Tratado de ateología (24 page)

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Authors: Michel Onfray

Después
de las masacres, la Iglesia católica persistió en su política: uso de conventos para ocultar de la justicia a algunos culpables, activación de redes para facilitarles la salida hacia países europeos a varios criminales, suministro de pasajes de avión a Europa gracias a la asociación humanitaria cristiana —
Caritas internacional,
caridad bien entendida, etc.—, reubicación de sacerdotes culpables en los curatos de provincias belgas o francesas, encubrimiento de obispos implicados, recurso a posiciones negacionistas: se negaron a utilizar el término «genocida» y optaron por hablar de «guerra fratricida», etcétera.

Silencioso durante los preparativos, silencioso durante las masacres —cerca de un millón de muertos en tres meses (entre abril y junio de 1994)...—, silencioso después del descubrimiento de la magnitud del desastre —llevado a cabo con la bendición de François Mitterrand—, Juan Pablo II salió de su mutismo para escribirle una carta al presidente de la República de Ruanda el 23 de abril de 1998. ¿Su contenido? ¿Lamenta los hechos? ¿Se compadece? ¿Lo siente? ¿Culpa a su clero? ¿Se desolidariza? No, en absoluto: pide que no se aplique la pena de muerte a los genocidas hutus. No hubo ni una sola mención de las víctimas.

12. REPRESIÓN Y PULSIÓN DE MUERTE

La fascinación de los tres monoteísmos por la pulsión de muerte tiene su explicación: ¿cómo se puede evitar el dominio de la pulsión de muerte después de haber eliminado en este punto todo lo que procede de la pulsión de vida? El miedo a la muerte, el temor a la nada y el anonadamiento ante el vacío que sigue a la muerte generan fábulas consoladoras y ficciones que permiten que la negación disponga de plenos poderes. Lo real no existe; en cambio, la ficción sí. Ese falso mundo que ayuda a vivir en el aquí y el ahora en nombre de un mundo de pacotilla induce a la negación y al desprecio o al odio a lo mundano.

De allí surgen múltiples ocasiones de ver el odio en acción: en el cuerpo, los deseos, las pasiones, las pulsiones, en la carne, las mujeres, el amor, el sexo, en la vida en todas sus formas, en la materia, con lo que incrementa la posibilidad de actuar en el mundo, a saber, la inteligencia, los libros, la ciencia y la cultura. La represión de todo lo que vive lleva a la celebración de todo lo que muere, al derramamiento de sangre, a la guerra, a lo que mata... a los que matan. Cuando la selección de citas da la posibilidad de elegir en los tres libros lo que permite otorgarle a la pulsión de vida su máxima potencia, la religión prescribe la pulsión de muerte en todas sus formas. La represión de lo vivo da por resultado el amor a la muerte. De manera general, el desprecio por las mujeres —se prefiere a las vírgenes, las madres y las esposas— va acompañado del culto a la muerte...

Las civilizaciones se constituyen con la pulsión de muerte. La sangre de los sacrificios, el chivo emisario y la fundación de la sociedad con un asesinato ritual son algunas de las siniestras invariantes sociales. El exterminio judío de los cananeos, la crucifixión cristiana del Mesías, la
jihad
musulmana del Profeta, hicieron correr la sangre que bendice y santifica la causa monoteísta. Inmersiones primitivas, mágicas, degüello de las víctimas propiciatorias, ya sean hombres, mujeres o niños: lo primitivo subsiste en lo posmoderno, lo animal perdura en el hombre y la bestia aún vive en el
homo sapiens...

III. POR EL LAICISMO POSCRISTIANO
1. EL GUSTO MUSULMÁN POR LA SANGRE

En magnífica síntesis de los dos monoteísmos que lo preceden y que adapta al desierto árabe gobernado por lo tribal y lo feudal, el islam retoma por su cuenta los peores desatinos judíos y cristianos: el pueblo elegido, el sentimiento de superioridad, lo local convertido en global, lo particular ampliado a lo universal, la sumisión de cuerpo y alma al ideal ascético, el culto a la pulsión de muerte, la teocracia abocada al exterminio de lo diferente: esclavitud, colonialismo, guerra, razia, guerra total, expediciones punitivas, asesinatos, etcétera.

Recordemos que Moisés asesinó con sus propias manos a un capataz egipcio y que Mahoma exterminó pueblos con regularidad en los ataques llevados a cabo desde Najla (a fines de 623) —la primera batalla del islam ganada por muertos—, hasta el 8 de junio de 632, fecha de su muerte. Hagamos un inventario de las guerras, batallas, razias, abusos de autoridad, sitios, y otros hechos de armas de la soldadesca musulmana: Badr (marzo de 624) —muerte de Abu Djahl, primer mártir musulmán, compañero del Profeta—, Uhud (marzo de 625), —Mahoma herido, varias decenas de mártires—, Medina oriental (fines de 626, comienzos de 627) —judíos asesinados—, la batalla llamada del Foso (627), la del oasis de Khaybar (mayo-junio de 628), Mu'ta, etc. El versículo treinta y dos del quinto sura (lo que se le hace a uno se le hace a todos; matar a un hombre es exterminarlos a todos) no le impide al lector del Corán conciliar el sueño...

Porque cerca de doscientos cincuenta versículos —entre los seis mil doscientos treinta y cinco del Libro— justifican y legitiman la guerra santa, la
jihad.
Suficientes como para atenuar las dos o tres frases bastante inofensivas que proponen la tolerancia, el respeto por el otro, la magnanimidad o el rechazo de la coerción en cuestiones religiosas (!). En medio de un mar de sangre, ¿quién puede tomarse aún el trabajo de detenerse en dos o tres frases que alaban el humanismo en vez de la barbarie? Así lo atestigua la biografía del Profeta: en ella encontramos, de modo constante, el asesinato, el crimen, las armas y la expedición punitiva. Muchas páginas incitan al antisemitismo, al odio a los judíos, a su despojo y exterminio, para que un combatiente musulmán no se crea autorizado a pasar a los judíos a cuchillo.

La comunidad musulmana piensa como los miembros de la Alianza: ellos también se proclaman el pueblo elegido, designado por Alá, preferido por éste (9:19, y también 3:110). Pero con dos pretendientes al estatuto de élite, ¡sobra uno! Creer que los demás pertenecen a una raza inferior, que existen subhombres, que Dios estableció una jerarquía entre los humanos y separó a la pequeña comunidad elegida del resto de la humanidad, impide a los demás alcanzar la misma categoría. El odio en el pasado de los hebreos hacia los cananeos es la causa del odio de los palestinos hacia los judíos de hoy, pues cada uno cree que Dios le ha encomendado dominar al otro —los otros—, y por lo tanto se imagina que está autorizado a exterminarlo.

Pues el Islam niega,
por definición,
la igualdad metafísica, ontológica, religiosa, y, por ende, política. Así lo enseña el Corán: en la parte superior, los musulmanes, en la parte inferior, los cristianos, porque ellos también son pueblos del Libro, luego, los judíos, igualmente comprendidos en el grupo, porque son monoteístas. Por último, después del musulmán, el cristiano y el judío, y en la cuarta posición, todas las categorías incluidas en la desaprobación general: el grupo de los incrédulos, los infieles, los impíos, los politeístas y, por supuesto, los ateos... La ley coránica que prohíbe matar o cometer delitos o masacres contra el prójimo concierne sólo de manera restrictiva a los miembros de la comunidad: la
Umma.
Como entre los judíos.

En el seno mismo de la comunidad musulmana de pretendidos semejantes, se mantiene la jerarquía: los hombres dominan a las mujeres, los religiosos dominan a los creyentes, los fieles piadosos dominan a los practicantes moderados y los viejos dominan a los jóvenes. Falocracia, teocracia, gerontocracia: el modelo tribal y primitivo de los orígenes sigue igual después de trece siglos. Es
fundamentalmente
incompatible con las sociedades surgidas de las Luces. El musulmán no es fraternal; hermano de sus correligionarios, sí, pero no de los otros, que son considerados insignificancias, sólo cantidades despreciables o detestables.

2. LO LOCAL COMO UNIVERSAL

Como lectores de Carl Schmidt aunque no lo sean, los musulmanes dividen el mundo en dos: los amigos y los enemigos. Por un lado, los hermanos en el Islam; por otro, todos los demás.
Dar al-islam
contra
dar al-harb,
dos universos irreductibles e incompatibles, regidos por relaciones salvajes y brutales: un depredador, una presa; un devorador, un devorado; y un dominador, un dominado. Igual que en la selva, los felinos entre ellos, y el resto del territorio listo para ser sometido, avasallado y poseído. La ley que rige las relaciones de los animales.

Una visión del mundo no muy diferente de la de Hitler, que justifica las lógicas de la marcación, posesión, gestión y extensión del territorio. El zorro y las gallinas, el halcón y su presa, el león y la gacela, los fuertes y los débiles, el Islam y los otros. No hay derecho, ni ley, ni lenguaje, ni intercambio o comunicación, ni inteligencia o cerebro, pero sí músculos, instinto, fuerza, combate, guerra y sangre.

¿Lo universal? Lo local sin los muros, para citar al poeta portugués Miguel Torga. Lo tribal del siglo vil, lo feudal del desierto árabe, el clan primitivo trasladado, sin ninguna modificación, a la civilización del presente, incluida la nuestra, posmoderna, hiperindustrial y cuantitativa. El pueblo del desierto se convierte en el modelo del mundo. El oasis donde nada penetra desde hace siglos, excepto las caravanas nómadas cargadas de artículos de primera necesidad, funciona como arquetipo social, humano, metafísico y político.

Un libro que data de los primeros años de 630, hipotéticamente dictado a un cuidador de camellos analfabeto, decide en detalle la vida cotidiana de millones de hombres en tiempos de la velocidad supersónica, la conquista espacial, la informatización generalizada del planeta, del «tiempo real» y universal de las comunicaciones, del descubrimiento de la secuencia del genoma humano, de la energía nuclear, de los albores de lo posthumano... El comentario vale también para los
lubavitch
aferrados a la Tora y al Talmud que comparten, también ellos, una ignorancia similar de los tiempos actuales.

Al igual que en las tiendas de hace mil quinientos años, la familia sigue siendo el núcleo de la sociedad. No la comunidad nacional o patriótica, menos aún la entidad universal o cosmopolita, sino la del jefe de familia que posee dos, tres o cuatro mujeres sumisas —pues la poligamia primitiva aún perdura tanto en el Talmud como el Corán (4:3)—, rodeado de numerosos hijos, una bendición de Dios. Su autoridad proviene de Alá, por supuesto, pero a través de la voz del Padre, del Marido y del Esposo, símbolos de Dios bajo la lona de cuero de cabra.

Todas las acciones se realizan bajo la mirada de la tribu, que las juzga de acuerdo con las reglas coránicas o musulmanas. El padre, pero también, dentro de la lógica falócrata absoluta, el hermano mayor, el hermano y otras variaciones sobre el tema del macho. El lugar de la religión encarnada, por lo tanto de la política y de la teocracia, es la célula de base de la sociedad: ni Platón —en
La República
—, ni Hegel —en
Esbozos de la filosofía del derecho
—, ni Mussolini, ni Hitler, ni Pétain y otros fascistas se equivocaron: sabían que el origen de la comunidad, de la genealogía de la colectividad, se establecía allí, en el espacio privado de la familia —la tribu primitiva—. Para convencerse de ello, basta con leer o releer a Engels y
El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado...

3. ESTRELLA AMARILLA Y TATUAJES MUSLMANES

En la lógica comunitaria que incluye y excluye, pocos saben que la obligación de llevar en la vestimenta un distintivo amarillo —un turbante, en ocasiones— fue impuesta por primera vez por un califa de Bagdad del siglo XI —se suele caracterizar ese período como la Edad de Oro del Islam...—, que deseaba diferenciar a los judíos y cristianos con un símbolo que muy pronto se volvió ignominioso.

Los musulmanes disponían de un concepto —«la
dhimmitud»
— para nombrar la carta de protección del no musulmán en tierras del Islam, siempre y cuando el sujeto perteneciera a la religión del Libro —con dispensa para el zoroastrismo—. En teoría, el Islam pasaba por ser una religión de paz y de tolerancia. En los hechos, la
dhimmitud
incluía un impuesto, es decir, una tarifa que se le cobraba al judío, al cristiano y al zoroastra para permitirles vivir en territorios islámicos. Un pago y, en consecuencia, una extorsión de fondos.

En cuanto compraban la protección (!), los
dhimmis
constataban que sus derechos cívicos quedaban reducidos a su mínima expresión. En una sociedad tribal en la que el caballo aseguraba la existencia y permitía desplazarse, combatir y ostentar el rango social, el no musulmán se veía privado de adquirirlo: estaba autorizado a poseer burros y mulas, cabalgadura humillante, montada de costado, a la manera femenina; podía caminar por la calle, pero no le estaba permitido sobrepasar a un musulmán; por supuesto, la tenencia de armas estaba prohibida formalmente, lo que equivale a decir que, desarmados, quedaban a merced de cualquier bandido. A veces, incluso, además de la tela amarilla de siniestra memoria, se les tatuaba un león en la mano, como otros tatuaban números en el antebrazo.

En teoría, la abolición de la
dhimmitud
data de 1839. De hecho, hubo que esperar hasta el fin de la Primera Guerra Mundial para que el Imperio otomano abandonara definitivamente una práctica tan difícil de hacer respetar... Desde luego, la famosa protección obtenida en teoría, con sus renuncias y humillaciones, no siempre fue ofrecida a creyentes no musulmanes —que, sin embargo, pagaban a conciencia el impuesto y aceptaban vivir como subhombres—, lejos de ello.

4. CONTRA LA SOCIEDAD CERRADA

La inserción del islam en una historia que niega la Historia genera una sociedad cerrada, estática, volcada sobre sí misma y fascinada por la inmovilidad de los muertos. Así como el marxismo pretendía en el pasado forjar la historia aboliéndola y le profesaba un culto casi religioso para alcanzar su fin, la pretensión musulmana de gobernar el mundo apunta,
in fine,
hacia una disposición fija, ahistórica, que anula la dinámica de lo real y del mundo a cambio de la cristalización atemporal de un universo pensado y concebido a la manera del mundo subyacente. Una sociedad que aplicase los principios del Corán crearía un campo nómada universal con murmullo de temblores de fondo, como la música de las esferas que giran en el vacío sobre sí mismas, celebrando la nada, la vacuidad y el sinsentido de la Historia muerta.

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