Todos los cuentos de los hermanos Grimm (8 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Y, llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y mostró los doce ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:

—Estos ataúdes —díjole— estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron al bosque antes de nacer tú.

Y le contó todo lo ocurrido.

Dijo entonces la niña:

—No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.

Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso bosque.

Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al entrar en ella encontróse con un mocito, el cual le preguntó:

—¿De dónde vienes y qué buscas aquí? —maravillado de su hermosura, de sus regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.

—Soy la hija del Rey —contestó ella— y voy en busca de mis doce hermanos; y estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul hasta que los encuentre.

Mostróle al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era su hermana.

—Yo soy Benjamín, tu hermano menor —le dijo.

La niña se echó a llorar de alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después dijo el muchacho:

—Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos tenido que abandonar nuestro reino.

A lo que respondió ella:

—Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.

—No, no —replicó Benjamín—, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta que lleguen los once restantes; yo hablare con ellos y los convenceré.

Hízolo así la niña.

Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaran a la mesa. Mientras comían preguntaron a Benjamín:

—¿Qué novedades hay?

A lo que respondió su hermanito:

—¿No sabéis nada?

—No —dijeron ellos.

—¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me he quedado en casa, sé más que vosotros? —replicó el chiquillo.

—Pues cuéntanoslo —le pidieron.

—¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?

—Sí —exclamaron todos—, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.

Entonces dijo Benjamín:

—Nuestra hermana está aquí.

Y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda y delicada que nunca.

¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello besándola con toda ternura!

La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar lo que traían.

Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner siempre el puchero en el hogar a tiempo para que al regresar los demás encontrasen la comida dispuesta. Ocupábase también en la limpieza de la casa y lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y blanquísimas. Los hermanos hallábanse contentísimos con ella, y así vivían todos en gran unión y armonía.

He aquí que un día los dos pequeños prepararon una sabrosa comida y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.

Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían doce lirios de esos que también se llaman «estudiantes». La niña, queriendo obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores para regalar una a cada uno durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín.

La pobre niña se quedó sola en plena selva oscura y, al volverse a mirar a su alrededor, encontróse con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:

—Hija mía, ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas? Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos.

A lo que respondió la muchachita llorando:

—¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?

—No —dijo la vieja—. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan difícil que no podrás libertar a tus hermanos; pues deberías pasar siete años como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases, aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu sacrificio habría sido inútil; aquella palabra mataría a tus hermanos.

Díjose entonces la princesita, en su corazón: «Estoy segura de que redimiré a mis hermanos», y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.

Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un Rey que iba de cacería. Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de murada a la princesita y se puso a saltar en derredor sin cesar en sus ladridos.

Al acercarse el Rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su esposa. Ella no le respondió de palabra; únicamente hizo con la cabeza un leve signo afirmativo.

Subió entonces el Rey al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio. Celebróse la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase ni riese una sola vez.

Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del Rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven Reina, diciendo a su hijo:

—Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera podría reir; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.

Al principio, el Rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y de tantas maldades la acusó que, al fin, el Rey se dejó convencer y la condenó a muerte.

Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada. Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues seguía queriéndola a pesar de todo, y he aquí que cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de los siete años de su penitencia.

Oyóse entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa.

Apresuráronse a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y la abrazaron y besaron tiernamente. Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar contó al Rey el motivo de su mutismo y de por qué nunca se había reído.

Mucho se alegró el Rey al convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta su muerte.

La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue condenada. Metida en una tinaja llena de aceite hirviente y serpientes venenosas, encontró en ella una muerte espantosa.

El fiel Juan

E
RASE una vez un anciano Rey, se sintió enfermo y pensó: «Sin duda es mi lecho de muerte éste en el que yazgo», y ordenó:

—Que venga mi fiel Juan.

Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor.

Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey:

—Mi fidelísimo Juan, presiento que se acerca mi fin, y sólo hay una cosa que me atormenta: mi hijo. Es muy joven todavía, y no siempre sabe gobernarse con tino. Si no me prometes que lo instruirás en todo lo que necesita saber y velarás por él como un padre, no podré cerrar los ojos tranquilo.

—Os prometo que nunca lo abandonaré —le respondió el fiel Juan—; lo serviré con toda fidelidad, aunque haya de costarme la vida.

Dijo entonces el anciano Rey:

—Así muero tranquilo y en paz —y prosiguió—. Cuando yo haya muerto enséñale todo el palacio, todos los aposentos, los salones, los soterraños y los tesoros guardados en ellos. Pero guárdate de mostrarle la última cámara de la galería larga, donde se halla el retrato de la princesa del Tejado de Oro, pues si lo viera, se enamoraría perdidamente de ella, perdería el sentido, y por su causa se expondría a grandes peligros; así que guárdalo de ello.

Y cuando el fiel Juan hubo renovado la promesa a su Rey, enmudeció éste y, reclinando la cabeza en la almohada, murió.

Llevado ya a la sepultura el cuerpo del anciano Rey, el fiel Juan dio cuenta a su joven señor de lo que prometiera a su padre en su lecho de muerte, y añadió:

—Lo cumpliré puntualmente y te guardaré fidelidad como se la guardé a él, aunque me hubiera de costar la vida.

Celebráronse las exequias, pasó el período de luto, y entonces el fiel Juan dijo al Rey:

—Es hora de que veas tu herencia; voy a mostrarte el palacio de tu padre.

Y lo acompañó por todo el palacio, arriba y abajo, y le hizo ver todos los tesoros y los magníficos aposentos; sólo dejó de abrir el que guardaba el peligroso retrato. Éste se hallaba colocado de tal modo que se veía con sólo abrir la puerta, y era de una perfección tal que parecía vivir y respirar, y que en el mundo entero no podía encontrarse nada más hermoso ni más delicado.

Pero al joven Rey no se le escapo que el fiel Juan pasaba muchas veces por delante de esta puerta sin abrirla y, al fin, le preguntó:

—¿Por qué no la abres nunca?

—Es que en esta pieza hay algo que te causaría espanto —respondióle el criado.

Mas el Rey le replicó:

—He visto todo el palacio y quiero también saber lo que hay ahí dentro.

Y, dirigiéndose a la puerta, trató de forzarla.

El fiel Juan lo retuvo y le dijo:

—Prometí a tu padre, antes de morir, que no verías lo que hay en este cuarto; nos podría traer grandes desgracias, a ti y a mí.

—Al contrario —replicó el joven Rey—. Si no entro, mi perdición es segura. No descansaré ni de día ni de noche hasta que lo haya contemplado con mis propios ojos. No me muevo de aquí hasta que me abras esta puerta.

Entonces comprendió el fiel Juan que no había otro remedio, y con el corazón en el puño y muchos suspiros sacó la llave del gran manojo.

Cuando tuvo la puerta abierta, entró el primero con intención de tapar el cuadro para que el Rey no lo viera. Pero, ¿de qué le sirvió? El Rey, poniéndose de puntillas, miró por encima de su hombro, y al ver el retrato de la doncella, resplandeciente de oro y piedras preciosas, cayó al suelo sin sentido.

Levantólo el fiel Juan y lo llevó a su cama, pensando con gran angustia: «El mal está hecho. ¡Dios mío!, ¿qué pasará ahora?». Y le dio vino para reanimarlo.

Vuelto en sí el Rey, sus primeras palabras fueron:

—¡Ay!, ¿de quién es este retrato tan hermoso?

—Es la princesa del Tejado de Oro —respondióle el fiel criado.

Y el Rey:

—Es tan grande mi amor por ella, que si todas las hojas de los árboles fuesen lenguas, no bastarían para expresarlo. Mi vida pondré en juego para alcanzarla, y tú, mi leal Juan, debes ayudarme a conseguirlo.

El fiel criado estuvo cavilando largo tiempo sobre la manera de emprender el negocio, pues sólo el llegar a presencia de la princesa era ya muy difícil. Finalmente, se le ocurrió un medio y dijo a su señor:

—Todo lo que tiene a su alrededor es de oro: mesas, sillas, fuentes, vasos, tazas y todo el ajuar de la casa. En tu tesoro hay cinco toneladas de oro; manda que den una a los orfebres del reino, y con ella fabriquen toda clase de vasos y utensilios, toda suerte de aves, alimañas y animales fabulosos; esto le gustará; con ello nos pondremos en camino, a probar fortuna.

El Rey hizo venir a todos los orfebres del país, los cuales trabajaron sin descanso hasta terminar aquellos preciosos objetos. Luego fue cargado todo en un barco, y el fiel Juan y el Rey se vistieron de mercaderes para no ser conocidos de nadie. Luego se hicieron a la mar, y navegaron hasta arribar a la ciudad donde vivía la princesa del Tejado de Oro. El fiel Juan pidió al Rey que permaneciese a bordo y aguardase su vuelta.

—A lo mejor vuelvo con la princesa —dijo—. Procurarás, pues, que todo esté bien dispuesto y ordenado, los objetos de oro a la vista y el barco bien empavesado.

Se llenó el cinto de toda clase de objetos preciosos, desembarcó y encaminóse al palacio real.

Al entrar en el patio vio junto al pozo a una hermosa muchacha ocupada en llenar de agua dos cubos de oro. Al volverse para llevarse el agua que reflejaba los destellos del oro, vio al extranjero y le preguntó quién era. Respondióle éste:

—Soy un mercader.

Y, abriendo su cinturón, le mostró lo que contenía.

—¡Oh, qué lindo! —exclamó ella y, dejando los cubos en el suelo, se puso a examinar las joyas una por una.

Luego dijo:

—Es necesario que la princesa lo vea; le gustan tanto las cosas de oro que, sin duda, os las comprará todas.

Y, cogiendo al hombre de la mano, condújolo al interior del palacio, pues era la camarera principal.

Cuando la hija del Rey vio aquellas maravillas, se puso muy contenta y exclamó:

—Está tan primorosamente trabajado, que te lo compro todo.

A lo que respondió el fiel Juan:

—Yo no soy sino el criado de un rico mercader. No es nada lo que traigo aquí en comparación de lo que mi amo tiene en el barco; lo más bello y precioso que jamás se haya hecho en oro.

Pidióle ella que se lo llevaran a palacio, pero él contestó:

—Hay tantísimas cosas, que precisarían muchos días y más salas que vuestro palacio tiene.

Estas palabras sólo sirvieron para estimular la curiosidad de la princesa, la cual dijo al fin:

—Acompáñame al barco, quiero ir yo misma a ver los tesoros de tu amo.

El fiel Juan, muy contento, la condujo entonces al barco, y cuando el Rey la vio parecióle que su hermosura era todavía mayor que la del retrato, y el corazón empezó a latirle con tal violencia que se lo sentía a punto de estallar.

Subió la princesa a bordo, y el Rey la acompañó al interior de la nave; pero el fiel Juan se quedó junto al piloto y le dio orden de zarpar:

—¡Despliega todas las velas, para que el barco vuele más veloz que un pájaro!

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