Todos los cuentos de los hermanos Grimm (12 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia y lo habían depositado en los sacos.

Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su corazón orgulloso no estaba aplacado aún y dijo:

—Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida.

El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Púsose en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuviesen las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba.

Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron:

—Somos aquellos cuervos pequeños que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta.

Loco de contento, reemprendió el mozo el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más dilaciones. Partiéronse la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces encendióse en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.

La paja, la brasa y la alubia

V
IVÍA en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más de prisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, un ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos.

Abrió entonces la conversación la paja:

—Amigos, ¿de dónde venís?

Y respondió la brasa:

—¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza.

Dijo la alubia:

—También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.

—No habría salido mejor librada yo —terció la paja—. Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el carbón.

—Yo soy de parecer —propuso la alubia—, que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras.

La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea:

—Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras.

Tendióse la paja de orilla a orilla y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más.

La paja comenzó a arder y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua que, con un chirrido, expiró al tocar el agua.

La alubia que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.

También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que un sastre que iba de viaje se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón.

La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

El pescador y su mujer

E
RASE una vez un pescador que vivía con su mujer en una mísera choza, a poca distancia del mar. El hombre salía todos los días a pescar, y pesca que pescarás.

Un día estaba sentado, como de costumbre, sosteniendo la caña y contemplando el agua límpida, aguarda que te aguarda.

He aquí que se hundió el anzuelo, muy al fondo, muy al fondo, y cuando el hombre lo sacó, extrajo un hermoso rodaballo. Dijo entonces el pez al pescador:

—Oye pescador, déjame vivir, hazme el favor; en realidad, yo no soy un rodaballo, sino un príncipe encantado. ¿Qué sacarás con matarme? Mi carne poco vale; devuélveme al agua y deja que siga nadando.

—Bueno —dijo el hombre—, no tienes por qué gastar tantas palabras. ¡A un rodaballo que sabe hablar, vaya si lo soltaré! ¡No faltaba más!

Y así diciendo, restituyólo al agua diáfana; el rodaballo se apresuró a descender al fondo, dejando una larga estela de sangre, y el pescador se volvió a la cabaña, donde lo esperaba su mujer.

—Marido —dijo ella al verlo entrar—, ¿no has pescado nada?

—No —respondió el hombre—; cogí un rodaballo, pero como me dijo que era un príncipe encantado, lo he vuelto a soltar.

—¿Y no le pediste nada? —replicó ella.

—No —dijo el marido—; ¿qué iba a pedirle?

—¡Ay! —exclamó la mujer—. Tan pesado como es vivir siempre en este asco de choza; a lo menos podías haberle pedido una casita. Anda, vuelve al mar y llámalo; díle que nos gustaría tener una casita; seguro que nos la dará.

—¡Bah! —replicó el hombre—. ¿Y ahora he de volver allí?

—No seas así, hombre —insistió ella—. Puesto que lo pescaste y lo volviste a soltar, claro que lo hará. ¡Anda, no te hagas rogar!

Al hombre le hacía maldita la gracia, pero tampoco quería contrariar a su mujer, y volvió a la playa.

Al llegar a la orilla, el agua ya no estaba tan límpida como antes, sino verde y amarillenta.

El pescador se acercó al agua y dijo:

«Solín solar, solín solar,

pececito del mar.

Belita, la mi esposa,

quiere pedirte una cosa.»

Acudió el rodaballo y dijo:

—Bien, ¿qué quiere?

—Pues mira —contestó el hombre—, puesto que te cogí hace un rato, dice mi mujer que debía haberte pedido algo. Está cansada de vivir en la choza y le gustaría tener una casita.

—Vuélvete a casa —dijo el pez—, que ya la tiene.

Marchóse el pescador y ya no encontró a su mujer en la mísera choza; en su lugar se levantaba una casita, frente a cuya puerta estaba ella sentada en un banco. Cogiendo al marido de la mano, le dijo:

—Entra. ¿Ves? Esto está mucho mejor.

Efectivamente, en la casita había un pequeño patio y una deliciosa sala, y dormitorios, cada uno con su cama, y cocina y despensa, todo muy bien provisto y dispuesto, con toda una batería de estaño y de latón, sin faltar nada. Y detrás había un corral, con gallinas y patos, y un huertecito plantado de hortalizas y árboles frutales.

—Míralo —dijo la mujer—, ¿verdad que es bonito?

—Cierto —asintió el marido—, y así lo dejaremos; ¡ahora sí que viviremos contentos!

—¡Será cosa de pensarlo! —replicó ella.

Y cenaron y se fueron a acostar.

Transcurrieron un par de semanas, y un día dijo la mujer:

—Oye, marido; bien mirado, esta casita nos viene un poco estrecha, y el corral y el jardín son demasiado pequeños; el rodaballo podía habernos regalado una casa mayor. Me gustaría vivir en un gran palacio, todo de piedra. Anda, ve a buscar al pez y pídele un palacio.

—¡Pero, mujer! —exclamó el pescador—. Ya es bastante buena esta casita. ¿Para qué queremos vivir en un palacio?

—No seas así —insistió ella—. Ve a ver al rodaballo; a él no le cuesta nada.

—¡Qué no, mujer! —protestaba el hombre—; el pez nos ha dado ya la casita; no puedo volver ahora, que a lo mejor se enfada.

—Te digo que vayas —porfió ella—; puede hacerlo y lo hará gustoso; tú ve, no seas terco.

Al hombre le venía aquello muy cuesta arriba, y se resistía. «No es de razón», decíase; pero acabó por ir.

Al llegar al mar, el agua tenía un color violado y azul oscuro, sucio y espeso; no era ya verde y amarillenta como la vez anterior; de todos modos, su superficie estaba tranquila.

El pescador se acercó al agua y dijo:

«Solín solar, solín solar,

pececito del mar,

Belita, la mi esposa,

quiere pedirte otra cosa.»

Asomó el rodaballo y preguntó:

—Bien, y ¿qué es lo que quieres?

—¡Ay! —suspiró el hombre—, quiere vivir en un gran palacio, todo de piedra.

—Vuélvete, te aguarda a la puerta —dijo el pez.

Marchóse el hombre, creyendo regresar a su casa, pero al llegar encontróse ante un gran palacio de piedra. Su mujer, en lo alto de la escalinata, se disponía a entrar en él. Cogiéndole de la mano, le dijo:

—Entra conmigo.

El hombre la siguió. El palacio tenía un grandioso vestíbulo, con todo el pavimento de mármol y una multitud de criados que se apresuraban a abrir las altas puertas; y todas las paredes eran relucientes y estaban cubiertas de bellísimos tapices, y en las salas había sillas y mesas de oro puro, con espléndidas arañas de cristal colgando del techo; y el piso de todos los dormitorios y aposentos estaba cubierto de ricas alfombras. Veíanse las mesas repletas de manjares y de vinos generosos, y en la parte posterior del edificio había también un gran patio con establos, cuadras y coches; todo, de lo mejor; tampoco faltaba un espaciosísimo y soberbio jardín, lleno de las más bellas flores y árboles frutales, y un grandioso parque, lo menos de media milla de longitud, poblado de corzos, ciervos, liebres y cuanto se pudiese desear.

—¡Qué! —exclamó la mujer—. ¿No lo encuentras hermoso?

—Sí —asintió el marido—, y así habrá de quedar. Viviremos en este bello palacio, contentos y satisfechos.

—Eso ya lo veremos —replicó la mujer—; lo consultaremos con la almohada.

Y se fueron a dormir.

A la mañana siguiente, la esposa se despertó la primera; acababa de nacer el día, y desde la cama se dominaba un panorama hermosísimo. Estiróse el hombre y desperezóse, y ella, dándole con el codo en un costado, le dijo:

—Levántate y asómate a la ventana. ¿Qué te parece? ¿No crees que podríamos ser reyes de todas esas tierras? ¡Anda, ve a tu rodaballo y dile que queremos ser reyes!

—¡Bah, mujer! ¿Para qué queremos ser reyes? A mí no me apetece.

—Bueno —replicó ella—, pues si tú no quieres, yo sí. Ve a buscar el rodaballo y dile que quiero ser rey.

—Pero, mujer mía, ¿por qué te ha dado ahora por ser rey? Yo esto no se lo puedo decir.

—¿Y por qué no? —enfurruñóse la antigua pescadora—. Vas a ir inmediatamente. ¡Quiero ser rey!

Marchóse el hombre cabizbajo, aturdido ante la pretensión de su esposa. «No es de razón», pensaba. Se resistía; pero, con todo, fue.

Al llegar ante el mar, éste era de un color gris negruzco, y el agua borboteaba y olía a podrido.

El hombre se acercó y dijo:

«Solín solar, solín solar,

pececito del mar,

Belita, la mi esposa,

quiere pedirte otra cosa.»

—Bien, ¿qué quiere, pues? —preguntó el rodaballo.

—¡Ay! —respondió el hombre—, ahora quiere ser rey.

—Márchate, ya lo es —dijo el rodaballo.

Alejóse el hombre y, cuando llegó al palacio, éste se había vuelto mucho mayor, con una alta torre, magníficamente ornamentada. Ante la puerta había centinelas y muchos soldados con tambores y trompetas.

Entró en el edificio y vio que todo era de mármol y oro puro, con tapices de terciopelo adornados con grandes borlas de oro. Abriéronse las puertas de la sala. Toda la Corte estaba allí reunida, y su mujer, sentada en un elevado trono de oro y diamantes, con una gran corona de oro en la cabeza y sosteniendo en la mano un cetro de oro puro y piedras preciosas. A ambos lados del trono alineábanse seis damas de honor, cada una de ellas una cabeza más baja que la anterior.

El marido se adelantó y se quedó contemplando un rato a su esposa. Al cabo dijo:

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