Tokio Blues (37 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

A principios de diciembre escribí a Naoko preguntándole si podía ir a visitarla durante las vacaciones de invierno. Me respondió Reiko. En la carta me decía que estarían muy contentas de verme, que les hacía mucha ilusión. Me contestaba ella porque, al parecer, en los últimos tiempos Naoko no se sentía capaz de escribir. Esto no quería decir que su estado hubiese empeorado, no debía preocuparme. Aquello iba a rachas.

Cuando empezaron las vacaciones de la universidad, metí mis cosas en la mochila, me calcé las botas de nieve y salí para Kioto. Tal como me había anunciado aquel extraño médico, las montañas cubiertas de nieve ofrecían un panorama de una belleza extraordinaria. Igual que la vez anterior, dormí en la habitación de Naoko y Reiko y, de manera similar a la anterior, permanecí tres días en aquel lugar. Al anochecer, Reiko tocaba la guitarra y charlábamos. Durante el día, en vez de ir de excursión, los tres hacíamos esquí de fondo. Tras una hora deslizándome por las montañas sobre los esquíes, me sentía sin aliento y bañado en sudor. En mi tiempo libre ayudaba a retirar la nieve. Aquel extraño médico, el doctor Miyata, volvió a acercarse a nuestra mesa durante la cena y nos explicó por qué el dedo corazón era más largo que el índice y por qué en el pie sucedía lo contrario. El guarda, el señor Ômura, volvió a hablarme de la carne de cerdo de Tokio. A Reiko le encantaron los discos con que la obsequié y transcribió algunas melodías para tocarlas con la guitarra.

Naoko estaba mucho más callada que en otoño. Cuando estábamos los tres juntos apenas abría la boca, se limitaba a permanecer sentada en el sofá, sonriendo. Reiko hablaba por ambas.

—No te preocupes —me dijo Naoko—. Ahora estoy en esta fase. Me divierte mucho más escucharos a vosotros que hablar.

En un momento en que Reiko, con algún pretexto, salió de la casa, Naoko y yo nos abrazamos sobre la cama. Besé con dulzura su cuello, sus hombros y sus pechos, y ella, como la vez anterior, me excitó con la mano hasta llegar al orgasmo. Al abrazarla, después de eyacular, le dije que a lo largo de aquellos dos meses no había olvidado el tacto de sus dedos. Y que me había masturbado pensando en ella.

—¿No te has acostado con nadie? —me preguntó.

—No —le dije.

—Entonces acuérdate también de esto.

Se deslizó por la cama, tomó con suavidad mi pene entre los labios, lo introdujo en su cálida boca y empezó a lamerlo. La lisa melena de Naoko me caía sobre el vientre y se mecía al compás del movimiento de sus labios. Eyaculé por segunda vez.

—¿Podrás recordarlo? —me preguntó Naoko.

—Lo recordaré siempre —le dije.

La atraje hacia mi pecho, introduje los dedos bajo sus bragas y le acaricié la vagina, pero estaba seca. Naoko hizo un gesto negativo con la cabeza y me retiró la mano. Permanecimos un momento abrazados en silencio.

—Cuando acabe este curso, pienso dejar la residencia y buscarme un apartamento en alguna parte —le dije—. Ya me he hartado de vivir allí y con mi trabajo de media jornada me alcanzará el dinero. Si quieres, podríamos vivir juntos. ¿Qué te parece? No es la primera vez que te lo propongo.

—Gracias. Estoy muy contenta de que me lo hayas pedido —contestó Naoko—. Éste no es un mal sitio. Es tranquilo, Reiko es una buena persona, pero no me gustaría quedarme aquí para siempre. Se trata de un sitio demasiado especial para permanecer en él demasiado tiempo. Me da la impresión de que, cuanto más tiempo está uno aquí, más le cuesta salir.

Naoko enmudeció y dirigió la mirada al otro lado de la ventana. Fuera no se veía más que nieve. Unas nubes amenazadoras surcaban el cielo, bajas y pesadas; entre el cielo y la tierra cubierta de nieve se abría una estrecha franja.

—Piénsatelo —dije—. En todo caso, yo no me mudaré hasta marzo. Puedes venirte conmigo cuando quieras.

Naoko asintió. La abracé cariñosamente, como si fuera un frágil objeto de cristal. Ella me rodeó el cuello con los brazos. Yo estaba desnudo, ella llevaba unas bragas blancas. Su cuerpo era hermoso. Jamás me hubiera cansado de mirarlo.

—¿Por qué no me humedezco? —susurró Naoko—. Sólo me pasó una vez; aquel día de abril, cuando cumplí veinte años. Aquella noche en que tú me tomaste entre tus brazos. ¿Por qué no puedo? ¿Por qué?

—Es algo psicológico, se solucionará con el paso del tiempo. No hay por qué impacientarse.

—Todos mis problemas son psicológicos —reflexionó Naoko—. Si no logro estar húmeda en toda mi vida, si no puedo hacer el amor en toda mi vida, ¿me seguirás queriendo? ¿Podrás aguantar que te lo haga siempre con la mano y con la boca? ¿O piensas solucionarlo acostándote con otras mujeres?

—Soy una persona optimista —dije.

Naoko se incorporó en la cama, se pasó la camiseta por la cabeza, se puso la camisa de franela y los vaqueros. Yo también me vestí.

—Deja que lo piense —me pidió Naoko—. Y tú también piénsatelo bien.

—Eso haré. Por cierto, me ha gustado mucho tu felación.

Naoko se ruborizó y sonrió.

—Kizuki también me lo decía.

—Ya veo que nuestras opiniones e intereses coinciden. —Me reí.

En la cocina, mesa por medio, hablamos del pasado mientras tomábamos una taza de café. Naoko hablaba cada vez más de Kizuki. Charlaba entrecortadamente, eligiendo las palabras.

Nevó y dejó de nevar, pero el sol no salió un solo instante durante aquellos tres días.

—Creo que podré volver en marzo —le prometí al despedirnos.

Luego la abracé por encima del grueso abrigo y la besé.

—Adiós —se despidió Naoko.

Llegó 1970, un año con resonancias desconocidas que puso un definitivo punto final a mi adolescencia. Y empecé a hollar un lodazal bien distinto. Aprobé los exámenes finales con relativa facilidad. Dado que no tenía otra cosa que hacer, acudía a clase casi todos los días y, por lo tanto, aunque no estudiara demasiado, me resultaba fácil aprobar.

En la residencia hubo problemas. Los activistas de cierto partido ocultaron cascos y barras de hierro en los dormitorios y tuvieron algunas escaramuzas con los integrantes del equipo deportivo, adeptos al director, a resultas de lo cual dos estudiantes resultaron heridos y otros seis fueron expulsados. Las repercusiones del incidente se dejaron notar hasta mucho después, y se sucedieron pequeñas peleas casi a diario. En la residencia reinaba una atmósfera opresiva, y todo el mundo tenía los nervios a flor de piel. Incluso a mí estuvieron a punto de pegarme los del equipo deportivo, pero, gracias a la intervención de Nagasawa, el asunto se solucionó. Aquél era el momento de abandonar la residencia.

En cuanto acabaron los exámenes empecé a buscar piso. Una semana después encontré un lugar adecuado en las afueras de Kichijôji. Las comunicaciones no eran buenas, pero se trataba de una casita muy acogedora. Podía considerarse un verdadero hallazgo. Se hallaba en un rincón apartado de una gran propiedad, como casita del jardinero, y estaba separada de la casa principal por un jardín bastante descuidado. El propietario usaba la fachada principal, y yo, la trasera, lo que me permitiría preservar la privacidad. Contaba con un dormitorio, una cocina pequeña, un baño y un armario más amplio de lo que podía desear. Incluso tenía un porche que daba al jardín. Me lo alquilaron por una cantidad más que razonable bajo la condición de que, si al año siguiente un nieto de los dueños venía a Tokio, yo dejaría la casa. Los dueños, un anciano matrimonio muy agradable, me dijeron que hiciera lo que quisiera, que ellos no me darían problemas.

Nagasawa me ayudó en la mudanza. Alquiló una furgoneta, cargamos allí mis trastos y, tal como me había prometido, me regaló una nevera, un televisor y un termo grande. Me iban a ser muy útiles. Dos días después él también abandonó la residencia para trasladarse al barrio de Mita.

—Watanabe, no creo que nos veamos durante un tiempo. ¡Cuídate! —me dijo al separarnos—. Sin embargo, ya te conté en una ocasión que tengo la sensación de que, dentro de mucho tiempo, volveremos a encontrarnos en un lugar extraño.

—Eso espero.

—Por cierto, ¿recuerdas esa noche en que intercambiamos las chicas? Era mejor la fea.

—Estoy de acuerdo contigo. —Empecé a reírme—. Cuida de Hatsumi. Hay pocas personas tan buenas como ella, y es más vulnerable de lo que parece.

—Sí, ya lo sé —asintió—. Por eso, creo que lo mejor sería que, después de mí, fueras tú quien se hiciera cargo de ella. Apuesto a que os iría muy bien.

—¿Bromeas? —Me quedé atónito.

—Bromeo —concedió Nagasawa—. En fin, que seas feliz. Gracias por todo. Tú también eres bastante cabezota, y creo que saldrás adelante. ¿Puedo darte un consejo?

—Claro.

—No te compadezcas de ti mismo. Eso sólo lo hacen los mediocres.

—Lo tendré en cuenta —dije.

Nos dimos la mano y nos separamos. Él se dirigió hacia su nuevo mundo y yo volví a mi lodazal.

Tres días después de la mudanza le escribí una carta a Naoko. Le describí mi nueva vivienda y le conté lo aliviado que me sentía al haberme zafado de los líos de la residencia y al no tener que aguantar a tantos estúpidos.

«Aquí podré empezar una nueva vida con nuevos ánimos.

»Al otro lado de la ventana se extiende un amplio jardín, el lugar de encuentro de los gatos del vecindario. Cuando no tengo nada que hacer, me tumbo en el porche y los observo. No sé cuántos hay, pero vienen a montones. Se ponen a dormitar al sol. No parece que les guste demasiado mi presencia, pero el otro día les di un trozo de queso seco y algunos se acercaron y comieron medrosamente. Quizás acabemos haciéndonos amigos. Entre ellos hay un macho a rayas con la oreja cortada que me recuerda al director de la residencia. Incluso me hace temer que de un momento a otro vaya a izar la bandera nacional en el jardín.

»Queda más lejos de la universidad, pero, una vez empiece las asignaturas específicas de mi carrera, no tendré clases por las mañanas y no creo que haya problemas. Además, como puedo leer en el tren, tal vez aún salga ganando. Ahora trataré de buscar por aquí cerca un trabajo de media jornada que no sea muy pesado. Y así recuperaré mi vida cotidiana, volveré a darme cuerda todos los días.

»No tengo prisa, pero la primavera es una buena estación para empezar una nueva vida. Me encantaría irme a vivir contigo a partir de abril. Si quieres, podrías volver a la universidad, si todo fuera bien. Y si no quieres que vivamos juntos, puedo buscarte un apartamento por aquí cerca. Lo más importante es que estemos cerca el uno del otro. Por supuesto, no sólo estoy pensando en la primavera. Si tú prefieres el verano, también me parece bien. No hay problema. ¿Me escribirás diciéndome qué opinas sobre todo esto?

»A partir de ahora voy a trabajar más horas para cubrir los gastos del traslado. Irse a vivir solo cuesta mucho dinero. He tenido que comprar cazuelas, vajilla, un poco de todo. Pero en marzo estaré libre y te visitaré sin falta. ¿Me dirás qué días prefieres que vaya? Me ajustaré a tu calendario. Tengo muchas ganas de verte. Espero tu respuesta.»

Durante los dos o tres días siguientes compré todos los utensilios domésticos que necesitaba en las tiendas de Kichijôji y empecé a cocinar en casa platos sencillos. En una carpintería, pedí que me cortaran unas maderas y me hice una mesa de trabajo. De momento, decidí comer en casa. Construí unas estanterías, reuní especias y condimentos. Una gatita blanca de unos seis meses se encariñó conmigo y venía a casa a comer. La llamé
Gaviota.

Cuando me hube instalado, fui al centro del barrio, encontré trabajo en una empresa de pinturas y durante dos semanas trabajé a jornada completa de ayudante de pintor. Me pagaban decentemente, pero el trabajo era muy duro y el disolvente me provocaba mareos. Al acabar la jornada, cenaba en un restaurante barato, bebía unas cervezas, volvía a casa, jugaba con el gato y me dormía. Transcurrieron dos semanas sin que me llegara una respuesta de Naoko.

Un día, mientras estaba pintando, me acordé de Midori. Hacía casi tres semanas que no me había puesto en contacto con ella; no le había informado siquiera de mi cambio de domicilio. Le había dicho, eso sí, que pensaba mudarme pronto, a lo que ella repuso: «¿De veras?». Eso había sido todo.

Entré en una cabina telefónica y marqué su número. Contestó una chica que debía de ser su hermana y, al decirle mi nombre, me dijo:

—Espera un momento.

Por más que aguardé, Midori no se puso al aparato.

—Midori dice que está muy enfadada y no quiere hablar contigo —me informó su hermana—. Te mudaste sin avisarle. Desapareciste sin decirle siquiera adónde ibas. Ahora ella está furiosa. Y cuando se enfada, no se le pasa así como así. Es igual que un animalito.

—Puedo explicárselo. Por favor, dile que se ponga un momento.

—No quiere escuchar tus explicaciones.

—Entonces, ¿te importa si te lo explico y luego tú se lo cuentas a ella? Me sabe mal pedírtelo, pero…

—¡Ni hablar! —me espetó su hermana—. Esto se lo cuentas tú directamente. Eres un hombre. Asume tus responsabilidades.

¡Qué remedio! Le di las gracias y colgué el auricular. Midori tenía sus motivos para estar enfadada. Al mudarme, había estado tan ocupado en arreglar la casa y en trabajar para costearme los gastos que me había olvidado de ella. Y no sólo de Midori. Ni siquiera había pensado en Naoko. Aquello era muy propio de mí: cuando algo me absorbía perdía de vista el mundo que me rodeaba. Intenté imaginar cómo me hubiera sentido si Midori se hubiera mudado sin decirme nada y hubiera permanecido tres largas semanas sin ponerse en contacto conmigo. Es probable que me hubiese sentido herido. Profundamente herido. Porque, aunque no fuésemos novios, había más intimidad entre nosotros que entre muchas parejas. Al pensarlo, me sentí angustiado. No soporto herir a las personas y encima a alguien a quien quería tanto.

Al volver del trabajo, me senté al escritorio y le escribí una carta. Se lo conté todo con franqueza. Sin excusas ni explicaciones, me disculpé por mi falta de atención y por mi insensibilidad. «Tengo muchas ganas de verte. Quiero enseñarte mi nueva casa. Respóndeme, por favor», le escribí. Le pegué un sello de correo urgente y eché la carta al buzón.

Por más que esperé, no me llegó respuesta.

La primavera empezó de forma extraña. Permanecí todas las vacaciones esperando a que respondieran a mis cartas. No pude ir de viaje, no pude ir a visitar a mis padres, no pude ir a trabajar. Porque no sabía cuándo llegaría la carta de Naoko diciéndome en qué fecha podía ir a visitarla. Durante el día me iba a Kichijôji, entraba en un cine a ver una sesión doble o pasaba horas leyendo en algún jazz café. No veía a nadie, apenas hablaba con nadie. Una vez por semana le escribía a Naoko. En las cartas, jamás mencionaba que estaba esperando su respuesta. No quería presionarla. Le hablaba de mi trabajo como pintor y de
Gaviota,
de las flores del melocotonero del jardín, de lo amable que era la señora de la tienda de
tôfu
y de lo malintencionada que era la de la tienda de comida preparada; le contaba lo que cocinaba todos los días. Seguía sin responderme.

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