Tokio Blues (38 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Cuando me hartaba de leer y de escuchar música, cuidaba el jardín. Le pedí prestados al dueño un escobón, un rastrillo, una pala y unas tijeras de podar y fui arrancando las malas hierbas, recortando los frondosos arbustos. Poco después el jardín quedó irreconocible. Cuando el dueño vio los frutos de mi trabajo, me invitó a tomar una taza de té. Nos sentamos en el porche de la casa grande, taza en mano, comimos galletas de arroz y charlamos. Me contó que, después de jubilarse, había trabajado durante un tiempo en una compañía de seguros, pero que, dos años atrás, se había retirado definitivamente. Ahora se dedicaba a vivir la vida. Tanto la casa como el terreno eran suyos desde hacía años, todos sus hijos se habían independizado, así que decidió pasar una vejez ociosa. Él y su mujer viajaban con frecuencia.

—Qué bien —comenté.

—No tanto —dijo él—. Los viajes me aburren. Preferiría trabajar.

Me contó que había descuidado el jardín porque había pocos jardineros por la zona, y él, en los últimos tiempos, no podía ocuparse personalmente, ya que se le había agravado una alergia nasal y no podía tocar la hierba. Después me mostró un trastero y me dijo que, aunque con ello no esperaba pagar mi ayuda, me llevara, con toda libertad, los objetos que quisiera; él no los necesitaba. Allí dentro había un poco de todo. Desde un barreño y una piscina para niños hasta bates de béisbol. Descubrí una bicicleta vieja, una mesa de cocina, un par de sillas, un espejo y una guitarra, y se los pedí prestados. Me dijo que los usara todo el tiempo que quisiera.

Invertí un día entero en quitarle el óxido a la bicicleta, ponerle aceite, hincharle los neumáticos, arreglarle el engranaje y cambiarle los cables viejos por otros nuevos que compré en una tienda. Con esto, la bicicleta quedó como nueva. Le quité el polvo a la mesa y la barnicé. Le cambié todas las cuerdas a la guitarra y fijé con cola las partes de la caja que estaban despegadas. También le quité el óxido con un cepillo y le ajusté las clavijas. Aunque no era una buena guitarra, fui capaz de afinarla. Pensándolo bien, no había tenido ninguna desde mi época del instituto. Me senté en el porche y fui punteando despacio, de memoria,
Up on the Roof
de The Drifters, que había aprendido tiempo atrás. Me asombró que aún recordara la mayoría de acordes.

Con la madera que sobró, me hice un buzón, que pinté de rojo, escribí en él mi nombre y lo puse delante de la puerta. Sin embargo, hasta el 3 de abril, la única correspondencia que albergó fue la de la convocatoria para una reunión de antiguos alumnos del instituto que me habían remitido desde la residencia. Aquél era el último sitio adónde me apetecía ir. Porque Kizuki y yo habíamos estado juntos en aquella clase. Arrojé enseguida la misiva a la papelera.

El 4 de abril por la tarde encontré una carta en el buzón, pero era de Reiko. En el remite de la carta constaba su nombre: «Reiko Ishida». Abrí el sobre con cuidado con unas tijeras, y me senté en el porche a leer la carta. Desde el primer instante, tuve el presentimiento de que no contenía buenas noticias; al leerla, supe que estaba en lo cierto.

Reiko se disculpaba por haber tardado tanto tiempo en responder. Naoko había hecho tremendos esfuerzos por contestarme, pero no había sido capaz de hacerlo. Reiko se había ofrecido muchas veces a escribirme en su lugar, diciéndole que no podía demorar tanto la respuesta, pero Naoko repetía que era algo muy personal, que debía ser ella quien me escribiese, y, de este modo, el tiempo había ido pasando. Lamentaba que el retraso pudiera haberme ocasionado molestias, pero tenía que perdonarla.

«Seguro que para ti ha sido muy duro estar todo este tiempo esperando su respuesta, pero este mes también ha sido muy duro para Naoko. Compréndelo. Hablando sin ambages, ahora ella no está bien. Lucha con todas sus fuerzas para mejorar, pero todavía no se aprecian los resultados.

»La primera señal de alarma fue no poder escribir. Esto ocurrió a finales de noviembre o principios de diciembre. Luego empezó a oír voces. Cuando se disponía a escribir, las voces de varias personas se lo impedían. Interferían a la hora de elegir las palabras. Hasta tu segunda visita, los síntomas fueron relativamente leves, y yo, la verdad sea dicha, no me los tomé en serio. Nosotros estamos, hasta cierto punto, aquejados por nuestros propios síntomas de manera cíclica. Pero después de tu regreso los síntomas se agravaron. Ahora tiene dificultades incluso a la hora de mantener una conversación. No sabe elegir las palabras. Y esto la confunde enormemente. La confunde y la asusta. Las alucinaciones auditivas han ido incrementándose.

»Cada día hacemos terapia con un médico. Hablamos de varias cosas (ella, el médico y yo), intentamos esclarecer qué partes de ella se han dañado. Yo propuse incluirte en alguna sesión, si ello fuera posible, y el médico estuvo de acuerdo, pero Naoko se opuso. Éstas fueron sus palabras: “Cuando me vea, quiero que me encuentre con el cuerpo limpio”. He aquí sus razones. Intenté convencerla diciéndole que lo importante era que se recuperara lo antes posible, pero ella no cambió de opinión.

»Creo que ya te lo había explicado antes, pero éste no es un hospital especializado. No es un sanatorio eficaz que cuenta con médicos especialistas; aquí no puede seguirse una terapia intensiva. El objetivo de esta institución es ofrecer un ambiente propicio para que los pacientes puedan tratarse a sí mismos y no incluye un tratamiento médico propiamente dicho. Así que, si el estado de Naoko empeora, tendrán que trasladarla a otro hospital o institución médica. Para mí esto sería muy duro, pero parece inevitable. Por supuesto, aunque fuera así, se trataría de una especie de “viaje de trabajo” temporal y quedaría abierta la posibilidad de su retorno. O, si las cosas fueran bien, tal vez se curaría definitivamente y podría abandonar cualquier hospital. Estoy haciendo todo lo que puedo, y Naoko también. Reza por su recuperación. Y sigue escribiendo como hasta ahora.

»Reiko Ishida

»31 de marzo.»

Tras leer la carta, permanecí sentado en el porche contemplando el jardín, que ya había adquirido un aire primaveral. Había un viejo cerezo con las flores casi abiertas. Soplaba un suave viento y la luz confería al paisaje una extraña tonalidad difusa. Poco después
Gaviota
volvió de alguna parte y, tras estar un rato arañando las tablas del porche, estiró los músculos perezosamente a mi lado y se durmió.

En algo tenía que pensar, pero no sabía cómo empezar. A decir verdad, no me apetecía pensar en nada. Decidí que ya llegaría el momento en que me sentiría impelido a hacerlo y que entonces lograría pensar con calma. Ahora no quería pensar en nada.

Permanecí todo el día apoyado en una columna del porche acariciando a
Gaviota
y contemplando el jardín. Sentía que todas mis fuerzas me habían abandonado. Avanzó la tarde, llegó el atardecer y pronto las tinieblas azules de la noche cubrieron el jardín.
Gaviota
se marchó; yo me quedé contemplando las flores del cerezo. En ese crepúsculo de primavera, parecían carne desollada, al rojo vivo. El jardín estaba lleno del olor pesado y dulzón de la carne podrida. Recordé el cuerpo de Naoko. Su hermoso cuerpo yacía en la oscuridad, y de su piel brotaban innumerables tallos, pequeños y verdes, que temblaban y se mecían con el viento. «¿Por qué tiene que estar enfermo un cuerpo tan hermoso?», me pregunté. «¿Por qué no dejan a Naoko en paz?»

Entré en casa y corrí las cortinas, pero, como era de esperar, también las habitaciones olían a primavera, que cubría el mundo entero. Pero a mí, en aquellos momentos, me hacía pensar en la putrefacción. Dentro de aquella casa con las persianas cerradas, sentí un odio profundo hacia la primavera. Odié todo lo que me había traído, odié el dolor sordo que sentía en mi interior. Era la primera vez en mi vida que odiaba algo con tanta intensidad.

Pasé tres días extraños, sintiéndome como si estuviese andando por el fondo del mar. Cuando alguien me hablaba, no entendía lo que me estaba diciendo; cuando yo le hablaba a alguien, éste no me entendía. Como si me envolviera una espesa membrana. Me impedía entrar en contacto con el mundo que me rodeaba. Al mismo tiempo, la gente no podía tocar mi piel. Yo carecía de fuerzas, pero, mientras me protegiera la membrana, no tenían poder alguno sobre mí.

Contemplaba el techo apoyado en la pared; cuando tenía hambre comía cualquier cosa que tuviera a mano, bebía agua y, cuando me invadía la tristeza, bebía whisky y dormía. Sin lavarme, sin afeitarme. Así pasé tres días.

El 6 de abril recibí una carta de Midori. Me decía que el 10 de abril era el día de la matrícula y que podíamos quedar en el patio de la universidad e ir a comer juntos. Escribía:

«He tardado mucho en responderte. Creo que ahora ya estamos empatados y podemos hacer las paces. Te echo mucho de menos».

Leí la carta cuatro veces, pero no logré entender qué quería decir con ella. ¿Qué significado podía tener? Estaba confuso, era incapaz de encontrar la conexión entre una frase y la siguiente. ¿Qué tenía que ver el hecho de quedar con ella el «día de la matrícula» con estar «empatados»? ¿Por qué quería ir a comer conmigo? «Me estoy volviendo loco», pensé. Sentía la cabeza embotada, como las raíces hinchadas por la humedad de una planta que ha crecido en la oscuridad más completa. «No puedo seguir así», pensé en mi aturdimiento. «No puedo seguir así eternamente. Tengo que hacer algo.» De repente, recordé las palabras de Nagasawa: «No te compadezcas de ti mismo. Eso sólo lo hacen los mediocres». «¡Bravo, Nagasawa! ¡Qué grande eres!», pensé. Y me levanté después de exhalar un suspiro.

Por primera vez en mucho tiempo hice la colada, me bañé y me afeité, limpié la casa, fui a comprar, cociné una comida decente, comí, di de comer a
Gaviota,
que estaba hambrienta, no bebí otra cosa más fuerte que la cerveza e hice treinta minutos de gimnasia. Al mirarme en el espejo en el momento de afeitarme, vi lo demacrado que estaba. Aquel rostro de ojos ausentes me resultó extraño.

A la mañana siguiente di un largo paseo en bicicleta y, tras volver a casa y comer, leí de nuevo la carta de Reiko. Intenté pensar qué debía hacer en el futuro. El motivo principal de que la carta de Reiko me hubiese afectado tanto estribaba en que ésta, en un segundo, había echado por tierra mis esperanzas más optimistas, mi fe en que Naoko podía recuperarse. La propia Naoko, hablando de su enfermedad, me había dicho que tenía unas raíces muy profundas; Reiko, a su vez, había reconocido que no sabía qué iba a ocurrir. Sin embargo, a pesar de ello, yo había ido a ver a Naoko dos veces, me había dado la impresión de que estaba mejorando y había decidido que el único problema que ella tenía consistía en reunir el coraje suficiente para integrarse en la sociedad. Si ella lo lograra, nosotros dos, uniendo nuestras fuerzas, podríamos salir adelante.

No obstante, el castillo que yo había construido sobre esta frágil hipótesis se había derrumbado al leer la carta de Reiko. Lo único que quedaba ahora era una superficie plana e insensible. Debía replantearme la situación. Tal vez Naoko tardara mucho tiempo en recuperarse. E incluso, suponiendo que lo lograra, saldría muy debilitada del proceso, con menos confianza en sí misma. Yo tenía que adaptarme a las nuevas circunstancias. Era consciente de que la solución a mis problemas no estribaba en fortalecerme a mí mismo, por supuesto, pero, en cualquier caso, lo único que podía hacer era mantener la moral alta. Lo único que podía hacer era esperar con paciencia a que ella se curara.

«¡Eh, Kizuki!», pensé. «A diferencia de ti, he decidido vivir como es debido. Tú debiste de sufrir, pero yo también sufro. De veras. Todo lo que está ocurriendo procede de tu muerte: abandonaste a Naoko a su suerte. Yo, en cambio, jamás podré hacerlo, porque la quiero y soy más fuerte que ella. Y aún seré más fuerte. Maduraré. Me convertiré en un adulto. Debo hacerlo. Hasta ahora había deseado permanecer eternamente en los diecisiete o dieciocho años. Pero ya no lo pretendo. Ya no soy un adolescente. Tengo sentido de la responsabilidad. Kizuki, ya no soy el que estaba contigo. He cumplido veinte años. Y debo pagar un precio por seguir viviendo.»

—Watanabe, ¿qué te ha sucedido? —me preguntó Midori—. Estás en los huesos…

—¿Tú crees? —dije.

—¿No será que follas demasiado con tu amante casada?

Sonreí y negué con un gesto de la cabeza.

—Desde principios de octubre pasado no me he acostado con nadie —afirmé.

Midori soltó un silbido.

—¿Llevas más de medio año sin hacerlo?

—Sí.

—¿Por qué has adelgazado tanto?

—Me he convertido en un adulto —afirmé.

Midori me puso sus manos en los hombros y me miró fijamente a los ojos. Luego hizo una mueca y volvió a sonreír.

—Sí, es cierto. Te noto distinto. Has cambiado.

—Me he hecho mayor.

—Eres increíble. ¡Mira que pensar así! —Midori parecía admirada—. Comamos algo. Estoy hambrienta.

Decidimos ir a un pequeño restaurante que estaba detrás de la facultad de literatura. Pedimos el menú del día.

—Watanabe, ¿estás enfadado conmigo? —me preguntó.

—¿Por qué?

—Porque, como revancha, no respondí a tu carta. ¿Crees que no hice bien? Tú te habías disculpado como es debido.

—Fui yo quien se portó mal. No puedo quejarme.

—Mi hermana dice que no está bien actuar así. Según ella, es demasiado rencoroso, demasiado infantil.

—Pero tú te quedaste tranquila con tu revancha.

—Exacto.

—Entonces, ¿qué problema hay?

—¡Eres muy generoso! —exclamó Midori—. Watanabe, ¿de verdad llevas medio año sin tener relaciones sexuales?

—Exacto.

—La vez que me abrazaste en la cama debías de tener muchas ganas de hacerlo.

—Tal vez.

—Pero no lo hiciste.

—Porque tú eres ahora mi mejor amiga y no quiero perderte —dije.

—Aquel día, si tú me hubieses acosado, no me hubiera negado. Me faltaban fuerzas para ello.

—La tengo tan grande y tan dura… —bromeé.

Ella sonrió y me acarició cariñosamente la muñeca.

—Ya hacía algún tiempo que había decidido confiar en ti al cien por cien. Así que aquel día me dormí con toda tranquilidad. Sabía que contigo no podía sucederme nada malo, que podía estar tranquila. Y dormí como una bendita, ¿no?

—Pues sí.

—Si tú me hubieras dicho «Oye, Midori, acuéstate conmigo y verás como todo se arregla», quizá lo hubiera hecho. Y no creas que, con eso, estoy intentando seducirte o excitarte. Sólo trato de expresarte lo que siento.

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