estaba ella en gran apuro, pues temía ahogarse, y gritó:

—¡Gallito, por favor, corre cuanto puedas y tráeme agua, pues me ahogo!

Gallito echó a correr tan rápidamente como pudo hacia la fuente y, al llegar a ella, le dijo:

—Fuente, dame agua; Gallinita está en la nogaleda, se le ha atragantado una nuez muy gorda y se está ahogando.

Respondióle la fuente:

—Corre antes en busca de la novia, y dile que te dé seda colorada.

Corrió Gallito a la novia.

—Novia, dame seda colorada, que la llevaré a la fuente, y ella me dará agua para llevar a Gallinita, la cual está en la nogaleda con una nuez atragantada y a punto de asfixiarse.

Respondióle la novia:

—Corre primero a buscarme una guirnaldita que se me quedé colgada del sauce.

Y corrió Gallito al sauce y, descolgando la guirnalda de una rama, llevóla a la novia; y la novia le dio seda colorada y, al entregarle la seda colorada, diole agua la fuente.

Gallito llevó entonces el agua a Gallinita, pero ya era tarde; cuando llegó, Gallinita, asfixiada, estaba tendida en el suelo inmóvil.

Quedó Gallito tan triste que prorrumpió en amargo llanto y, al oírlo, todos los animales acudieron a compartir su dolor. Y seis ratones construyeron un cochecito para conducir a Gallinita a su última morada; y cuando el cochecito estuvo listo se engancharon a él, y Gallito se puso de cochero.

Pero en el camino se les presentó la zorra:

—¿Adónde vas, Gallito?

—A enterrar a Gallinita.

—¿Me dejas que te acompañe en el coche?

«Sí, pero detrás tendrás que sentarte,

o mis caballitos no podrán llevarte.»

Sentóse la zorra detrás y, sucesivamente, subieron el lobo, el oso, el ciervo, el león y todos los animales del bosque. Y así continuó la comitiva hasta llegar a un arroyo.

—¿Cómo lo cruzaremos? —preguntó Gallito.

He aquí que había allí una paja la cual dijo:

—Me echaré de través y podréis pasar por encima de mí.

Pero no bien los seis ratones hubieron llegado al centro del puente, hundióse la paja cayéndose al río y, con ella, los seis ratones que se ahogaron.

Ante el apuro, acercóse una brasa de carbón y dijo:

—Yo soy lo bastante larga para llegar de una orilla a la otra; pasaréis sobre mí.

Y se atravesó encima del agua; pero, habiendo tenido la desgracia de tocarla un poco, dejó oír un siseo y quedó muerta.

Al verlo una piedra, sintió compasión y, deseosa de ayudar a Gallito, púsose a su vez sobre el agua. Uncióse el propio Gallito al coche, y cuando ya casi tenía a Gallinita en suelo firme, al disponerse a arrastrar a los que iban detrás, como era excesivo el peso de todos, desplomóse el coche y todos cayeron al agua y se ahogaron.

Gallito se quedó solo con Gallinita; cavóle una sepultura, la enterró en ella y erigióle un túmulo encima. Posándose luego en su cumbre, estuvo llorándola hasta que se murió, y helos aquí muertos a todos.

Juan con suerte

J
UAN había servido siete años a su amo y le dijo:

—Mi amo, he terminado mi tiempo y quisiera volverme a casa con mi madre. Pagadme mi soldada.

Respondióle el amo:

—Me has servido fiel y honradamente; el premio estará a la altura del servicio.

Y le dio un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan. Sacó éste su pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino de su casa.

Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo que avanzaba alegremente a un trote ligero.

—¡Ay! —exclamó Juan en alta voz—, ¡qué cosa más hermosa es ir a caballo! Va uno como sentado en una silla, no tropieza contra las piedras ni se estropea las botas, y adelanta sin darse cuenta.

Oyólo el jinete y, deteniendo el caballo, le dijo:

—Oye, Juan, ¿por qué vas a pie?

—¡Qué remedio me queda! —respondió el mozo—. He de llevar este terrón a casa; cierto que es de oro, pero no me deja ir con la cabeza derecha y me pesa en el hombro.

—¿Sabes qué? —díjole el caballero—. Vamos a cambiar; yo te doy el caballo, y tú me das tu terrón.

—¡De mil amores! —exclamó Juan—. Pero tendréis que llevarlo a cuestas, os lo advierto.

Apeóse el jinete, cogió el oro y, ayudando a Juan a montar, púsole las riendas en la mano y le dijo:

—Si quieres que corra, no tienes sino que chasquear la lengua y gritar «¡hop, hop!».

Juan no cabía en sí de contento al verse encaramado en su caballo, trotando tan libre y holgadamente.

Al cabo de un ratito ocurriósele que podía acelerar la marcha, y se puso a chasquear la lengua y gritar «¡hop, hop!». El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que separaba los campos de la carretera.

El caballo se habría escapado, de no haberlo detenido un campesino que acertaba a pasar por allí conduciendo una vaca.

Juan se incorporó como pudo, se sacudió y, muy mohíno, dijo al labrador:

—Esto del montar tiene bromas muy pesadas, sobre todo con un jamelgo como éste que te echa por la borda con peligro de romperte la crisma. Por nada del mundo volveré a montarlo. Vuestra vaca sí que es buen animal; uno puede caminar tranquilamente detrás de ella y, además, te da leche, mantequilla y queso cada día. ¡Qué no daría yo por tener una vaca así!

—Pues bien —respondió el campesino—; si tanto te gusta, estoy dispuesto a cambiártela por el caballo.

Juan aceptó encantado el trato y el labriego, subiendo a su montura, se alejó a toda prisa.

Entretanto, Juan guiando su vaca ponderaba el buen negocio que acababa de realizar: «Si tengo un pedazo de pan, y mucho será que llegue a faltarme, podré siempre acompañarlo de mantequilla y queso; y cuando tenga sed, ordeñaré la vaca y beberé leche. ¿Qué más puedes apetecer, corazón mío?».

Hizo alto en la primera hospedería que encontró, y se comió alegremente las provisiones que le quedaban rociándolas con medio vaso de cerveza, que pagó con los pocos cuartos que llevaba en el bolsillo.

Luego prosiguió su ruta, conduciendo la vaca hacia el pueblo de su madre. Se acercaba el mediodía; el calor hacíase sofocante y Juan se encontró en un erial que no se podía pasar en menos de una hora. Tan intenso era el bochorno, que de sed se le pegaba la lengua al paladar. «Esto tiene remedio —pensó Juan—; ordeñaré la vaca y la leche me refrescará».

Atóla al tronco seco de un árbol y, como no tenía ningún cubo, puso su gorra de cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota. Y como lo hacía con tanta torpeza el animal, impacientándose al fin, pególe en la cabeza una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido.

Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en un carretón.

—¡Vaya bromitas! —exclamó ayudando a Juan a levantarse.

Explicóle éste su percance y el otro, alargándole su bota, le dijo:

—Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues es vieja; a lo sumo servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.

—¡Ésa sí que es buena! —exclamó Juan tirándose de los pelos—. ¿Quién iba a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el vuestro es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien y, además, las salchichas!

—Oye, Juan —dijo el carnicero—; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a cambiarte el cerdo por la vaca.

—Dios os premie vuestra bondad —respondió Juan.

Y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cochino y le puso en la mano la cuerda que lo ataba.

Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos; apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada.

Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca.

Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta, a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.

—Sopésala —prosiguió sosteniéndola por las alas—; mira lo hermosa que está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.

—Sí —dijo Juan sopesando el animal con una mano—, tiene su peso; pero tampoco mi cerdo es grano de anís.

Entretanto, el muchacho que no cesaba de mirar a todas partes con aire preocupado, dijo:

—Óyeme, mucho me temo de que con tu cerdo las cosas no estén como Dios manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tu llevas. Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra.

El buenazo de Juan sintió miedo:

—¡Dios mío! —exclamó y, dirigiéndose al muchacho, le dijo—. Sácame de este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame en cambio la oca.

—Mucho es el riesgo que corro —respondió el mozo—, pero no puedo permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.

Y, asiendo de la cuerda, alejóse rápidamente con el cerdo por un estrecho camino mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. «Si bien lo pienso —iba diciéndose—, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!».

Al pasar por el último pueblo topóse con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba:

«Afilo tijeras con gran ligereza;

donde sopla el viento, allá voy sin pereza.»

Quedóse Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:

—Os deben de ir muy bien las cosas, pues estáis muy contento mientras le dais a la rueda.

—Sí —respondióle el afilador—, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero. Pero, ¿dónde has comprado esa hermosa oca?

—No la compré, sino que la cambié por un cerdo.

—¿Y el cerdo?

—Di una vaca por él.

—¿Y la vaca?

—Me la dieron a cambio de un caballo.

—¿Y el caballo?

—¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.

—¿Y el oro?

—Pues era mi salario de siete años.

—Pues ya te digo yo que has salido ganando con cada cambio —dijo el afilador—. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte, oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.

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