Tokio Blues (43 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Asentí a sus palabras.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Iré a Asahikawa. ¿Oyes? ¡A Asahikawa! —exclamó—. Una amiga mía del conservatorio tiene allí una escuela de música y ya hace dos o tres años que me está insistiendo para que le eche una mano. Hasta ahora había declinado la oferta diciéndole que detesto el frío. Lógico, ¿no? A uno no se le ocurre, cuando finalmente se ve libre, ir a parar a un sitio como Asahikawa. Aquello es como un agujero.

—¡Exageras! —Me reí—. He estado allí una vez y no está mal. Tiene su interés.

—¿De verdad?

—Sí. Es mejor que estar en Tokio. Eso te lo aseguro.

—En fin, no tengo otro lugar adónde ir, y ya he enviado allí mis cosas —explicó—. Watanabe, ¿vendrás a visitarme?

—Claro. Pero ¿te vas a Asahikawa enseguida o antes piensas quedarte un tiempo en Tokio?

—Sí, me quedaré dos o tres días. ¿Podría alojarme en tu casa? No te molestaré.

—No hay problema. Yo puedo dormir en el saco de dormir, dentro del armario.

—Me sabe mal.

—No me importa. Es un armario muy grande.

Reiko tamborileó con los dedos sobre la funda de la guitarra.

—Tendré que readaptarme a mí misma antes de ir a Asahikawa. Aún no estoy familiarizada con el mundo exterior. Hay un montón de cosas que no entiendo, estoy nerviosa. ¿Me ayudarás? Eres la única persona a quien puedo pedírselo.

—Haré cuanto esté en mi mano —le prometí.

—Espero no estorbarte.

—¿En qué?

Reiko me miró y curvó las comisuras de los labios en una sonrisa. No añadió nada más.

Nos apeamos del tren en Kichijôji y subimos a un autobús que nos llevó hasta casa. Durante todo el trayecto apenas hablamos. Nos limitamos a hacer algún comentario suelto sobre cómo había cambiado Tokio, o sobre la época en que Reiko iba al conservatorio, o sobre mi viaje a Asahikawa. No mencionamos a Naoko. Hacía diez meses que no había visto a Reiko, pero, caminando a su lado, mi corazón se ablandó y me sentí aliviado. Tuve la impresión de que ya había sentido antes algo parecido. Cuando paseaba con Naoko por las calles de Tokio, experimentaba una sensación idéntica. De la misma manera que Naoko y yo habíamos compartido a un muerto, a Kizuki, Reiko y yo compartíamos a una muerta, a Naoko. No pude decir ni una palabra después de pensar aquello. Reiko continuó hablando un rato, hasta que se dio cuenta de que yo no abría la boca y enmudeció. Tomamos el autobús, llegamos a casa.

Era una tarde de principios de otoño, de luz tan nítida y transparente como aquélla en la que, un año atrás, había visitado a Naoko en Kioto. Las nubes eran blancas y alargadas como huesos, y el cielo estaba muy alto. «Ha vuelto el otoño», pensé. El olor del aire, el tono de la luz, las flores entre la maleza y las reverberaciones de los sonidos anunciaban su llegada. Y cada vez que las estaciones cerraban su ciclo, se incrementaba, a un ritmo más alto, la distancia entre los muertos y yo. Kizuki aún tenía diecisiete años, y Naoko, veintiuno. Eternamente.

—Aquí me siento aliviada —comentó Reiko al bajar del autobús echando una ojeada alrededor.

—Claro, aquí no hay nada —dije.

Cruzamos la puerta trasera y la conduje por el jardín hasta mi casa. Reiko parecía admirada.

—¡Es un sitio fantástico! —exclamó—. ¿Todo esto lo has hecho tú mismo? La estantería, la mesa…

—Sí. —Puse a calentar agua para el té.

—Eres muy hábil. Y está todo muy limpio.

—Esto es gracias a la influencia de Tropa-de-Asalto. Él me convirtió en un amante de la limpieza. El casero está muy contento. Siempre dice: «Me cuidas muy bien la casa».

—¡Oh, es verdad! Tengo que ir a saludar a tu casero —terció Reiko—. Vive al otro lado del jardín, ¿no?

—¿Piensas ir a saludarlo?

—Imagino que si ve a una vieja metida en tu casa tocando la guitarra algo va a pensar… Mejor hacerlo bien desde el principio. Si incluso le he traído una caja de dulces…

—Estás en todo —comenté sorprendido.

—Los años te enseñan. Le diré que soy tía tuya por parte de madre y que he venido de Kioto, así que tú sígueme la corriente. En estos casos, la diferencia de edad facilita las cosas. Nadie sospechará nada.

Sacó una caja de dulces de la maleta y se fue, resuelta, mientras yo me sentaba en el porche, tomaba una taza de té y jugaba con el gato. Reiko no volvió hasta veinte minutos después. Cuando regresó, sacó de la maleta una lata de galletas de arroz y me dijo que aquél era mi regalo.

—¿De qué habéis estado hablando durante más de veinte minutos? —Mordisqueé una galleta.

—De ti, claro. —Acarició el gato, entre sus brazos, pasando la mejilla por su pelaje—. Está impresionado. Dice que eres un chico muy formalito y estudioso.

—¿Yo?

—Quién si no. —Reiko empezó a reírse.

Tomó mi guitarra y, tras afinarla, tocó
Desafinado,
de Antonio Carlos Jobim. Hacía mucho tiempo que no le oía tocar la guitarra, y sus notas me caldearon el corazón, como de costumbre.

—¿Tocas la guitarra?

—Mi casero la tenía en el cuarto de los trastos, se la pedí y a veces practico.

—Luego te daré unas lecciones gratis. —Reiko dejó la guitarra, se quitó la chaqueta de
tweed,
se apoyó en una columna del porche y fumó un cigarrillo. Debajo de la chaqueta llevaba una camisa a cuadros multicolores de manga corta.

—¿Te gusta mi camisa? —preguntó.

—Es muy bonita —convine. El dibujo era, en efecto, muy elegante.

—Pertenecía a Naoko —dijo Reiko—. Teníamos la misma talla de ropa. Sobre todo cuando llegó al sanatorio. Después engordó un poco, pero, incluso así, seguimos teniéndola muy parecida. La misma talla de camisa y de pantalón, el mismo número de zapatos… La talla del sujetador no, claro. Ésa era muy diferente. Porque yo casi no tengo tetas. Siempre nos intercambiábamos la ropa. Puede decirse que la compartíamos.

Observé a Reiko. Efectivamente, tenía un cuerpo parecido al de Naoko. La forma de su rostro y la fragilidad de sus muñecas la hacían parecer más delgada y pequeña que Naoko, pero, mirándola con atención, uno advertía que su cuerpo era robusto.

—Estos pantalones y esta chaqueta también son de ella. Todo es de Naoko. ¿Te molesta verme con su ropa?

—En absoluto. Ella estaría contenta de que alguien la aprovechara. Especialmente, tú.

—Es extraño. —Reiko hizo chasquear los dedos—. A su muerte, Naoko no dejó nada escrito para nadie, excepto en cuanto a la ropa. Garabateó unas líneas en un bloc, que dejó encima de la mesa. Puso: «Dadle toda mi ropa a Reiko». ¿No te parece extraño? ¿Por qué pensó en la ropa en un momento así, cuando se disponía a morir? ¿Qué importancia tiene eso? Había un montón de cosas más importantes sobre las que debía querer hablar…

—Quizá no hubiera ninguna.

Mientras fumaba el cigarrillo, Reiko pareció sumirse en sus cavilaciones.

—¿Quieres que te cuente toda la historia, desde el principio?

—Sí —dije.

—Una vez se conocieron los resultados de las pruebas, aunque Naoko había experimentado una mejoría, los médicos decidieron ingresarla durante un largo periodo en el hospital de Osaka para recibir allí una terapia intensiva. Creo que esto ya te lo conté en mi carta del 10 de agosto.

—Recuerdo esa carta.

—El 24 de agosto su madre me llamó diciendo que Naoko quería visitarme cuando me fuera bien. Quería recoger sus cosas y, puesto que no nos veríamos durante una larga temporada, deseaba hablar conmigo largo y tendido; su madre me pidió si podía quedarse a dormir en mi habitación. Por mi parte, no había ningún problema. A mí también me apetecía mucho verla y hablar con ella. Al día siguiente, el 25, ella y su madre llegaron en taxi. Las tres estuvimos recogiendo sus cosas. Mientras, no paramos de charlar. A última hora de la tarde, Naoko le dijo a su madre que ya podía irse, que estaba todo arreglado, así que su madre llamó un taxi y se marchó. Naoko parecía muy animada y, tanto su madre como yo, estábamos tranquilas. La verdad es que hasta entonces me había preocupado Naoko. Pensaba que debía de estar abatida, deprimida, exhausta. Sé muy bien lo duras que son las pruebas y las terapias de los hospitales. Pero cuando la vi, me pareció que le habían sentado bien. Su aspecto era mucho más saludable de lo que imaginaba, sonreía, bromeaba, su manera de hablar era mucho más lúcida que antes, incluso me contó que había ido a la peluquería, que estaba muy contenta de su nuevo peinado… En fin, supuse que no pasaría nada si su madre nos dejaba a solas. «¿Sabes, Reiko?», me dijo. «En el hospital intentaré curarme de una vez por todas.» «Será lo mejor», repuse. Dimos un paseo y hablamos sobre lo que haríamos en el futuro. Ella me comentó: «Me gustaría vivir contigo».

—¿Tú y ella?

—Sí. —Reiko se encogió de hombros—. Yo le respondí: «Me parece bien, pero ¿y Watanabe?». Y ella repuso: «Con él tengo que arreglar las cosas». No añadió nada más. A continuación hablamos de dónde viviríamos, de lo que haríamos. Luego fuimos al gallinero y jugamos con las aves.

Bebí una cerveza que saqué de la nevera. Reiko encendió otro cigarrillo. El gato dormía acurrucado en mi regazo.

—Naoko lo tenía todo cuidadosamente planeado desde un principio. Tal vez por eso parecía tan animada, tan sonriente, con tan buen aspecto. Había tomado una decisión y se sentía aliviada. Recogimos algunas cosas más del cuarto, las metimos en un bidón del jardín y las quemamos. El cuaderno que usaba como diario, varias cartas, cosas de este tipo. Incluso tus cartas. A mí me extrañó, y recuerdo que le pregunté por qué las quemaba. Hasta entonces las había tenido guardadas porque las releía constantemente. «Quiero deshacerme de todo mi pasado y empezar una nueva vida», me dijo. «¡Vaya!», pensé. Creí en sus palabras. De hecho, aquello tenía su lógica. Deseaba que se recuperara y fuera feliz. ¡Aquel día estaba tan guapa! Ojalá la hubieras visto.

»Cenamos en el comedor, como de costumbre, nos bañamos, abrí una botella de buen vino que tenía guardada, bebimos y yo toqué a la guitarra canciones de los Beatles, como siempre:
Norwegian Wood, Michelle,
sus melodías favoritas. Estábamos de muy buen humor, apagamos la luz, nos desnudamos y nos echamos sobre la cama. Aquella noche hacía mucho calor y, aunque teníamos la ventana abierta, apenas entraba el aire. Fuera estaba oscuro como boca de lobo y el zumbido de los insectos se dejaba oír con fuerza. El olor a la hierba del verano llenaba la habitación haciendo el ambiente casi irrespirable. De repente, Naoko empezó a hablar de ti. De la relación sexual que habíais tenido aquella noche. Me lo contó todo con pelos y señales. Cómo la habías desnudado, cómo la habías acariciado, lo húmeda que estaba ella, cómo la habías penetrado, lo maravilloso que había sido. Describió hasta los pequeños detalles. Le pregunté, sorprendida: “¿Por qué me cuentas todo esto ahora?”. Había sido tan repentino…, jamás me había hablado de estas cosas de una manera tan abierta. Claro que nosotras, como si fuera una especie de terapia, habíamos hablado de sexo. Pero ella jamás había dado tantos detalles. Le daba vergüenza. Así que me asombró que se extendiera tanto sobre todo eso.

»“Me apetecía que lo supieras”, explicó Naoko. “Pero si no quieres escucharme, me callo.”

»“Si te apetece hablar suéltalo todo. Te escucho”, le dije.

»“Cuando me penetró me dolió muchísimo”, dijo Naoko. “Era la primera vez. Yo estaba muy húmeda y se deslizó dentro con facilidad, pero me dolió tanto que creí que iba a perder el sentido. Él la metió muy hondo, yo creía que ya no entraba más, pero me levantó un poco las piernas y me penetró todavía más adentro. Sentí cómo se me enfriaba todo el cuerpo. Como si me hubieran tirado al agua helada. Tenía los brazos y las piernas entumecidos y sentía escalofríos. Me preguntaba qué me estaba pasando. Quizá fuera a morirme, pero no me importaba. Pero él se dio cuenta de que me dolía y se quedó dentro de mi vagina, tal como estaba, sin moverse, y me abrazó, me besó el pelo, el cuello, los pechos. Durante mucho tiempo. Poco a poco, mi cuerpo fue recobrando el calor. Él empezó a moverse despacio y… Fue tan maravilloso que pensé que me estallaría la cabeza. Tanto que pensé que ojalá pudiera quedarme toda la vida así, entre sus brazos, haciéndolo.”

»“Si fue tan fantástico, podrías haberte quedado con él y hacerlo todos los días”, comenté.

»“Era imposible, Reiko. Yo lo sabía. Aquello se fue igual que vino. Jamás volvería. Fue algo que ocurre por casualidad una vez en la vida. No lo había sentido nunca antes, ni volvería a sentirlo después. Jamás he vuelto a tener ganas de hacerlo; jamás he vuelto a sentirme húmeda.”

»Por supuesto, quise explicárselo a Naoko. Le dije que esas cosas suelen ocurrirles a las chicas jóvenes y que luego se curan de forma natural, con el paso de los años. Además, habiendo ido bien una vez, no tenía de que preocuparse. Yo misma, poco después de casarme, tuve algún problema.

»“No es eso”, repuso Naoko. “No estoy preocupada, Reiko. Lo único que quiero es que nadie vuelva a penetrarme. No quiero que nadie vuelva a violentarme jamás.”

Terminé la cerveza mientras Reiko fumaba otro cigarrillo. El gato se desperezó en el regazo de Reiko, cambió de postura, volvió a dormirse. Reiko, tras dudar unos instantes, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió.

—Luego empezó a llorar en silencio —siguió Reiko—. Me senté en su cama, le acaricié la cabeza y le dije que no se preocupara, que todo se arreglaría. Una chica joven y bonita como ella debía encontrar a un hombre que la tomara entre sus brazos y la hiciera feliz. Era una noche calurosa y Naoko estaba bañada en sudor y lágrimas, así que tomé una toalla de baño y le enjugué la cara y el cuerpo. Incluso tenía las bragas empapadas, se las saqué… No pienses nada extraño. Nos bañábamos siempre juntas; yo la veía como si fuese mi hermana pequeña.

—Ya lo sé, mujer —intervine.

—Naoko me pidió que la abrazara. «¿Con este calor?», repuse, pero ella me dijo que era la última vez. La abracé, durante mucho rato, envuelta en la toalla de baño, para que el sudor no rezumara. Cuando se tranquilizó, le volví a secar el sudor, le puse el pijama y la acosté. Se durmió enseguida. O tal vez fingió quedarse dormida. En cualquier caso, estaba preciosa. Parecía una niña de trece o catorce años a la que nadie hubiera herido en toda su vida. Yo, por mi parte, me dormí plácidamente, contemplándola.

«Cuando me desperté a las seis de la mañana ella ya no estaba. El pijama estaba allí, pero habían desaparecido su ropa, las zapatillas de deporte y la linterna que tenía siempre a la cabecera de la cama. Enseguida comprendí que algo iba mal. El que se hubiera llevado la linterna significaba que había salido cuando aún estaba oscuro. Por si acaso, eché una ojeada encima de la mesa, donde encontré la nota: “Dadle toda mi ropa a Reiko”. Corrí a avisar a todo el mundo y les pedí que me ayudaran a buscar a Naoko. Entre todos registramos el sanatorio y rastreamos los bosques aledaños. Tardamos cinco horas en encontrarla. Hasta se había traído la cuerda.

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