Tokio Blues (23 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

—Si quieres, puedes llamarlo así. En general, las personas lo llaman simpatía o amor, pero si tú quieres llamarlo pasatiempo puedes hacerlo.

—¿A ti también te gustaba Kizuki?

—Por supuesto —respondí.

—¿Y Reiko?

—Me encanta. Es una buena persona.

—¿Por qué te gusta siempre este tipo de gente? —preguntó Naoko—. Todos somos personas que nos hemos doblado en algún punto, que nos hemos torcido, que no hemos podido mantenernos a flote y nos hemos hundido deprisa. Yo, Kizuki, Reiko. A todos nos ha ocurrido lo mismo. ¿Por qué no te gusta la gente corriente?

—A mí no me da esta impresión —respondí tras reflexionar unos instantes—. No me parece que ni tú, ni Kizuki, ni Reiko estéis «torcidos». La gente que a mí me parece «torcida» pasea por la calle tan campante.

—Pero nosotros estamos torcidos. Yo misma me doy cuenta —replicó Naoko.

Anduvimos un rato en silencio. El camino se separaba de la empalizada de los pastos y desembocaba en un prado con forma circular rodeado de árboles, parecido a un pequeño lago.

—A veces me despierto aterrada en medio de la noche. —Naoko pegó su cuerpo al mío—. Pienso que no me recuperaré, que pasarán los años y me pudriré aquí. Y, al imaginarlo, siento cómo se me hiela la sangre. Es una sensación amarga, fría.

Le rodeé los hombros con los brazos y la atraje hacia mí.

—Me da la impresión de que Kizuki me tiende la mano desde las tinieblas y reclama mi presencia. «¡Eh, Naoko! No podemos estar separados», me dice.

—¿Y qué haces en esos momentos?

—Por favor, Watanabe, no me malinterpretes.

—Tranquila.

—Le pido a Reiko que me abrace —me contó Naoko—. La despierto, me meto en su cama, le pido que me abrace. Y lloro. Ella me acaricia hasta que mi cuerpo recobra el calor. ¿Te parece extraño todo esto?

—No. Pero me gustaría ser yo quien te abrazara, en lugar de Reiko.

—Abrázame ahora, aquí —me rogó Naoko.

Nos sentamos sobre la hierba seca del prado y nos abrazamos. Al sentarnos, nuestros cuerpos quedaron ocultos entre la hierba y no podíamos ver más que el cielo y las nubes. La tumbé despacio sobre la hierba y la abracé. Su cuerpo era ágil y cálido, sus manos recorrieron el mío. Nos besamos cariñosamente.

—Oye, Watanabe… —me susurró al oído.

—Dime.

—¿Tienes ganas de acostarte conmigo?

—Claro —dije.

—¿Podrás esperar?

—Podré esperar.

—Antes de hacerlo quiero estar mejor. Encontrarme bien y convertirme en tu pasatiempo. ¿Podrás esperar hasta entonces?

—Claro.

—¿Se te ha puesto dura?

—¿La planta del pie?

—¡Tonto! —Naoko soltó una risita.

—Si te refieres a si tengo una erección, te diré que sí. Claro.

—¿Te importaría dejar de decir «claro»?

—No lo diré más.

—¿No es penoso?

—¿El qué?

—Que se te ponga dura.

—¿«Penoso»? —repetí.

—Es decir, doloroso.

—Según como lo mires.

—¿Te ayudo a correrte?

—¿Con la mano?

—Sí —afirmó Naoko—. Desde hace rato se me está clavando aquí y me hace daño.

Me aparté un poco.

—¿Está mejor así?

—Sí, gracias.

—Escucha, Naoko…

—¿Qué?

—Me gustaría que lo hicieras.

—Bien. —Esbozó una sonrisa.

Me bajó la cremallera de los pantalones y asió mi pene erecto.

—Está caliente —dijo.

Se disponía a mover la mano cuando la detuve, le desabotoné la blusa, le rodeé la espalda con mis brazos, le desabroché el sujetador. Besé sus suaves pechos. Naoko cerró los ojos y empezó a mover los dedos despacio.

—Lo haces bastante bien.

—Sé buen chico y estate callado.

Después de eyacular la abracé y volví a besarla. Naoko se abrochó el sujetador y se abotonó la blusa, y yo me subí la cremallera de los pantalones.

—¿Ahora estarás más cómodo? —preguntó Naoko.

—Gracias a ti —respondí.

—Entonces, si te apetece, podemos pasear.

—Como quieras.

Cruzamos el prado, el bosque y el otro prado. Mientras andábamos, Naoko me habló de la muerte de su hermana mayor. No lo había comentado con nadie hasta ese día, pero que a mí debía contármelo.

—Nos llevábamos seis años y nuestro carácter era muy distinto, pero, a pesar de ello, nos queríamos con locura —explicó Naoko—. Jamás nos peleamos. Quizás influía la diferencia de edad.

»Mi hermana era de esas personas que son siempre las mejores en todo. La mejor estudiante, la mejor en los deportes, tenía don de gentes, capacidad de liderazgo, era amable y honesta, lo que la hacía muy popular entre los chicos, y los profesores la mimaban. Todos le reían las gracias. En todas las escuelas públicas hay siempre una chica así. Pero, y no lo digo porque fuera mi hermana, no era una niña consentida, altiva y orgullosa, y no le gustaba atraer las miradas de la gente. Simplemente, hiciera lo que hiciese era siempre la mejor.

»Por eso mismo, desde niña decidí ser como ella. —Naoko hizo girar una espiga de
susuki
entre los dedos—. Que no te extrañe. Crecí oyéndole decir a todo el mundo lo inteligente que era mi hermana, lo buena deportista, lo popular. Me hice a la idea de que jamás conseguiría superarla en nada. La verdad es que yo no era más guapa que ella, pero mis padres decidieron hacer de mí una niña mona. En primaria me apuntaron a aquella escuela, me compraron vestidos de terciopelo, blusas de volantes, zapatos de charol, fui a clases de piano y de ballet… Gracias a todo esto, mi hermana me mimó muchísimo. ¡Su preciosa hermanita! Me compraba golosinas, me llevaba a todas partes, me ayudaba con los deberes. Incluso me llevaba con ella a las citas con su novio. Era una hermana maravillosa.

»Nadie supo las razones que la llevaron al suicidio. Igual que Kizuki. También ella tenía diecisiete años, y nada permitía suponer que fuera a suicidarse; tampoco ella dejó una nota. Igual que Kizuki.

—Eso parece —dije.

—Todos los que la conocieron coinciden en que era demasiado inteligente, que leía demasiados libros. Era cierto. Leía mucho. Después de que mi hermana muriera, leí muchos de los libros que ella había dejado, pero era muy triste. Encontraba notas suyas escritas en los márgenes, flores secas entre las páginas, cartas de su novio entre las hojas de los libros. Lloré infinidad de veces al verlas. —Naoko volvió a enmudecer unos instantes mientras hacía girar la espiga de
susuki—.
Era una persona a la que le gustaba solucionar las cosas por sí misma. Nunca pedía consejo ni ayuda a nadie. No era orgullosa. Siempre actuó de la misma forma. Mis padres se habían acostumbrado y pensaban que no pasaba nada si la dejaban en paz. Yo solía preguntarle cosas, y mi hermana me aconsejaba, pero ella jamás le consultaba nada a nadie. Todo lo solucionaba sola. Jamás se enfadaba, ni se ponía de malhumor. Ésta es la verdad. No exagero. Las mujeres, cuando tenemos la regla, estamos más irritables y a veces chocamos con los demás. Pues eso jamás le ocurría. Ella, en vez de ponerse de malhumor, se deprimía. Le sucedía una vez cada dos o tres meses. Se quedaba encerrada en su habitación, acostada, sin ir a clase, sin apenas probar bocado. Dejaba la habitación a oscuras, se quedaba tumbada sin hacer nada. Pero no estaba de malhumor.

»Cuando yo volvía de la escuela, me llamaba a su habitación, me pedía que me sentara a su lado, me preguntaba lo que había hecho durante todo el día. Nada importante. A qué había jugado con mis amigos, qué me había dicho el profesor, qué notas había sacado en los exámenes, este tipo de cosas. Me escuchaba con gran atención y me aconsejaba. Pero, en cuanto me marchaba (a jugar con mis amigos o a clase de ballet, por ejemplo), ella volvía a quedarse sola y se deprimía. Al cabo de dos días, automáticamente, se le pasaba todo e iba a la escuela contenta y feliz. Eso duró unos cuatro años. Al principio, mis padres, preocupados, consultaron a un médico, pero como se le pasaba a los dos días, decidieron que lo mejor sería dejarla tranquila, pensando que aquello se solucionaría por sí mismo. Siendo ella una chica tan inteligente y tan fuerte…

»Después de que mi hermana muriera, una vez escuché una conversación entre mis padres. Hablaban de un hermano de mi padre que había muerto tiempo atrás. Por lo visto, era muy inteligente, pero se encerró en casa durante cuatro años, de los diecisiete a los veintiún años, hasta que un día salió y se tiró a la vía del tren. Y mi padre añadió: “Debe de ser algo hereditario, por parte mía”.

Mientras hablaba, sin darse cuenta, Naoko desmochó con la punta de los dedos la espiga de
susuki,
que se dispersó en el viento. Se enrolló el tallo alrededor de un dedo como si fuera una cuerda.

—Fui yo quien encontró a mi hermana muerta —prosiguió Naoko—. Ocurrió en el otoño de mi sexto año de primaria. En noviembre. Llovía, era un día sombrío. Ella estaba en tercero de bachillerato. Cuando volví de clase de piano, a las seis y media, mi madre estaba cocinando y me dijo que la cena ya estaba lista, que avisara a mi hermana. Subí a la planta superior, llamé a la puerta de su habitación y grité: «¡A cenar!». Pero no hubo respuesta; la habitación estaba en silencio. Volví a llamar a la puerta, extrañada, y la abrí. Pensaba que estaría dormida. Pero mi hermana no dormía. La encontré de pie al lado de la ventana, con el cuello doblado, ligeramente inclinado hacia un lado, y la vista clavada en el exterior. Como si estuviera reflexionando. La habitación estaba a oscuras, la luz, apagada, y todo se veía borroso. La llamé: «¿Qué haces? ¡La cena está lista!». Al decir estas palabras, me di cuenta de que ella era más alta de lo normal. ¿Qué le ocurría? ¿Llevaba zapatos de tacón? ¿Se había subido a una plataforma? Me acerqué y, cuando me disponía a llamarla de nuevo, lo entendí todo. Había una cuerda sobre su cabeza. La cuerda colgaba de una viga en línea recta…, tan recta que parecía que hubiera trazado una línea con una regla. Mi hermana llevaba una blusa blanca…, sí, una blusa sencilla, como la que llevo puesta ahora…, llevaba una falda gris, y las puntas de los pies apuntaban hacia abajo, igual que en ballet te pones de puntillas. Entre las puntas de los dedos de los pies y el suelo había un espacio de unos veinte centímetros.

»Lo vi todo, hasta el último detalle. Y también le vi la cara. No pude evitarlo. Pensé que tenía que bajar, decírselo enseguida a mi madre, pensé que tenía que gritar. Pero el cuerpo no me respondía. Había cobrado una identidad propia, separada de mi conciencia. Me decía que tenía que bajar al instante, pero mi cuerpo se movió a su antojo y se dispuso a separar a mi hermana de la cuerda.

»Por supuesto, aquello no era algo que pudiera hacer una niña, y me limité a quedarme allí cinco o seis minutos de pie, atónita, con la mente en blanco. Sin comprender nada. Algo murió en mi interior. Hasta que mi madre vino a ver qué sucedía, yo permanecí allí, junto a mi hermana. En la habitación a oscuras. —Naoko sacudió la cabeza—. Durante tres días no dije una palabra. Estuve tendida en la cama, como muerta, con los ojos abiertos y la mirada fija. Sin entender nada. —Naoko se arrimó a mi brazo—. Ya te decía en la carta que soy un ser mucho más imperfecto de lo que puedas imaginarte. Estoy mucho más enferma de lo que crees, las raíces son mucho más profundas. Por eso quiero que, si puedes, sigas con tu vida. No me esperes. Si te apetece acostarte con otras chicas, hazlo. No te reprimas por mi causa. Haz todo lo que quieras. Si no, podría acabar convirtiéndote en mi compañero de viaje, y eso es algo que no quiero que suceda jamás. Me niego a interferir en tu vida, ni en la vida de nadie. Tal como te he dicho antes, ven a visitarme de vez en cuando y acuérdate siempre de mí. Eso es lo único que deseo.

—Pero eso no es lo que deseo yo —intervine.

—A mi lado, estás desperdiciando tu vida.

—No estoy desperdiciando nada.

—Es posible que nunca me recupere. ¿Me esperarías a pesar de todo? ¿Podrías esperarme diez, veinte años?

—Tienes demasiados miedos —dije—. A la oscuridad, a las pesadillas, al poder de los muertos. Lo que tú debes hacer es olvidarte de ellos. Si los olvidas, seguro que te recuperarás.

—¡Si fuera capaz! —Naoko sacudió la cabeza.

—Si pudieras salir de aquí, ¿te gustaría vivir conmigo? —le pregunté—. Yo podría protegerte de la oscuridad, de los sueños y, aunque no estuviera Reiko, podría abrazarte.

Naoko se arrimó aún más a mi brazo.

—¡Sería maravilloso! —exclamó.

Volvimos a la cafetería un poco antes de las tres. Reiko estaba leyendo un libro mientras escuchaba el
Segundo concierto para piano
de Brahms. Era una gozada oír la música de Brahms sonando en aquel prado sin un alma, hasta donde alcanzaba la vista. Reiko acompañó silbando el pasaje de violonchelo que abre el tercer movimiento.

—Backhaus y Böhm —dijo Reiko—. Durante un tiempo escuché tanto este disco que lo gasté. Lo escuché de principio a fin.

Naoko y yo pedimos una taza de café.

—¿Habéis podido hablar? —le soltó Reiko a Naoko.

—Sí, mucho —respondió ella.

—Después ya me contarás los detalles. Cómo ha estado él y todo eso.

—Si no hemos hecho nada. —Naoko se sonrojó.

—¿De verdad? —me preguntó Reiko.

—No, no hemos hecho nada.

—¡Qué aburrimiento! —Reiko puso cara de hastío.

—Pues sí. —Y tomé un sorbo de café.

Durante la cena el comedor ofrecía un panorama muy parecido al del día anterior. La atmósfera, el tono de las voces, las caras de la gente, todo era idéntico, sólo difería el menú. El hombre de la bata blanca a quien tanto interesaba la secreción de los jugos gástricos en estado de ingravidez se sentó con nosotros y estuvo hablando de la correlación entre el tamaño del cerebro y la inteligencia. Mientras comíamos nuestra hamburguesa de soja, escuchamos sus explicaciones sobre la capacidad cerebral de Bismarck y de Napoleón. Dejó su plato a un lado y, con un bolígrafo, dibujó un cerebro en un bloc de notas. Luego se afanó en corregirlo exclamando:

—¡No, no es exacto!

Una vez lo dio por bueno, se guardó con extremo cuidado el bloc en el bolsillo de la bata blanca e insertó el bolígrafo en el mismo bolsillo. De él asomaban tres bolígrafos, un lápiz y una regla. Después de comer pronunció las mismas palabras que el día anterior: «Aquí el invierno está muy bien. Vuelva usted en invierno». Acto seguido se fue.

—¿Este hombre es un médico o un paciente? —le pregunté a Reiko.

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