Tokio Blues (36 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

La seguí hasta la habitación donde estaba el altar budista y encendí una barrita de incienso.

—El otro día me desnudé delante de la fotografía de mi padre. Le mostré mi cuerpo en una postura de yoga. «Mira, papá, esto son las tetas, esto el coño…»

—¿Y por qué lo hiciste? —le pregunté anonadado.

—Me apetecía mostrarle mi cuerpo. Total, la mitad de mi existencia es fruto de un espermatozoide suyo, ¿no? ¿Qué hay de malo en enseñárselo? «Ésta es tu hija.» Puestos a confesarlo todo, estaba borracha, lo cual me animó a hacerlo.

—Ah.

—Al llegar, mi hermana se quedó patidifusa. Me vio desnuda, abierta de piernas, delante de la fotografía de mi padre. Y claro, se sorprendió.

—No me extraña.

—Le expliqué mis razones. Le dije: «Hazlo tú también, Momo. Ven aquí, desnúdate y enséñaselo todo a papá». Pero ella no lo hizo. Se sorprendió y se fue. En estas cosas, es muy conservadora.

—Debe de ser una persona corriente —comenté.

—Watanabe, ¿qué te pareció mi padre?

—Soy bastante torpe con la gente. Pero con él no me sentí angustiado. Al contrario, estaba cómodo. Hablamos de varias cosas.

—¿De qué?

—De Eurípides.

Midori se rió, divertida.

—¡Mira que eres raro! No creo que haya muchas personas en este mundo que se pongan a hablarle de Eurípides a un enfermo que agoniza, a quien, además, acaban de conocer.

—Tampoco creo que haya muchas que se abran de piernas ante la foto de su padre —repuse.

Midori soltó una risita e hizo sonar la campanilla del altar budista.

—¡Buenas noches, papá! Nosotros ahora nos divertiremos, así que descansa en paz. Ya no sufres, ¿verdad? Una vez muerto, se acaban los dolores. Y si todavía sufres, quéjate a Dios. Dile que ya basta. Encuentra a mamá en el paraíso y disfruta con ella. Cuando te ayudaba a hacer pipí, te vi el pito y no estaba nada mal. ¡Ánimo! ¡Buenas noches!

Entramos en el baño por turno y nos pusimos el pijama. Midori me prestó uno sin estrenar de su padre. Me iba un poco pequeño, pero mejor era eso que nada. Midori extendió el futón de los invitados en el suelo de la habitación donde estaba el altar budista.

—¿Te da miedo dormir frente al altar? —me preguntó.

—No hago nada malo. —Empecé a reírme.

—¿Me abrazarás hasta quedarme dormida?

—Como quieras.

La abracé tendido en el extremo de la pequeña cama de Midori, haciendo equilibrios para no rodar por el suelo. Midori aplastaba la nariz contra mi pecho y apoyaba las manos en mis caderas. Yo le rodeaba la espalda con el brazo derecho y me agarraba al borde de la cama con la mano izquierda para no caerme. Aquéllas eran, sin duda, unas condiciones nada propicias para la excitación sexual. La punta de mi nariz rozaba la cabeza de Midori, y su pelo corto me hacía cosquillas en la nariz.

—Cuéntame algo —dijo Midori presionando la cara contra mi pecho.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Cualquier cosa. Algo que me haga sentirme mejor.

—Eres muy guapa.

—Midori. Pronuncia mi nombre.

—Eres muy bonita, Midori —corregí.

—¿Cuánto?

—Tan bonita como para hacer que las montañas se derrumben y el mar se seque.

Midori levantó la cabeza y me miró.

—¡Tus expresiones son muy peculiares! —comentó.

—Viniendo de ti, me quedo tranquilo —dije, riéndome.

—Dime más cosas bonitas.

—Me gustas, Midori.

—¿Cuánto?

—Me gustas como un oso en primavera.

—¿«Un oso en primavera»? —Midori volvió a levantar la cabeza—. ¿Qué es esto? ¡«Un oso en primavera»!

—Imagina que paseas sola por un prado y se te acerca un osito con la piel aterciopelada y unos ojazos. De pronto el osito te dice: «¡Buenos días, señorita! ¿Quiere usted rodar conmigo?». Entonces tú y el osito os pasáis el día entero rodando abrazados por una ladera sembrada de tréboles. Es bonito, ¿no?

—Muy bonito.

—Pues a mí me gustas tanto como eso.

Midori me abrazó con fuerza.

—Es lo mejor que he oído nunca —agradeció—. Si tanto te gusto, ¿harás caso de cualquier cosa que te diga? ¡Y no te enfades!

—Claro.

—¿Me cuidarás siempre?

—Claro. —Y le acaricié su pelo corto, parecido al de un bebé—. Todo irá bien. No te preocupes por nada.

—Tengo miedo —dijo Midori.

La abracé con dulzura hasta que sus hombros empezaron a subir y bajar rítmicamente y empezó a oírse la respiración del sueño. Me deslicé con cuidado fuera de la cama, fui a la cocina y bebí una cerveza. No tenía sueño, así que pensé en leer algo, pero a mi alrededor no había ningún libro. Entonces se me ocurrió ir a la habitación de Midori y tomar alguno de la estantería, pero temí hacer ruido y despertarla.

Estaba tomando la cerveza cuando de pronto recordé que me hallaba en una librería. Bajé a la tienda, encendí la luz y rebusqué en la estantería de los libros de bolsillo. No me apetecía ningún libro en especial, pues había leído la mayoría de ellos. Al final, me decidí por un descolorido ejemplar de
Bajo las ruedas
de Hermann Hesse, que aparentemente llevaba mucho tiempo en la tienda, y dejé el importe al lado de la caja registradora. Al menos, había contribuido a reducir las existencias de la librería Kobayashi.

Sentado a la mesa de la cocina, entre trago y trago de cerveza, leí
Bajo las ruedas.
Lo había leído el año de mi ingreso en secundaria. Y ahora, ocho años después, lo releía a medianoche, en la cocina de la casa de una chica, vestido con un pijama de su padre muerto que me iba pequeño. «¡Qué extraño!», pensé. «De no encontrarme en esta situación, jamás hubiera releído este libro.»

Bajo las ruedas,
pese a tener pasajes un tanto anticuados, es una buena novela. Y yo, en aquella cocina sumida en la quietud, de madrugada, la leí con placer. En un anaquel encontré una botella polvorienta de brandy, me serví un poco en una taza de café y lo bebí. El alcohol me templó el cuerpo, pero el sueño se resistía a visitarme.

Poco antes de las tres, comprobé que Midori dormía profundamente. Debía de estar exhausta. La luz de las farolas de la calle, que se erguían al otro lado de la ventana, inundaban la habitación de una pálida luz blanca, parecida a la de la luna. Midori dormía dándole la espalda a la luz. Su cuerpo permanecía completamente inmóvil, como si estuviera congelado. No se escuchaba más que la acompasada respiración del sueño. Pensé que su manera de dormir era idéntica a la de su padre.

Al lado de la cama estaba la maleta de viaje, en el mismo sitio donde la había dejado, y la gabardina colgaba del respaldo de la silla. Sobre el pupitre reinaba un orden absoluto; de la pared de enfrente colgaba un calendario de Snoopy. Entreabrí las cortinas y bajé la mirada hacia la calle, desierta. Todas las tiendas tenían la persiana bajada; delante de la bodega, las máquinas expendedoras de bebidas, alineadas, como agazapadas, aguardaban con paciencia el amanecer. De vez en cuando el grave chirrido de los neumáticos de los camiones de largo recorrido hacía vibrar el aire. Fui a la cocina, me serví más brandy y seguí leyendo
Bajo las ruedas.

Cuando terminé de leerlo, el cielo empezaba a clarear. Calenté agua, tomé una taza de café instantáneo, escribí con un bolígrafo una nota en un bloc que había sobre la mesa de la cocina. «He bebido de tu brandy y he comprado
Bajo las ruedas.
Ya ha amanecido y me vuelvo a casa. Adiós.» Y, tras dudar un poco, añadí: «Estás muy guapa cuando duermes». Luego lavé la taza, apagué las luces de la cocina, bajé las escaleras, levanté la persiana metálica intentando hacer el menor ruido posible y salí a la calle. Me preocupaba que algún vecino me viera, pero no eran siquiera las seis de la mañana y no había nadie deambulando por las calles. Sólo los cuervos, posados sobre el tejado, oteaban los alrededores. Tras lanzar una breve mirada hacia la ventana de Midori, de donde colgaban unas cortinas color rosa, caminé hasta la parada del tranvía, me apeé en la última estación y me dirigí a la residencia. Encontré una cafetería abierta y allí desayuné arroz,
misoshiru, tsukemono
y tortilla. Rodeé la residencia, fui hacia la parte trasera y golpeé con suavidad la ventana de la habitación de Nagasawa, en la planta baja. Me abrió enseguida la ventana.

—¿Te apetece una taza de café? —me dijo.

Decliné su oferta. Le di las gracias, me retiré a mi habitación, me lavé los dientes, me quité los pantalones, me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos con fuerza. Pronto me sumergí en un sueño sin sueños, pesado como una puerta de plomo.

Todas las semanas escribía y recibía cartas de Naoko. No eran muy extensas. Me decía que, al empezar noviembre, de noche el frío arreciaba y se dejaba sentir por las mañanas.

«Tu regreso a Tokio coincidió con la llegada del otoño, así que no dudo en achacar la sensación que tengo de que se ha abierto un agujero en mi interior a tu ausencia o a la estación. Reiko y yo hablamos mucho de ti. Te manda recuerdos. Ella sigue siendo tan amable conmigo como siempre. Creo que si no la tuviera a mi lado no podría soportar la vida que llevo aquí. Cuando me siento sola, lloro. Reiko me dice que es bueno llorar. Pero sentirse sola es muy duro. Cuando me siento sola, hay algunas personas que me hablan desde las tinieblas. Igual que los árboles mecidos por el viento susurran en la noche, ellos se dirigen a mí. Kizuki y mi hermana me hablan de este modo. También ellos se sienten solos y buscan a alguien con quien charlar.

»A veces, en las noches de soledad y sufrimiento, releo tus cartas. Me aturde el alud de noticias procedentes del exterior, pero a la vez todo lo que me cuentas del mundo me tranquiliza. Es algo extraño, ¿verdad? Por eso releo tus cartas constantemente. También Reiko las lee. Y hablamos sobre lo que escribes. Me gustó mucho lo que me contaste sobre el padre de esa chica, Midori. Esperamos con mucha ilusión tu carta semanal como uno de nuestros entretenimientos, ya que aquí una carta es una diversión.

»También yo intento encontrar tiempo para escribirte, pero en cuanto me enfrento al papel me deprimo. Te escribo esta carta haciendo acopio de todas mis fuerzas. Reiko me riñe diciéndome que debo responderte. Te ruego que no me malinterpretes. ¡Hay tantas cosas que quiero contarte, tantas cosas que quiero expresarte! Pero no sé cómo plasmarlas por escrito. Escribir es muy duro para mí.

»Midori parece una chica muy interesante. Leyendo tu carta, me dio la impresión de que le gustabas, y así se lo comenté a Reiko. Y ella me dijo: “Es natural. También me gusta a mí”. Cada día vamos a buscar setas y castañas. Y, día tras día, nos sirven arroz con castañas, o arroz con setas
matsutake,
pero están tan buenas que no me cansa comerlas. Reiko casi no prueba bocado, aunque fuma un cigarrillo tras otro. Las aves y los conejos están bien.

»Adiós.»

Tres días después de mi vigésimo cumpleaños recibí un paquete de parte de Naoko. Contenía un jersey de cuello redondo color morado y una carta. Decía:

«Feliz cumpleaños. Espero que tus veinte años estén llenos de dicha. En cuanto a los míos, tengo la impresión de que acabarán tan mal como de costumbre, pero estaría muy contenta si mi parte de felicidad se uniera a la tuya. Este jersey lo hemos tejido a medias Reiko y yo. Si lo hubiera hecho yo sola, no te lo hubiera regalado antes del día de San Valentín del año que viene. La parte bien hecha es la de Reiko, la mal hecha es la mía. A Reiko todo se le da bien y mirándola me odio a mí misma. No tengo nada de que enorgullecerme. Adiós. Que sigas bien».

También había un breve mensaje de Reiko.

«¿Cómo estás? Para ti, Naoko tal vez represente el colmo de la dicha, pero a mis ojos es muy torpe. ¡En fin! Hemos logrado acabar, mal que bien, el jersey a tiempo. ¿Te gusta? El color y la forma los hemos elegido entre las dos. ¡Feliz cumpleaños!»

10

El único recuerdo que conservo de 1969 es el de un lodazal inmenso. Un profundo lodazal, viscoso y pesado, donde cada vez que daba un paso se me hundían los pies. Y yo lo cruzaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. No veía nada, ni delante ni detrás de mí. Sólo un cenagal de tintes oscuros extendiéndose hasta el infinito.

El tiempo transcurría al ritmo de mis pasos. A mi alrededor, hacía tiempo que todos habían emprendido la marcha, y yo y mi tiempo seguíamos arrastrándonos con torpeza por aquel lodazal. A mi alrededor, el mundo estaba a punto de experimentar grandes transformaciones. John Coltrane y otros muchos habían muerto. La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a la vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y cada uno de ellos, no fueron más que pantomimas carentes de entidad y significado. Y yo me limitaba a vivir día tras día sin apenas levantar la cabeza. Lo único que se reflejaba en mis pupilas era aquel lodazal infinito. Levantaba el pie derecho, luego el izquierdo, de nuevo el pie derecho. Ni siquiera sabía con certeza dónde me encontraba. No lograba orientarme. Sólo sabía que tenía que dirigirme a alguna parte y, por ese motivo, movía los pies.

Cumplí veinte años, el otoño dio paso al invierno, pero mi vida no experimentó cambio alguno. Asistía sin interés a las clases, trabajaba tres veces por semana, de cuando en cuando releía
El gran Gatsby
, y los domingos hacía la colada y escribía largas cartas a Naoko. A veces quedaba con Midori para comer, íbamos al zoológico o al cine. La venta de la librería Kobayashi prosperó, y Midori y su hermana alquilaron un piso de dos dormitorios cerca de la estación de Myôgadani, adonde pronto se mudaron. Midori me dijo que cuando su hermana se casara ella se mudaría a otro apartamento. Un día me invitó a comer. El piso era bonito y soleado, y Midori parecía encontrarse mucho más a gusto en él que en la librería Kobayashi.

Nagasawa me propuso varias veces salir con él, pero yo siempre me negué aduciendo que tenía un compromiso. Me daba pereza, simplemente. No puedo decir que no me apeteciera acostarme con alguna chica. Pero me hastiaba pensar en todo el proceso: salir de noche a beber, buscar a la chica adecuada, charlar e ir a un hotel. Con todo, respetaba a alguien como Nagasawa, capaz de repetir el mismo ritual una y otra vez sin experimentar fastidio o aburrimiento. Quizá se debía a lo que Hatsumi me había comentado, pero me hacía más feliz pensar en Naoko que acostarme con chicas estúpidas de las que no sabía ni el nombre. El tacto de los dedos de Naoko conduciéndome a la eyaculación en medio de aquel prado permanecía más vivo en mi memoria que cualquier otro recuerdo.

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