Tokio Blues (21 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

—Creo que sí.

—No podíamos estar separados. Si Kizuki viviera, seguiríamos juntos, amándonos y siendo cada vez más infelices.

—¿Y eso por qué?

Naoko se pasó varias veces los dedos por el cabello a modo de peine. Puesto que se había quitado el pasador, cuando se inclinaba hacia delante el pelo le caía sobre la cara, ocultándola.

—Porque tendríamos que pagar nuestra deuda al mundo. —Naoko alzó la cara—. El sufrimiento de madurar, por ejemplo. No abonamos el importe en su momento y fue más adelante cuando nos pasó factura. Por eso Kizuki acabó como acabó y yo estoy ahora aquí. Fuimos igual que dos niños que viven desnudos en una isla desierta. Si tienen hambre comen un plátano, si se sienten solos duermen abrazados. Pero esto no puede durar eternamente. Crecimos deprisa y tuvimos que entrar en la sociedad. Tú eras el lazo que nos unía con el mundo exterior. A través de ti, nos esforzamos por adaptarnos al mundo. Aunque, a fin de cuentas, no resultó.

Asentí.

—No pienses que te utilizamos. Kizuki te quería de todo corazón, pero fuiste la primera persona ajena que entró en nuestro círculo. Y sigue siendo así. Kizuki ha muerto y ya no está aquí, pero tú continúas siendo el único vínculo que tengo con el mundo exterior. Incluso ahora. Y, de la misma manera que te amaba Kizuki, te amo yo. Jamás tuvimos la intención de herirte, pero quizá lo hicimos. Nunca se nos pasó por la cabeza que eso pudiera suceder.

Naoko bajó la cabeza y enmudeció.

—¿Os apetece una taza de cacao? —intervino Reiko.

—¡Oh, sí! —dijo Naoko.

—Yo beberé un poco de brandy que he traído, ¿os importa? —pregunté.

—¡Adelante! —exclamó Reiko—. ¿Me ofreces una copa?

—Claro. —Me reí.

Reiko trajo un par de copas y brindamos. Luego fue a la cocina a preparar el cacao.

—Hablemos de algo más alegre —comentó Naoko.

Pero a mí no se me ocurría nada divertido que contarles. «¡Ojalá estuviera aquí Tropa-de-Asalto», me dije. Con él, las anécdotas surgían una tras otra y, al contarlas, todo el mundo se ponía contento. ¡Qué remedio! Inicié una larga descripción de las lamentables condiciones higiénicas en las que vivíamos en la residencia. Era tan repugnante que, sólo de contarlo, me daban arcadas, pero ellas lo encontraron de lo más chocante y se retorcieron de risa. Después Reiko imitó a varios enfermos mentales. Eso también fue divertido. Cuando, a las once, Naoko puso cara de sueño, Reiko bajó el respaldo del sofá, lo convirtió en cama y me entregó las sábanas, las mantas y una almohada.

—Una violación a medianoche no estaría mal, pero no te equivoques de mujer —bromeó Reiko—. El cuerpo sin arrugas que duerme en la cama de la izquierda es el de Naoko.

—¡Mentira! ¡Duermo en la de la derecha! —dijo Naoko.

—Por cierto, he conseguido que mañana por la tarde podamos saltarnos las actividades. Haremos una excursión. Por aquí cerca hay lugares preciosos —añadió Reiko.

—¡Estupendo! —exclamé.

Ellas entraron por turnos en el baño para lavarse los dientes y se retiraron a su dormitorio. Una vez solo, bebí un poco más de brandy, me tendí en el sofá y fui rememorando, uno a uno, los acontecimientos del día, de la mañana a la noche. Me parecía haber vivido un día muy largo. La habitación seguía iluminada por la blanca luz de la luna. El dormitorio de Naoko y Reiko estaba silencioso; no se oía el menor ruido. De vez en cuando crujía una cama. Al cerrar los ojos, vi unas diminutas figuras temblorosas danzando en la oscuridad, mientras, en el fondo de mis oídos, resonaba el eco de la guitarra de Reiko. No duró mucho rato. De pronto el sueño me arrastró hacia un lodazal. Y soñé con sauces. A ambos lados de un sendero montañoso se alineaban los sauces. Muchos, muchísimos sauces. Soplaba un viento muy fuerte, pero las ramas de los árboles no se movían un ápice. «¿Por qué?», me pregunté con extrañeza. En ese instante descubrí que había unos pájaros asidos a las ramas. Su peso impedía que éstas se balanceasen. Agarré una estaca y golpeé la rama que tenía más cerca. Pretendía ahuyentar a los pájaros para dejar que las ramas se mecieran libremente. Pero éstos no levantaron el vuelo. En lugar de eso, se convirtieron en pájaros de metal y fueron cayendo al suelo con estrépito.

Cuando me desperté tuve la sensación de seguir soñando. El interior de la habitación brillaba tenuemente a la blanca luz de la luna. En un acto reflejo, miré hacia el suelo buscando los pájaros de metal esparcidos. Por supuesto, no había ninguno. Sólo estaba Naoko, sentada a los pies del sofá, con la vista clavada al otro lado de la ventana. Tenía las rodillas dobladas y el mentón apoyado en ellas como un huérfano hambriento. Dirigí la mirada hacia el reloj que había a la cabecera, el cual no se encontraba donde lo había visto antes. Deduje, por la luz de la luna, que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Aunque estaba sediento, opté por permanecer inmóvil observando a Naoko. Llevaba la misma bata azul que antes y la mitad de su cabellera estaba sujeta por el pasador con forma de mariposa. Su bonita frente resplandecía a la luz de la luna. «¡Qué extraño!», pensé. «Antes de acostarse se había quitado el pasador.»

Naoko permanecía inmóvil. Parecía un pequeño animal nocturno hechizado por la luz de la luna. El ángulo de la luz exageraba la sombra de sus labios. Aquella sombra vibraba con pequeñas pulsaciones al compás de los latidos de su corazón, o acaso de sus pensamientos. Tal vez susurraba palabras mudas a la noche.

Tragué saliva para calmar la sed y aquel sonido resonó, atronador, en el silencio de la noche. Entonces Naoko, como si ese sonido hubiese sido una señal, se levantó de un salto y, con un tenue frufrú de telas, se arrodilló junto a mi almohada y clavó sus ojos en los míos. La miré, pero sus ojos no decían nada. Las pupilas tenían una transparencia inusitada; eran tan claras que parecía que, a través de ellas, podría verse el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus profundidades. El rostro de Naoko quedaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a muchos años luz de distancia.

Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse —en un movimiento apenas perceptible—, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.

«¡Qué cuerpo tan perfecto!», pensé. ¿Cuándo había adquirido Naoko unas formas tan perfectas? ¿Dónde estaba el cuerpo que yo había abrazado aquella noche de primavera? Aquella noche, cuando desnudé despacio, con dulzura, a una Naoko que lloraba a mares, su cuerpo me pareció imperfecto. Los pechos eran duros; los pezones, protuberantes en exceso; las caderas, extrañamente rígidas. Sin duda, Naoko era una muchacha hermosa, y su cuerpo, atractivo. Me excitaba sexualmente, tenía un enorme poder de atracción sobre mí. Pero, con todo, mientras abrazaba, acariciaba y besaba su cuerpo desnudo, me poseyó una extraña emoción ante la torpeza de aquel cuerpo. Hubiese querido explicárselo. Pensé: «Ahora estoy haciendo el amor contigo. Estoy dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un coito. Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que no podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas imperfecciones». Por supuesto, éstas no son cosas que puedan expresarse fácilmente. Y me limité a abrazar en silencio el cuerpo de Naoko. Mientras, podía sentir el tacto áspero de un cuerpo extraño que permanecía dentro de ella. Y este tacto excitó mis sentidos, confiriendo a mi erección una gran dureza.

El cuerpo que tenía ahora delante era muy distinto al de entonces. Me dije: «Su carne, tras experimentar diversas transformaciones, ha llegado a la perfección y renace bajo la luz de la luna». Primero, tras la muerte de Kizuki, había desaparecido el rollizo cuerpo de adolescente y, más adelante, había sido reemplazado por la carne de una mujer adulta. El cuerpo de Naoko era tan perfecto que no logró excitarme. Me limité a contemplar, atónito, la preciosa curva de la cintura, los pechos redondos y lustrosos, el vientre esbelto que vibraba en silencio con su respiración y, debajo, la sombra de su vello púbico, negro y suave.

Expuso su cuerpo desnudo ante mis ojos durante… ¿cuánto? ¿Cinco, seis minutos? Poco después volvió a ponerse la bata y empezó a abrocharse los botones por orden, empezando por el de arriba. Se levantó de repente, abrió la puerta sin hacer ruido y desapareció en el interior de su dormitorio.

Permanecí largo tiempo tendido en la cama, inmóvil. Pero cambié de idea, me levanté, recogí el reloj que estaba en el suelo y lo encaré a la luz de la luna. Eran las 3:40. Bebí varios vasos de agua en la cocina, volví a tenderme en la cama. El sueño no me alcanzó hasta el amanecer, cuando la luz del sol barrió los restos de la pálida luz de la luna, hasta en el último rincón de la estancia. Sumido todavía en un estado de duermevela, Reiko se acercó a mí y me dio unos golpecitos en las mejillas diciendo:

—¡Ya es de día! ¡Ya es de día!

Mientras Reiko recogía la cama, Naoko, de pie en la cocina, preparaba el desayuno. Se volvió hacia mí, me dirigió una sonrisa y me dijo:

—¡Buenos días!

Le devolví los buenos días. Me planté a su lado y estuve observándola cómo ponía el agua a hervir y cortaba el pan sin dejar de canturrear, pero no pude descubrir signo alguno de complicidad por lo sucedido esa noche.

—¡Tienes los ojos muy rojos! —terció Naoko sirviéndome el café.

—Me he despertado a medianoche y no he podido conciliar el sueño.

—Espero que no estuviéramos roncando —comentó Reiko.

—¡Oh, no! —exclamé.

—Menos mal —añadió Naoko.

—Está siendo educado. —Reiko bostezó.

Al principio supuse que Naoko estaba disimulando delante de Reiko, o que tal vez se avergonzaba, pero, cuando Reiko se ausentó unos instantes de la habitación, Naoko no cambió de actitud y sus ojos parecían tan transparentes como siempre.

—¿Has dormido bien? —le pregunté a Naoko.

—Como un lirón —contestó como si tal cosa. Llevaba el pelo sujeto por un pasador sencillo, sin ningún adorno.

Mis dudas me desconcertaron durante todo el desayuno. Mientras untaba el pan con mantequilla o pelaba un huevo duro, iba lanzando miradas furtivas a Naoko, sentada frente a mí, esperando una señal.

—Watanabe, ¿por qué no me quitas los ojos de encima esta mañana? —bromeó Naoko como si le chocara.

—Eso es porque está enamorado de alguien —dijo Reiko.

—¿Ah, sí? ¿Estás enamorado de alguien? —añadió Naoko.

Respondí que «tal vez» y sonreí. Tras dejarme tomar el pelo, renuncié a seguir pensando en los acontecimientos de la noche anterior, comí el pan y bebí una taza de café.

Después del desayuno, las dos dijeron que iban a dar de comer a las aves del gallinero y decidí acompañarlas. Se pusieron unos vaqueros y una camisa de trabajo, se calzaron unas botas altas de goma de color blanco. El gallinero se hallaba dentro de un pequeño parque, detrás de las pistas de tenis, y allí se agrupaban diversas especies, desde gallinas y palomas hasta pavos reales y loros. Estaba rodeado de parterres de flores, arbustos y bancos. Dos hombres, a todas luces pacientes del sanatorio, barrían las hojas caídas en el camino. Ambos debían de rondar la cuarentena. Reiko y Naoko se acercaron a ellos, les dieron los buenos días, Reiko bromeó sobre algo y los hizo reír. En el parterre florecían las plantas y los arbustos estaban recortados con esmero. Al ver a Reiko, las aves empezaron a revolotear, entre cacareos y graznidos, por el interior del gallinero.

Entraron en un pequeño cobertizo que había al lado del gallinero para volver con un saco de grano y una manguera de goma. Naoko aplicó la manguera a la boca del grifo e hizo girar la llave del agua. Entró en el gallinero vigilando que las aves no se escaparan y arrancó la porquería con el chorro del agua; Reiko rascaba el suelo con el cepillo. El chorro del agua lanzaba destellos a la luz del sol, y los pavos reales, huyendo de las salpicaduras, corrieron a refugiarse al fondo del gallinero. Un pavo real levantó la cabeza y se quedó mirándome con ojos de viejo cascarrabias, mientras un loro, posado en su percha, agitaba ruidosamente las alas con expresión de disgusto. Cuando Reiko se volvió hacia el pájaro imitando el maullido de un gato, el loro se refugió en un rincón y escondió la cabeza bajo el ala, pero unos instantes después chilló: «¡Gracias! ¡Loco! ¡Vete a la mierda!».

—¿Quién debe de haberle enseñado esas cosas al loro? —se sorprendió Naoko ahogando un suspiro.

—¡A mí no me mires! Yo nunca le enseñaría semejantes groserías —dijo Reiko, y volvió a maullar. El loro enmudeció.

—El pobre bicho tuvo una mala experiencia con un gato y ahora les tiene pánico —me explicó Reiko riéndose.

Cuando terminaron de limpiar, dejaron los utensilios de limpieza y fueron llenando todos los comederos. Los pavos reales se acercaron chapoteando por el agua encharcada, se inclinaron sobre los contenedores y, a pesar de que Naoko les golpeó el trasero, ellos siguieron comiendo, absortos, sin reparar en tales menudencias.

—¿Hacéis cada día lo mismo? —le pregunté a Naoko.

—Sí, las nuevas nos encargamos de esto porque es fácil. ¿Quieres ver los conejos?

Le respondí que sí. Detrás del gallinero estaban las jaulas de los conejos. Había unos catorce conejos durmiendo sobre la paja. Tras reunir las cagarrutas con una escoba y llenar los comederos, Naoko levantó un conejo y se lo acercó a la mejilla.

—¿Verdad que es precioso? —dijo Naoko contenta. Luego lo posó en mis brazos. Aquella pequeña bolita cálida se quedó inmóvil mientras las orejas le temblaban medrosamente—. No te preocupes. No te hará daño —le advirtió al conejo acariciándole la cabeza con los dedos, y me sonrió.

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