Tratado de ateología (4 page)

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Authors: Michel Onfray

Unos adoran las piedras —las tribus más primitivas entre los musulmanes de hoy que giran alrededor del betilo de la Kaaba—; otros, la Luna o el Sol; algunos, a un Dios invisible, imposible de representar so pena de idolatría, o incluso, a una figura antropomorfa —blanca, masculina, aria, obviamente...—; éste ve a Dios en todas partes, panteísta consumado; ése, seguidor de la teología negativa, en ninguna parte; una vez lo adoraron cubierto de sangre, coronado de espinas, cadáver; en otra ocasión, en una brizna de hierba a la manera sintoísta oriental: no hay ninguna mistificación inventada por los hombres que no contribuya a ampliar el campo de las posibles divinidades...

Para los que dudan todavía de las posibles extravagancias de las religiones en cuanto a ciertos soportes, remitámonos a la danza de la orina entre los zuni de Nuevo México, a la confección de amuletos con excrementos del gran lama del Tíbet, a la bosta y orina de vaca para las abluciones purificadoras de los hinduistas, al culto de Stercorius, Crepitus y Cloacina entre los romanos —divinidades de la basura, del pedo y de las cloacas, respectivamente—, a las ofrendas de estiércol a Siva, la Venus asiria, al consumo de sus excrementos por Suchiquecal, la diosa mexicana madre de los dioses, a la prescripción divina, en el libro de Ezequiel, de utilizar la materia fecal humana para cocinar los alimentos, y otras vías impenetrables o maneras singulares de mantener una relación con lo divino y lo sagrado...

Ante los nombres múltiples, las prácticas sin fin, los detalles infinitos en las maneras de concebir a Dios y pensar la unión con él, frente a ese torrente de variaciones sobre el tema religioso, en presencia de tantas palabras para nombrar la increíble pasión del creyente, el ateo cuenta con ese único y sencillo epíteto para desacreditarlo. Los adoradores de todo y de cualquier cosa, los mismos que, en nombre de sus fetiches, justifican la violencia y la intolerancia y las guerras del pasado y del presente contra los sin dios, reducen a los incrédulos a ser, desde lo etimológico, no más que individuos incompletos, amputados, fragmentados, mutilados, entidades a las que les falta Dios para ser de verdad...

Los seguidores de Dios disponen incluso de una disciplina consagrada por completo a estudiar los nombres de Dios, su vida y milagros, sus dichos memorables, sus pensamientos, sus palabras —¡porque habla!— y sus actos, sus pensadores de confianza, que están a su servicio, sus profesionales, sus leyes, sus adulones, sus defensores, sus sicarios, sus dialécticos, sus retóricos, sus filósofos —y, sí...—, sus secuaces, sus servidores, sus representantes en la tierra, sus instituciones inducidas, sus ideas, sus imposiciones y otras tonterías: la teología. La disciplina
del
discurso sobre Dios...

Los pocos momentos en la historia occidental en que el cristianismo cayó en desgracia —1793, por ejemplo— produjeron algunas actividades filosóficas nuevas, que generaron algunas palabras inéditas rápidamente dejadas de lado. Es cierto que aún se habla de descristianización, pero como historiadores, para señalar ese período de la Revolución Francesa durante el cual los ciudadanos convirtieron las iglesias en hospitales, en escuelas, en hogares para los jóvenes, cuando los revolucionarios reemplazaron las cruces de los techos con banderas tricolores y los crucifijos de madera muerta con árboles vivos. El
ateísta
de los
Ensayos
de Montaigne, los
ateístas
de las
Cartas
(CXXXVII) de Monluc y la
ateística
de Voltaire desaparecieron rápidamente. El
ateísta
de la Revolución Francesa también...

5. LOS NOMBRES DE LA INFAMIA

La pobreza del vocabulario ateísta se explica por la indefectible dominación histórica de los seguidores de Dios: disponen de plenos poderes políticos desde hace más de quince siglos, la tolerancia no es su virtud principal y emplean todos los medios para imposibilitar la cosa y, por lo tanto, la palabra que la designa.
Ateísmo
data de 1532,
ateo
ya existía en el siglo II de nuestra era entre los cristianos que denunciaban y estigmatizaban a los
ateos,
los que no creían en el dios resucitado al tercer día. De ahí a concluir que esos individuos que no creían en cuentos para niños no creían en ningún dios, había sólo un paso. De manera que los paganos —es decir, los que rinden culto a los dioses del campo, como lo confirma la etimología del término— eran identificados como negadores de los dioses, por lo tanto de Dios. El jesuita Garasse convirtió a Lutero en un ateo (!); Ronsard hizo lo mismo con los hugonotes...

La palabra «ateo» adquiere el valor de insulto categórico. El ateo es el personaje inmoral, amoral e inmundo, culpable de querer saber más o de estudiar los libros de todo aquel que ha adquirido el epíteto. La palabra basta para impedir el acceso a la obra. Funciona como el engranaje de una máquina de guerra lanzada contra todo lo que no se desarrolla dentro del registro de la más pura ortodoxia católica, apostólica y romana. Ya sea ateo o hereje, al final es lo mismo. Lo cual termina por abarcar a medio mundo.

Desde sus inicios, Epicuro se vio obligado a enfrentar acusaciones de ateísmo. Pero ni él ni los epicúreos negaban la existencia de los dioses. Compuestos de materia sutil, numerosos, instalados en los intermundos, impasibles, indiferentes al destino de los hombres y al devenir del mundo, verdaderas encarnaciones de la ataraxia, ideas de la razón filosófica, modelos capaces de engendrar sabiduría en la imitación, los dioses del filósofo y sus discípulos existían, aunque pareciera imposible, y además, en gran cantidad. Pero no como los de la ciudad griega, que exhortaban, a través de sus sacerdotes, a plegarse a las exigencias comunitarias y sociales. Ése era su único error: su naturaleza antisocial.

La historiografía del ateísmo —escasa, frugal y más bien mala— comete un error al ubicarlo en los primeros tiempos de la humanidad. Las cristalizaciones sociales exigen trascendencia, orden, jerarquía —etimológicamente, el poder de lo sagrado...—. La política y la ciudad pueden funcionar con mayor facilidad cuando recurren al poder vengativo de los dioses, representados en la tierra, al parecer, por los dominantes que, de modo muy oportuno, llevan las riendas.

Los dioses —o Dios—, embarcados en una empresa de justificación del poder, se instituyeron como los interlocutores privilegiados de los jefes de la tribu, de los reyes y príncipes. Esas figuras terrestres pretendían detentar el poder de los dioses, poder que éstos confirmarían con la ayuda de señales decodificadas por la casta de sacerdotes, interesada, también ella, en los beneficios del ejercicio legal de la fuerza. El ateísmo se convirtió, por lo tanto, en un arma útil para lanzar a éste o a aquél, con tal de que se resistiera o al menos se opusiera, a las cárceles y calabozos, o incluso a la hoguera.

El ateísmo no comenzó con los personajes que la historiografía oficial condena e identifica como tales. El nombre de Sócrates no puede figurar, decentemente, en la historia del ateísmo. Ni el de Epicuro y sus seguidores. Tampoco el de Protágoras, que se contentaba con afirmar, en
De los dioses,
que no podía concluir nada en cuanto a ellos, ni su existencia, ni su inexistencia. Lo cual, al menos, define cierto agnosticismo, indeterminación, incluso, si se quiere, escepticismo, pero sin duda no ateísmo, que exige una franca afirmación de la inexistencia de los dioses.

El Dios de los filósofos entra a menudo en conflicto con el de Abraham, de Jesús y de Mahoma. En primer lugar porque el primero proviene de la inteligencia, la razón, la deducción, el razonamiento, y luego porque el segundo presupone
más
bien el dogma, la revelación y la obediencia, por la colisión entre los poderes espiritual y temporal. El Dios de Abraham designa más bien al de Constantino, después al de los papas o al de los príncipes guerreros muy poco cristianos. Poco que ver con las construcciones extravagantes erigidas en forma tosca con causas sin causa, los primeros motores inmóviles, ideas innatas, armonías preestablecidas y otras pruebas cosmológicas, ontológicas o físico-teológicas.

Con frecuencia, cualquier veleidad filosófica de pensar a Dios fuera del modelo político dominante se convierte en ateísmo. Así, cuando la Iglesia le cortó la lengua al padre Julio César Vanini, lo colgó y después lo quemó en la hoguera en Toulouse el 19 de febrero de 1619, asesinó al autor de una obra cuyo título era:
Anfiteatro de la eterna Providencia divino-mágica, cristiano-física y no menos astrológico-católica, contra los filósofos, los ateos, los epicúreos, los peripatéticos y los estoicos
(1615).

Salvo que no se tome en cuenta ese título —un error, considerando, por lo menos, su longitud explícita...—, es necesario comprender que ese pensamiento oximorónico no niega la providencia, el cristianismo o el catolicismo, sino que rechaza claramente, más bien, el ateísmo, el epicurismo y otras escuelas filosóficas paganas. Ahora bien, nada de eso constituye un ateo —motivo por el cual se lo mata—, sino una especie de panteísta ecléctico. De todos modos, herético por ser heterodoxo...

Spinoza, panteísta también él —y poseedor de una inteligencia sin par—, fue condenado igualmente por ateísmo, o, lo que es lo mismo, por falta de ortodoxia judía. El 27 de julio de 1656, los
parnassim
se reunieron en el
mahamad
—las autoridades judías de Amsterdam—, y leyeron en hebreo ante el arca de la sinagoga, en el Houtgracht, un texto de extrema violencia: lo acusaron de horribles herejías, mala conducta, y en consecuencia le dictaron un
herem,
que nunca fue anulado.

La comunidad profirió palabras de extrema brutalidad: fue excluido, perseguido, execrado, maldito durante el día y la noche, durante el sueño y la vigilia, al entrar y salir de su casa... Los hombres de Dios recurrieron a la cólera de su ficción y a la maldición desencadenada sin límite en el tiempo y en el espacio. Para completar el gesto, los
parnassim
ordenaron que se borrara de la faz de la tierra para siempre el nombre de Spinoza. Por poco...

Los rabinos, poseedores teóricos del amor al prójimo, añadieron a la excomunión la prohibición dirigida a todos de mantener relaciones escritas o verbales con el filósofo. Nadie tenía el derecho de prestarle ningún servicio, de acercársele a menos dos metros o de encontrarse bajo el mismo techo que él. Prohibido, por supuesto, leer sus escritos: en esa época Spinoza tenía veintitrés años, y aún no había publicado nada.
La Ética
aparecerá como obra postuma veintiún años después, en 1677. Hoy se lee en todo el mundo...

¿Dónde está el ateísmo de Spinoza? En ninguna parte. Es inútil buscar en su obra completa una sola frase que afirme la inexistencia de Dios. Es cierto que Spinoza niega la inmortalidad del alma y sostiene la imposibilidad de un castigo o de una recompensa
post mortem;
plantea la idea de que la Biblia es una obra escrita por diversos autores y que constituye una composición histórica, por lo tanto, no revelada; no acepta de ningún modo la noción de pueblo elegido y lo establece claramente en el
Tratado teológico-político;
enseña una moral hedonista de la alegría más allá del bien y del mal; no acepta el odio judeocristiano a sí mismo, al mundo y al cuerpo; pese a ser judío, encuentra cualidades filosóficas en Jesús. Pero nada de eso lo convierte en un negador de Dios o en un ateo... La lista de los desdichados muertos por ateísmo en la historia de la humanidad, que incluye sacerdotes, creyentes y practicantes, sinceramente convencidos de la existencia de un Dios único, católicos, apostólicos y romanos; la de los seguidores del Dios de Abraham o de Alá, también pasados por las armas en cantidades increíbles por no haber practicado una fe dentro de las normas y las reglas establecidas; la de los seres anónimos, que no fueron rebeldes u opositores de los poderes monoteístas, ni refractarios ni reacios; todas esas compatibilidades macabras ponen de manifiesto lo siguiente: el ateo, antes de ser calificado como negador de Dios, sirve para perseguir y condenar el pensamiento del individuo libre, aun de la manera más ínfima, de la autoridad y de la tutela social con respecto al pensamiento y a la reflexión. ¿El ateo? Un hombre libre ante Dios —incluso para negar de inmediato su existencia...

II. EL ATEÍSMO Y LA SALIDA DEL NIHILISMO
1. LA INVENCIÓN DEL ATEÍSMO

El cristianismo epicúreo de Erasmo o de Montaigne, el de Gassendi, canónigo de Digne, el cristianismo escéptico de Pierre Charron, el teologal de Condom, el escolástico de Burdeos, el deísmo del protestante Bayle y el de Hobbes, el anglicano, tal vez hagan parecer impíos y ateos a sus autores. Pero aun así, el término no se aplica con justeza. Eran, desde luego, creyentes heterodoxos y librepensadores, pero cristianos al fin. Como filósofos independientes, aunque cristianos por tradición, esta amplia gama permite creer en Dios sin la limitación de una ortodoxia sostenida por el ejército, la policía y el poder. ¿El autor de los
Ensayos
es considerado ateo? ¿Qué pensar de su peregrinaje a Notre-Dame de Lorente, de sus profesiones de fe católicas en su obra maestra, de su capilla privada, de su muerte en presencia de un cura en el momento, digamos, de la elevación? No, todo ese bello mundo filosófico cree en Dios...

Pues bien, hacía falta que apareciese el primero, el inventor, el nombre como hito a partir del cual fuera posible afirmar: he ahí el primer ateo, el que expresa la inexistencia de Dios, el filósofo que lo piensa, lo afirma, lo escribe con claridad, netamente, sin adornos ni sobreentendidos, con infinita prudencia e interminables contorsiones. Un ateo radical, animoso, confeso. Incluso orgulloso. Un hombre cuya profesión de fe, si se me permite decirlo..., no se rebaja, no se desvaloriza, ni procede de hipótesis alambicadas de lectores a la caza de un principio de argumentos de apoyo.

No muy alejado del paladín francamente ateo, el hombre hubiese podido llamarse Cristovao Ferreira, viejo jesuita portugués que abjuró bajo la tortura japonesa en 1614. En 1636, el año en que Descartes preparaba el
Discurso del método,
el cura, cuya fe debía ser bien endeble, si juzgamos por la pertinencia de los argumentos que no pudieron ocurrírsele justo en el preciso momento de la abjuración, escribe, en efecto,
La superchería desenmascarada,
un opúsculo explosivo y radical.

En sólo una treintena de páginas, afirma: Dios no ha creado el mundo; de hecho, el mundo nunca fue creado; el alma es mortal; no existe ni infierno, ni paraíso, ni predestinación; los niños muertos están libres de pecado original, que de todos modos no existe; el cristianismo es una invención; los Diez Mandamientos, una estupidez impracticable; el Papa, un personaje inmoral y peligroso; el pago de las misas, las indulgencias, la excomunión, las prohibiciones de alimentos, la virginidad de María, los Reyes Magos, otras tantas tonterías; la resurrección, un cuento irracional, risible, escandaloso, un engaño; los sacramentos, la confesión, sonseras; la eucaristía, una metáfora; el juicio final, un delirio increíble...

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