Tokio Blues (18 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

—¿Se puede beber alcohol aquí? —exclamé con cierta sorpresa.

—En realidad no. —Reiko se rascó el lóbulo de la oreja con embarazo—. Pero suelen hacer la vista gorda. Siempre que se trate de vino o cerveza y se beba en poca cantidad. De vez en cuando le pido a un conocido de la plantilla que me compre un poco.

—A veces nos corremos una juerga las dos… —explicó Naoko con aire travieso.

—¡Qué bien! —dije.

Reiko fue a buscar una botella de vino blanco de la nevera, la abrió con el sacacorchos y trajo tres copas. Era un vino tan ligero y delicioso que parecía de cosecha propia. Cuando el disco acabó, Reiko sacó un estuche de guitarra de debajo de la cama y, tras afinar el instrumento con mimo, empezó a tocar lentamente una
Fuga
de Bach. Se equivocó varias veces en el punteado, pero aquél fue un Bach interpretado con sentimiento. Cálido, íntimo; se notaba que disfrutaba tocando.

—Empecé a tocar la guitarra al llegar aquí porque en la habitación no hay piano. No soy muy buena. Aprendí sola, y mis dedos no están hechos para tocar la guitarra. Pero me gusta mucho. Es pequeña, manejable… Como una habitación bien caldeada.

Tocó otra pieza breve de Bach, un pasaje de una
Suite.
A la luz de la vela, bebiendo vino y escuchando la interpretación que hacía Reiko de Bach, mi espíritu fue sosegándose sin darme cuenta. Cuando terminó con Bach, Naoko le pidió que tocara algo de los Beatles.

—Ahora las peticiones. —Reiko me guiñó un ojo—. Desde que llegó Naoko, me paso el día tocando canciones de los Beatles. Soy su esclava musical.

A pesar de sus quejas, tocó
Michelle,
y muy bien, por cierto.

—Me encanta esta melodía. —Reiko bebió un sorbo de vino y fumó un cigarrillo—. Me hace pensar en la lluvia cayendo suavemente sobre el prado.

Luego tocó
Nowhere Man
y
Julia.
Mientras tocaba, de vez en cuando cerraba los ojos y sacudía la cabeza. Bebió otro sorbo de vino y fumó otro cigarrillo.

—Toca
Norwegian Wood
—dijo Naoko.

Reiko trajo de la cocina una hucha con forma de
maneki-neko
[21]
y Naoko metió dentro una moneda de cien yenes.

—¿Qué hacéis? —pregunté.

—Cada vez que le pido que toque
Norwegian Wood
tengo que meter cien yenes —explicó Naoko—. Es mi canción preferida, así que le damos un trato especial. Ésta la pido de todo corazón.

—Y éste es mi dinero para comprar tabaco.

Reiko, tras desentumecerse los dedos, empezó a tocar
Norwegian Wood.
Su interpretación estaba llena de sentimiento, sin caer en el sentimentalismo. Yo también introduje cien yenes de mi bolsillo en la hucha.

—Gracias —dijo Reiko sonriendo.

—Cuando escucho esta canción a veces me pongo triste —comentó Naoko—. No sé por qué, pero me siento como si me encontrara perdida en un espeso bosque. Hace frío, está muy oscuro y nadie viene a ayudarme. Por eso, si no se la pido, ella no la toca nunca.

—¡Igual que en
Casablanca
! —Reiko se rió.

Luego interpretó varias piezas de bossa nova. Mientras, yo contemplaba a Naoko. Tal como ella misma me había escrito en su carta, tenía un aspecto más saludable, estaba muy bronceada y, gracias al ejercicio y al trabajo físico, se la veía más fuerte. Lo único que no había cambiado eran aquellas pupilas claras como un lago y aquellos delgados labios que temblaban con timidez. Sin embargo, en conjunto, su belleza había evolucionado hacia la plenitud. Esa especie de filo cortante que antes se ocultaba tras su belleza —cortante como el filo de un delgado cuchillo que, de pronto, te helara la sangre en las venas— se había mitigado, y, a cambio, ahora la envolvía un dulce sosiego. Su belleza me emocionó. Me sorprendió que una mujer pudiera cambiar tanto en medio año. La nueva belleza de Naoko me seducía tanto, o más, que la anterior, pero, con todo, no pude reprimir un sentimiento de nostalgia al pensar en la que había perdido. En aquella belleza ensimismada propia de la adolescencia que había seguido su propio camino y jamás volvería.

Naoko me dijo que quería saber cosas de mi vida. Le hablé de la huelga de la universidad y de Nagasawa. Era la primera vez que le hablaba de él. Explicar su extraña personalidad, su particular filosofía de vida y su dudosa moralidad no era nada fácil, pero Naoko pareció entender lo que trataba de contarle. No le mencioné que salía con él a ligar, pero sí le dije que mi único amigo de la residencia era un chico especial. Mientras tanto, con la guitarra entre los brazos, Reiko volvía a tocar la
Fuga
de antes. Y seguía haciendo pausas para beber unos sorbos de vino o fumar un cigarrillo.

—Parece un chico muy extraño —dijo Naoko.

—Lo es.

—¿Pero a ti te gusta?

—No estoy seguro —reconocí—. Creo que sí. Es una persona que puede o no gustarte, pero no pretende agradar a nadie. En este sentido es una persona muy honesta, sin dobleces. Un estoico.

—Es raro que lo llames estoico, habiéndose acostado con tantas chicas. —Naoko empezó a reírse—. ¿Con cuántas dice que se ha acostado?

—Con unas ochenta —concreté—. Pero, en su caso, cuanto mayor es el número de mujeres, menor es el sentido que tiene cada acto individual. Y creo que eso es, justamente, lo que él anda buscando.

—¿Esto es el estoicismo? —preguntó Naoko.

—Para él, sí.

Naoko se tomó un momento para reflexionar sobre esto último.

—Creo que ese chico está peor que yo —argumentó.

—Tienes razón. Pero él racionaliza sistemáticamente todas las deformaciones que hay en su interior. Es una persona muy inteligente. Si lo trajeran aquí, saldría a los dos días. Diría: «Esto ya lo sé», «Aquello también», «Sí, ya entiendo lo que estáis haciendo». Él es así. Y la gente lo respeta tal como es.

—Yo debo de ser tonta —comentó Naoko—. Aún no entiendo qué hace esta gente aquí. Ni siquiera me entiendo a mí misma.

—No eres tonta, eres normal. A mí también me ocurre. Hay un montón de cosas de mí mismo que no entiendo. Esto nos sucede a las personas corrientes.

Naoko puso las dos piernas sobre el respaldo del sofá, las flexionó y apoyó la barbilla en las rodillas.

—Quiero saber más cosas de ti —me pidió.

—Soy una persona corriente. Nací en una familia corriente, recibí una educación corriente, tengo unas facciones corrientes, saco unas notas corrientes, pienso en las cosas corrientes —dije.

—¿No era tu admirado Scott Fitzgerald quien decía que uno no puede fiarse de las personas que se tienen por personas corrientes? Tú me dejaste el libro —soltó Naoko sonriendo con malicia.

—Es verdad —admití—. Pero lo mío no es una pose. Estoy convencido de ello. Soy una persona corriente. ¿Tú ves algo en mí que no sea corriente?

—¡Por supuesto! —exclamó Naoko atónita—. ¿Por qué crees que me acosté contigo? ¿Pensabas que estaba borracha y que me fui a la cama contigo como podía haberlo hecho con cualquiera?

—No —dije.

Naoko enmudeció y clavó la vista en la punta de sus pies. Yo, sin saber qué decir, tomé un sorbo de vino.

—Watanabe, ¿con cuántas chicas te has acostado? —me susurró como si se le ocurriera de repente.

—Con ocho o nueve —le respondí honestamente.

De pronto, Reiko interrumpió su música y dejó caer la guitarra sobre su regazo.

—Pero si aún no has cumplido veinte años. ¿Qué clase de vida llevas? —intervino.

Naoko me clavaba sus ojos sin decir palabra. Le expliqué a Reiko que me había acostado con aquella primera chica, de quien me había separado a la mañana siguiente. Le conté que no la amaba. También le dije que después empecé a acostarme con desconocidas, a instancias de Nagasawa.

—No es que quiera excusarme, pero sufría —le reconocí a Naoko—. Verte todas las semanas y hablar contigo, sabiendo que Kizuki era el único que ocupaba tu corazón, me hacía sufrir. Quizá por eso me he acostado con desconocidas.

Naoko, tras sacudir la cabeza varias veces, alzó la cabeza y me miró fijamente.

—Recuerdo que me preguntaste por qué no me había acostado con Kizuki. ¿Aún quieres saberlo?

—Tal vez sea algo que deba saber —concedí.

—Estoy de acuerdo —dijo Naoko—. Los muertos están muertos, pero nosotros seguimos viviendo.

Asentí.

Reiko repetía una y otra vez un pasaje difícil.

—A mí no me importaba acostarme con él. —Naoko se soltó el pelo y empezó a juguetear con el pasador con forma de mariposa—. Y él quería acostarse conmigo, claro. Así que lo intentamos muchas veces. Pero fue inútil. No pude hacerlo. Yo no comprendía por qué. Todavía no lo entiendo. Amaba a Kizuki, no me importaba perder la virginidad. Hubiera hecho cualquier cosa que a él le apeteciera. Pero no pude.

Naoko volvió a recogerse el pelo con el pasador.

—No lograba estar húmeda —dijo Naoko en voz baja—. No me abría. Y el dolor era tremendo. Estaba seca, me dolía mucho. Probamos de todo. Pero nada funcionó. Aunque intentara humedecerme con algo, me dolía. Por eso, siempre se lo hice con los dedos, o con los labios, ¿comprendes?

Asentí en silencio.

Naoko contempló la luna al otro lado de la ventana. Era más grande y brillante que antes.

—He procurado siempre no hablar de eso, he intentado mantenerlo guardado en mi corazón. Pero no me queda otro remedio. No puedo seguir callando. Aún no he podido entenderlo. Porque cuando me acosté contigo estaba muy húmeda.

—Sí —afirmé.

—El día en que cumplí veinte años, ya antes de que tú llegaras estaba húmeda. Y deseé todo el tiempo que me abrazaras, que me tomaras entre tus brazos, que me desnudaras, me acariciaras, me penetraras. Era la primera vez que sentía algo así. ¿Por qué? ¿Por qué ocurrió entonces? Yo a Kizuki lo amaba con toda mi alma.

—Y, en cambio, a mí no. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Perdóname —dijo Naoko—. No quiero herirte, pero debes entenderlo. La relación entre Kizuki y yo era algo muy especial. Nos conocíamos desde los tres años. Crecimos comprendiéndonos el uno al otro. Nos besamos por primera vez en sexto de primaria. Fue maravilloso. Cuando tuve la menstruación, corrí a los brazos de Kizuki y lloré desconsolada. Eso es lo que éramos el uno para el otro. Al morirse, ya no supe cómo relacionarme con la gente. Dejé de comprender qué significaba querer a alguien.

Naoko hizo ademán de tomar la copa de vino de la mesa, pero ésta le resbaló de las manos y rodó por el suelo. El vino se vertió sobre la alfombra. Me agaché, recogí la copa y la devolví a la mesa. Le pregunté si le apetecía otra copa de vino. Ella permaneció unos instantes en silencio y luego rompió a llorar con el cuerpo sacudido por espasmos. Se dobló en dos, sepultó la cabeza entre las manos y lloró con desgarro, como en el pasado, con la respiración entrecortada. Reiko dejó la guitarra, se acercó a ella y le acarició la espalda. En cuanto la mujer le rodeó los hombros con un brazo, Naoko hundió la cara contra su pecho como si fuera un bebé.

—Me sabe mal, Watanabe —intervino Reiko—, pero ¿te importaría salir unos veinte minutos y dar un paseo? Todo se arreglará.

Asentí, me incorporé y me puse un jersey sobre la camisa.

—Lo siento —le susurré a Reiko.

—No te preocupes, no es culpa tuya. Cuando vuelvas, ya se habrá calmado. —Me guiñó un ojo.

Caminé por un sendero bañado por la luz irreal de la luna, entré en el bosque, vagué por él sin rumbo. Bajo la luz de la luna, todos los sonidos tenían una extraña reverberación. El ruido amortiguado de mis pasos parecía llegar de lejos, cual si estuviera andando por el fondo del mar. A veces oía un ligero crujido a mis espaldas. En el bosque flotaba una tensión palpable, como si los animales nocturnos aguardaran, inmóviles, conteniendo la respiración, a que me alejara.

Salí del bosque, me senté en la suave pendiente de la colina y, desde allí, miré hacia el bloque donde vivía Naoko. Era fácil localizar su ventana. Bastaba con buscar la única ventana oscura con una pequeña luz temblando en el fondo de la habitación. Contemplé esa luz. Me recordaba el último hálito de vida de un cuerpo antes de abrasarse en las llamas. Quise taparla con mis manos y protegerla. Estuve mucho tiempo con la vista clavada en esa luz temblorosa, al igual que Jay Gatsby observó, noche tras noche, la pequeña luz en la orilla opuesta del lago.

Cuando, treinta minutos después, me acerqué a la entrada del bloque, oí que Reiko estaba tocando la guitarra. Subí la escalera, llamé a la puerta. En la habitación no había rastro de Naoko; Reiko estaba sola, sentada sobre la alfombra, tocando la guitarra. Me señaló la puerta del dormitorio. Con ese gesto, me indicaba que Naoko se encontraba allí. Luego depositó la guitarra en el suelo, se sentó en el sofá, me pidió que tomara asiento a su lado. Distribuyó entre las dos copas el vino que quedaba en la botella.

—Ella está bien —dijo dándome unos golpecitos en la rodilla—. Si está sola un rato, acostada, se tranquilizará. No te preocupes. Se ha emocionado. Mientras tanto, ¿qué te parece si damos un paseo?

—Me parece bien —dije.

Reiko y yo caminamos despacio por un sendero iluminado por la luz de las farolas hasta llegar al lugar donde estaban la pista de tenis y la cancha de baloncesto, y allí nos sentamos en un banco. Ella sacó una pelota de baloncesto de color naranja de debajo del banco y la hizo girar unos instantes sobre la palma de su mano. Me preguntó si sabía jugar al tenis. Le respondí que no se me daba bien, pero que había jugado varias veces.

—¿Y al baloncesto?

—No soy muy bueno que digamos.

—¿Y tú en qué eres bueno, aparte de ir acostándote con mujeres? —Cuando Reiko se rió se le dibujaron unas arrugas en el rabillo del ojo.

—Tampoco puede decirse que en eso sea bueno —repuse molesto.

—No te enfades. Bromeaba. Dime, ¿en qué eres bueno?

—No soy bueno en nada. Pero sí hay cosas que me gusta hacer.

—¿Cuáles?

—Ir de excursión, nadar, leer.

—Veo que te gusta la soledad.

—Supongo que sí —reconocí—. Nunca me han atraído los juegos de equipo. No les encuentro la gracia. Enseguida pierdo el interés.

—Entonces ven aquí en invierno. Hacemos esquí de fondo. Seguro que te gustaría ir todo el día de aquí para allá, por la nieve, sudando a mares. —Reiko observó su mano derecha igual que si estuviera ante un instrumento musical antiguo.

—¿Naoko se pone así a menudo? —pregunté.

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