Tokio Blues (27 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A la biblioteca —dije.

—¿Por qué no te vienes a almorzar conmigo?

—Ya he comido hace un rato.

—¿Y por qué no comes otra vez?

Al final, Midori y yo entramos en una cafetería del barrio; Midori se comió un arroz con curry, y yo me tomé una taza de café. Llevaba una camisa blanca de manga larga y un chaleco amarillo de lana con peces bordados, un fino collar de oro y un reloj de Walt Disney. Comió con apetito el arroz con curry y bebió tres vasos de agua.

—Estos días no has estado por aquí, ¿verdad? Te he llamado un montón de veces —comentó Midori.

—¿Querías algo en especial?

—No, nada. Hablar contigo.

—¡Ah! —musité.

—¿Qué coño significa ese «¡Ah!»?

—Nada. Es una expresión —respondí—. Dime, ¿ha habido algún incendio últimamente?

—No. Y mira que aquél fue divertido. Apenas hubo daños y el humo fue muy impactante. Un incendio así está bien.

Dichas estas palabras, volvió a beber agua. Luego suspiró y me miró fijamente.

—Watanabe, ¿qué te ocurre? Pareces atontado. Ni siquiera enfocas al mirar.

—Nada grave. Acabo de volver de viaje y estoy cansado.

—Parece que has visto un fantasma.

—¿Ah, sí?

—¿Esta tarde tienes clase?

—Sí, de alemán y religión.

—¿Y no puedes saltártelas?

—La de alemán, imposible. Hoy tengo examen.

—¿A qué hora terminas?

—A las dos.

—¿Quieres ir a tomar una copa cuando salgas de clase?

—¿A las dos de la tarde? —pregunté.

—No está mal para variar. Tienes mala cara. Tómate una copa conmigo y verás como te animas. Y yo lo mismo. También quiero tomar una copa contigo para ver si me animo. ¿Qué te parece?

—Vayamos de copas, pues. —Solté un suspiro—. Te espero a las dos en el patio de la facultad de literatura.

Después de la clase de alemán, subimos al autobús, fuimos hasta Shinjuku y entramos en un bar llamado DUG, situado en uno de los subterráneos de detrás de la librería Kinokuniya, donde pedimos dos vodkas con tónica.

—Vengo a veces. Aquí no te sientes incómoda bebiendo durante el día.

—¿Tienes por costumbre beber durante el día?

—No, sólo a veces. —Hizo tintinear el hielo del vaso—. A veces, cuando el mundo empieza a angustiarme, me paso por aquí y me tomo un vodka con tónica.

—¿El mundo te parece angustioso?

—A veces —dijo Midori—. Yo también tengo problemas.

—¿Cuáles son tus problemas?

—Mi familia, mi novio, las irregularidades de la regla… muchas cosas.

—¿Tomamos otra copa? —sugerí.

—Hecho.

Levanté la mano, llamé al camarero y le pedí otros dos vodkas con tónica.

—Por cierto, el otro domingo me diste un beso —terció Midori—. He pensado en eso. Me gustó mucho.

—Eso está bien.

—«Eso está bien» —repitió Midori—. Verdaderamente, hablas de una manera extraña.

—Puede ser —dije.

—Dejémoslo así. En fin, en ese momento lo pensé. Me hubiera encantado que aquél fuera el primer beso que me daba un chico. Si pudiera cambiar el curso de mi vida, haría que ése fuera mi primer beso. Sin dudarlo. Y viviría el resto de mi vida pensando: «¿Qué debe de estar haciendo ahora Watanabe, aquel chico que me dio mi primer beso una tarde en el terrado de mi casa? ¿Qué habrá sido de él ahora que ha cumplido cincuenta y ocho años?». ¿No te parece precioso?

—Debe de ser precioso —dije mientras pelaba un pistacho.

—¿Por qué estás ausente? Ya te lo he preguntado antes.

—Quizá porque aún me cuesta volver a la vida cotidiana —concedí tras reflexionar unos instantes—. Me da la impresión de que éste no es el mundo real. La gente, las escenas que me rodean no me parecen reales.

Midori, acodada sobre la barra, me miró de arriba abajo.

—Esto mismo dice una canción de Jim Morrison.

—«People are strange when you are a stranger», o
sea, «la gente es extraña cuando tú eres un extraño».

—¡Cierto! —dijo Midori.

—¡Esto es! —exclamé.

—Me gustaría que me acompañaras a Uruguay. —Midori seguía acodada sobre la barra—. Dejándolo todo: la novia, la familia, la universidad…

—No estaría mal. —Me reí.

—¿No te encantaría dejarlo todo y marcharte a un lugar donde nadie te conociera? A mí, a veces me dan ganas de hacerlo. Unas ganas locas. Así que, si de pronto se te ocurre llevarme lejos, te pariré un montón de bebés fuertes como toros. Y viviremos todos tan felices… Revolcándonos por el suelo.

Volví a reírme y apuré mi segundo vaso de vodka con tónica.

—Aún no tienes ganas de tener bebés fuertes como toros, ¿es eso? —me preguntó Midori.

—No, mujer, tengo curiosidad. Me gustaría saber qué se siente —dije.

—Tranquilo. Si no te apetece, no pasa nada. —Ahora Midori comía pistachos—. Total, estoy bebiendo a primera hora de la tarde y diciendo lo primero que se me pasa por la cabeza. Te insto a que lo dejes todo y te vayas a Uruguay, nada menos. Si allí no hay más que cagajones de burro…

—Tal vez.

—Cagajones por todas partes. Una mierda si estás aquí, una mierda si vas allá. El mundo entero es una mierda. Toma, te doy éste, que está duro. —Midori me dio un pistacho que costaba pelar. Le quité la cáscara con esfuerzo—. Pero el domingo pasado me relajé muchísimo. Los dos en el terrado mirando el incendio, bebiendo y cantando. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me presionan por todas partes. En cuanto asomo la cabeza, me dicen esto y lo otro. Al menos, tú no me fuerzas a nada.

—No te conozco lo suficiente.

—¿Quieres decir que, si me conocieras mejor, tú también acabarías presionándome como todos los demás?

—Es posible —dije—. En el mundo real todos vivimos presionándonos los unos a los otros.

—Sí, pero no creo que tú lo hicieras. Yo estas cosas las adivino. En cuanto a presionar y a ser presionado, soy una autoridad. Y tú no eres así. Contigo siento que puedo bajar la guardia. ¿Sabes que en este mundo hay montones de personas a quienes les gusta forzar a los demás a hacer esto y lo otro, y que, a su vez, les gusta que las fuercen? Y montan un gran follón con todo esto. Yo te he presionado porque tú me has presionado… Les encanta. Pero a mí no. Yo lo hago porque no me queda otro remedio.

—¿Y a qué cosas fuerzas a los demás? ¿O a qué cosas te fuerzan los demás a ti?

Midori se llevó un cubito de hielo a la boca, que chupó durante un momento.

—¿Quieres conocerme mejor?

—Me gustaría —reconocí.

—Acabo de preguntarte: «¿Quieres conocerme mejor?». ¿No te parece una crueldad responderme como lo has hecho?

—Quiero conocerte mejor, Midori —repetí.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Aunque te den ganas de apartar la mirada?

—¿Tan terrible eres?

—En cierto sentido, sí. —Midori esbozó una mueca—. Quiero otra copa.

Llamé al camarero y le pedí la tercera ronda de vodkas con tónica. Hasta que nos los trajeron, Midori permaneció acodada en la barra con la mejilla sobre la palma de la mano. Yo guardaba silencio escuchando
Honeysuckle Rose,
de Thelonious Monk. En el bar había cinco o seis clientes, pero éramos los únicos que tomábamos alcohol. El aroma del café confería una atmósfera de tarde familiar en la penumbra de un bar.

—¿Estás libre el próximo domingo? —me preguntó Midori.

—Creía habértelo dicho antes. Los domingos siempre estoy libre. Al menos, hasta las seis, cuando voy a trabajar.

—¿Entonces me acompañarás este domingo?

—Si quieres…

—El domingo por la mañana iré a recogerte a la residencia. Pero no sé la hora exacta. ¿Te importa?

—No —le dije.

—Watanabe, ¿sabes lo que me gustaría hacer ahora?

—Ni me lo imagino.

—Quiero tenderme en una cama grande, muy mullida. Eso en primer lugar —explicó Midori—. Me encuentro a gusto, estoy borracha, a mi alrededor no hay ningún cagajón de mula, tú estás tendido a mi lado. Y entonces empiezas a desnudarme con dulzura. Como una madre desnudaría a su hijo. Suavemente.

—Y… —susurré.

—Yo al principio estoy adormilada, sintiéndome en la gloria, pero, de pronto, recobro el sentido y grito: «¡No, Watanabe! Me gustas, pero salgo con un chico y no puedo hacerlo. Yo soy muy estricta en estas cosas. ¡Basta! ¡Por favor!». Pero tú no te detienes.

—Yo me detendría.

—Lo sé. Pero esto es una fantasía —dijo Midori—. Y me enseñas tu cosita. Allí, enhiesta. Yo bajo enseguida la mirada, claro. Pero la veo de refilón y digo: «¡No, por favor! ¡No puedes meterme una cosa tan grande y tan dura!».

—No la tengo grande. La tengo normal.

—Eso no importa. Es una fantasía. De pronto, pones una cara triste. Y yo me compadezco de ti y te consuelo: «¡Pobre! ¡Pobrecillo! ¡Venga! ¡No pasa nada!».

—¿Y eso es lo que te gustaría hacer ahora?

—Sí.

—¡Vaya! —exclamé.

Salimos del bar DUG después de tomarnos cinco vodkas con tónica cada uno. Cuando me disponía a pagar, Midori me dio un golpecito en la mano, sacó de su cartera un billete de diez mil yenes sin una arruga y pagó la cuenta.

—Invito yo. No te preocupes. He cobrado uno de los trabajos que hago a tiempo parcial. Ahora bien, si eres un fascista a quien no le gusta que lo invite una mujer, la cosa cambia.

—No lo soy.

—¿A pesar de que no te he dejado metérmela?

—Porque es tan grande y está tan dura…

—Exacto —dijo Midori—. Porque es tan grande y está tan dura…

Midori estaba ebria y resbaló cuando bajaba por la escalera. Estuvimos a punto de caer los dos escaleras abajo. Al salir del bar, vimos que las nubes que cubrían el cielo habían desaparecido y que un sol crepuscular vertía una suave luz sobre las calles por las que Midori y yo vagábamos. Ella me dijo que quería subirse a un árbol, pero, por desgracia, en Shinjuku no había ninguno y a aquella hora el parque ya estaba cerrado.

—¡Lástima! ¡Me encanta subirme a los árboles! —se lamentó ella.

Mientras paseaba con Midori mirando los escaparates de las tiendas, me di cuenta de que el mundo había dejado de parecerme tan irreal como un rato antes.

—Doy gracias por haberte conocido. Tengo la sensación de que me he readaptado al mundo —afirmé.

Midori se detuvo y me miró atentamente.

—Es verdad. Ahora ya enfocas bien la mirada. Chico, ¡te sienta bien salir conmigo!

—Sí.

A las cinco y media Midori dijo que tenía que preparar la cena y que se iba a casa. Yo subí al autobús y volví a la residencia. La acompañé hasta la estación de Shinjuku y allí nos despedimos.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —soltó cuando ya nos separábamos.

—No tengo la menor idea. ¡Quién sabe qué te ronda por la cabeza! —comenté.

—Me gustaría que unos piratas nos hicieran prisioneros, que nos desnudaran y nos ataran con una cuerda.

—¿Y por qué tendrían que hacer algo así?

—Porque serían unos piratas morbosos.

—Me parece que aquí la única morbosa eres tú.

—Nos dicen que dentro de una hora nos arrojarán al mar, así que, mientras tanto, tratemos de pasarlo lo mejor posible, así, tal como estamos. Y nos meten en las bodegas.

—¿Y?

—Lo pasamos estupendamente durante una hora. Revolcándonos y retorciéndonos.

—¿Y eso es lo que te gustaría hacer ahora?

—Sí.

—¡Vaya! —Agité la mano.

El domingo Midori vino a recogerme a la residencia a las nueve y media de la mañana. Yo acababa de despertarme y aún no me había lavado la cara. Alguien aporreó la puerta gritando: «¡Eh, Watanabe! ¡Una mujer!». Al bajar al vestíbulo, vi a Midori vestida con una minifalda tejana increíblemente corta, sentada en una silla con las piernas cruzadas, bostezando. Al pasar, los chicos que iban a desayunar se comían con los ojos las piernas largas y delgadas de Midori. Tenía unas piernas muy bonitas.

—¿He llegado demasiado pronto? —preguntó ella—. ¿Te acabas de levantar?

—Voy a lavarme la cara y a afeitarme. ¿Me esperas unos quince minutos? —le rogué.

—No me importa esperarte, pero, desde hace un rato, no paran de mirarme las piernas.

—Normal, ¿no te parece? Presentándote en una residencia de chicos con una falda tan corta… Vamos, te mirarán todos.

—No hay problema. Hoy llevo unas bragas muy bonitas. De color rosa, con un encaje precioso.

—Peor aún. —Suspiré.

Me lavé la cara y me afeité lo más rápido posible. Luego me puse una camisa azul, una chaqueta de
tweed
gris por encima, bajé y conduje a Midori a la salida de la residencia. Estaba bañado en un sudor frío.

—¿Todos los chicos que hay aquí se masturban? —Midori alzó la vista hacia la residencia.

—Es probable.

—¿Lo hacen pensando en chicas?

—Supongo que sí —dije—. No creo que haya ningún hombre que se masturbe pensando en el mercado de valores, en la conjugación de los verbos o en el canal de Suez. Imagino que la mayoría lo hace pensando en mujeres.

—¿El canal de Suez?

—Por ejemplo.

—Es decir, piensan en una chica determinada.

—¿Por qué no se lo preguntas a tu novio? —le espeté—. No entiendo a qué viene preguntarme todas estas cosas un domingo por la mañana.

—Es simple curiosidad —contestó Midori—. Además, él se enfadaría muchísimo. Dice que las mujeres no tenemos que preguntar estas cosas.

—Es una manera de pensar muy correcta.

—Pero yo quiero saberlo. ¿Tú, cuando te masturbas, piensas en una chica concreta?

—Yo sí. Ahora bien, no tengo ni idea de lo que hacen los demás —me resigné a responder.

—¿Y has pensado alguna vez en mí? Dime la verdad. No me enfadaré.

—No, nunca, la verdad —le respondí honestamente.

—¿Y por qué no? ¿No me encuentras atractiva?

—No es eso. Eres atractiva, eres guapa, te gusta provocar.

—Entonces, ¿por qué no piensas en mí?

—En primer lugar, porque te veo como una amiga y no puedo involucrarte en mis fantasías sexuales. En segundo lugar…

—Hay otra persona que está presente en tus pensamientos.

—La verdad es que sí —reconocí.

—Eres educado incluso en esto —comentó Midori—. Me gusta esta faceta tuya. Pero, aunque sea una vez, ¿me incluirás a mí en tus fantasías sexuales o en tus obsesiones? Me gustaría aparecer. Te lo pido como amiga. ¡Vamos! Esto a otro no se lo pediría. Esta noche, cuando te masturbes, piensa en mí. No puedo pedírselo a cualquiera. Pero tú eres un amigo. Y luego quiero que me cuentes cómo ha ido.

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