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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (27 page)

Yo he dicho casi que esto era cierto; pero reflexiono y veo que puede reducirse por sí mismo al igual que todo otro razonamiento y de conocimiento pasar a ser probabilidad.

Por consiguiente, ya que todo conocimiento se resuelve en probabilidad y llega, en último término, a tener la misma naturaleza que la evidencia que empleamos en la vida común, debemos examinar ahora esta última especie de razonamiento y ver sobre qué fundamento se apoya.

En todo juicio que podamos hacer acerca de la probabilidad, lo mismo que acerca del conocimiento, podemos corregir nuestro primer juicio derivado de la naturaleza del objeto por otro juicio derivado de la naturaleza del entendimiento. Es cierto que un hombre de buen sentido y larga experiencia puede tener, y usualmente la tiene, una mayor seguridad en sus opiniones que otro que sea tonto e ignorante, y que nuestros sentimientos tienen diferentes grados de autoridad aun para nosotros mismos en relación con los grados de nuestro razonamiento y experiencia. En el hombre del mejor sentido y más larga experiencia esta autoridad no es jamás total, pues aun una persona tal debe ser consciente de muchos errores en el pasado y debe temerlos para el futuro. Aquí surge una nueva especie de probabilidad para corregir y regular la primera y fijar su criterio exacto y proporción. Del mismo modo que la demostración se halla sometida a la verificación de la probabilidad se halla sometida la probabilidad a una nueva corrección mediante un acto reflejo del espíritu, en el que la naturaleza de nuestro entendimiento y nuestro razonamiento, que parte de la primera probabilidad, llegan a ser nuestros objetos de examen.

Habiendo descubierto así en cada probabilidad, además de la incertidumbre original inherente al asunto, una nueva incertidumbre derivada de la debilidad de la facultad que juzga, y habiendo acoplado estas dos entre sí, nos vemos obligados por nuestra razón a añadir una nueva duda derivada de la posibilidad de error en nuestra estimación de la fidelidad y verdad de nuestras facultades. Esta es una duda que inmediatamente se nos presenta y la que si seguimos estrictamente nuestra razón no podemos evitar más que mediante una decisión; pero esta decisión, aunque pueda ser favorable a nuestro juicio precedente, como se halla fundada tan sólo sobre la probabilidad, debe debilitar aun más nuestra primera evidencia y debe ser a su vez debilitada por una cuarta duda del mismo género, y así al infinito hasta que, por último, no quede nada de la probabilidad original, tan grande como supongamos que ésta haya sido y tan pequeña como la disminución producida por cada nueva incertidumbre sea. Ningún objeto finito puede subsistir con una disminución repetida al infinito, y aun la más grande cantidad que pueda concebir la imaginación humana debe de este modo quedar reducida a nada. Si nuestra primera creencia no es, tan fuerte, debe perecer infaliblemente pasando a través de tantos nuevos exámenes, cada uno de los cuales disminuye en algo su fuerza y vigor. Cuando yo reflexiono sobre la falibilidad de mi juicio tengo menos confianza en mis opiniones que cuando considero los objetos acerca de los que yo razono, y cuando voy aun más lejos, dirigiendo mi indagación hacia cada estimación sucesiva de mis facultades, todas las reglas de la lógica requieren una disminución continua y, como consecuencia última, la total extinción de la creencia y la evidencia.

Si se me preguntase aquí si asiento sinceramente a este argumento, que parece me tomo tanto trabajo para inculcar en los otros, y si yo soy realmente uno de los escépticos que tienen todo por incierto y que nuestro juicio no posee ninguna medida de verdad o falsedad en ninguna cuestión, replicaré que este problema es enteramente superfluo y que ni yo ni ninguna otra persona mantuvo sincera y constantemente esta opinión. La naturaleza, por una necesidad absoluta e inverificable, nos ha llevado a juzgar lo mismo que a respirar y a sentir, y no podemos evitar el considerar a ciertos objetos con mayor o menor seguridad por razón de su enlace habitual con una impresión presente que el ver los cuerpos que nos rodean cuando dirigimos los ojos hacia ellos en pleno sol. Todo aquel que se ha tomado el trabajo de refutar las cavilaciones de este escepticismo total ha luchado sin tener un enemigo y ha tratado de establecer por argumentos una facultad que ha sido ya antes implantada en el espíritu y hecha inevitable.

Mi intención, pues, al exponer tan cuidadosamente los argumentos de esta secta fantástica, es tan sólo hacer al lector más sensible a la verdad de mi hipótesis de que todos nuestros razonamientos relativos a las causas y efectos no se derivan más que del hábito y que la creencia es más exactamente un acto de la parte sensitiva que de la cogitativa de nuestra naturaleza. He probado aquí que los mismos principios que nos hacen tomar una decisión sobre un asunto y corregir esta decisión por la consideración de nuestro talento y capacidad y por la situación de nuestro espíritu cuando examinamos el asunto, cuando son llevados más lejos y se aplican a todo nuevo juicio reflejo deben, disminuyendo continuamente la evidencia original, reducirla a nada y destruir totalmente toda creencia y opinión. Si la creencia, pues, fuese un simple acto del pensamiento sin una modalidad peculiar de concepción y la adición de fuerza y vivacidad, se destruiría infaliblemente a sí misma y terminaría, en todo caso, en la suspensión total de todo juicio; pero como la experiencia convencerá suficientemente a todo el mundo que piense que merece la pena de hacer la prueba, que aunque no puede hallar error en los precedentes argumentos continúa creyendo, pensando y razonando del modo acostumbrado, se puede concluir con seguridad que este razonamiento y creencia es la misma sensación o manera peculiar de concepción que es imposible destruir por meras ideas o reflexiones.

Aquí quizá puede preguntarse cómo sucede que, aun basándose en mi hipótesis, los argumentos antes explicados no producen una suspensión total del juicio, y de qué manera el espíritu conserva un cierto grado de seguridad en algún asunto, pues como estas nuevas probabilidades, que, por su repetición, disminuyen continuamente la evidencia original, se fundan en los mismos principios (del pensamiento o la sensación) que el juicio primario, parece inevitable que en ambos casos lo destruyan y que por la oposición de pensamientos contrarios o sensaciones lleven al espíritu a una incertidumbre total. Supongo que se me propone una cuestión y que después de resolverla basándome en las impresiones de mi memoria y sentidos y llevando mi pensamiento de ellas a los objetos que se hallan más corrientemente enlazados con las mismas experimento una concepción de más fuerza en un sentido que en otro.

Esta concepción fuerte constituye mi primera decisión. Supongo que después examino mi propio juicio, y observando por experiencia que es a veces exacto y a veces erróneo, lo considero como regulado por principios contrarios o causas, de las cuales unas llevan a la verdad y otras al error, y pesando estas causas contrarias disminuyo por una nueva probabilidad la seguridad de mi primera decisión. Esta nueva probabilidad se halla sometida a la misma disminución que la precedente, y así al infinito. Se pregunta, pues, ¿cómo sucede que aun después de todo esto nos queda un cierto grado de creencia que es suficiente para nuestros propósitos, tanto en la filosofía como en la vida común?

Respondo a esto que después de la primera y segunda decisión, como la acción del espíritu se hace forzada y no natural y las ideas débiles y obscuras, aunque el principio del juicio y la estimación de las causas opuestas sean los mismos que en un comienzo, su influencia en la imaginación y el vigor que aportan o quitan al pensamiento no son de ningún modo los mismos. Cuando el espíritu no alcanza sus objetos con comodidad y facilidad, los mismos principios no tienen los mismos efectos que en una concepción más natural de las ideas ni experimentará la imaginación una sensación que esté en proporción con la que surge de sus juicios y opiniones corrientes. La atención está forzada, la postura del espíritu es incómoda, y los espíritus animales, hallándose apartados de su curso natural, no se rigen en sus movimientos por las mismas leyes o al menos no en el mismo grado que cuando fluyen por su camino usual.

Si queremos casos semejantes no será muy difícil hallarlos. El presente asunto de metafísica nos los proporcionará abundantemente. El mismo argumento que se estima convincente en un razonamiento relativo a la historia o la política tiene una pequeña influencia o ninguna en estos asuntos más obscuros, aunque sea perfectamente comprendido, y esto porque se requiere en ellos un estudio y un esfuerzo del pensamiento para su comprensión, y este esfuerzo del pensamiento perturba la actuación de nuestros sentimientos, de los que depende la creencia. Sucede lo mismo en otros asuntos. El esfuerzo de la imaginación impide siempre el curso natural de las pasiones y sentimientos. El poeta trágico que quiere presentar sus héroes como ingeniosos y graciosos en sus desgracias no debe jamás tocar a las pasiones. Del mismo modo que las emociones del alma impiden un razonamiento o reflexión sutil, estas últimas actividades del espíritu son de un modo igual perjudiciales a las primeras. El espíritu, lo mismo que el cuerpo, parece hallarse dotado de un cierto grado determinado de fuerza y actividad que jamás emplea en una acción más que a ensas de todas las restantes. Esta es una verdad más evidente cuando las acciones son de naturaleza muy diferente, ya que en este caso la fuerza del espíritu no sólo se halla diseminada, sino que la disposición cambia de manera que nos hace incapaces de un tránsito repentino de una acción a otra y aun más de realizar dos al mismo tiempo. No es de maravillar, pues, que la convicción que surge de un razonamiento sutil disminuya en proporción de los esfuerzos que la imaginación hace para penetrar en el razonamiento y para concebirlo en todas sus partes. La creencia siendo una concepción vivaz, no puede ser jamás total cuando no se funda en algo natural y cómodo.

Considero esto como el verdadero planteamiento de la cuestión y no puedo aprobar el procedimiento expeditivo que algunos adoptan ante los escépticos, o de una vez sus argumentos sin investigarlos ni examinarlos. Si el razonamiento escéptico es poderoso, dicen, es una prueba de que la razón puede tener alguna fuerza y autoridad; si es débil, no puede nunca ser suficiente para quitar validez a todas las conclusiones de nuestro entendimiento. Este argumento no es exacto, porque si el razonamiento escéptico pudiese existir y no fuese destruido por su sutilidad sería sucesivamente fuerte y débil según las disposiciones sucesivas del espíritu. La razón aparece primeramente en posesión del trono dando leyes e imponiendo máximas con un dominio y autoridad absolutos. Su enemigo, pues, se ve obligado a buscar refugio bajo su protección, y haciendo uso de argumentos racionales para probar la incapacidad y debilidad de la razón produce en cierto modo una patente de su mano y sello. Esta patente tiene al principio una autoridad proporcionada a la autoridad presente e inmediata de la razón, de la que se deriva; pero como se supone que es contradictoria con la razón, disminuye gradualmente la fuerza del poder gobernante y la suya al mismo tiempo, hasta que, por último, ambos se desvanecen en la nada mediante una disminución regular y exacta. Los razonamientos escépticos y dogmáticos son del mismo género, aunque contrarios en su actuación y tendencia; de modo que cuando el último es fuerte tiene un enemigo con que encontrarse de igual fuerza en el primero, y como sus fuerzas eran en un principio iguales, lo continúan siendo aún mientras alguno de ellos subsiste. No puede uno de ellos perder fuerza alguna en la contienda sin tomar otra tanta de su antagonista. Felizmente, pues, la naturaleza destruye a tiempo la fuerza de todo argumento escéptico y le impide tener una influencia considerable sobre el entendimiento. Si confiásemos enteramente en la destrucción de estos argumentos por sí mismos, ésta no podría tener lugar hasta que primeramente se hubiera destruido toda convicción y se hubiera aniquilado totalmente la razón humana.

Sección II - Del escepticismo con respecto a los sentidos.

Así, el escéptico continúa razonando y creyendo, aun cuando afirma que no puede defender su razón por la razón, y por la misma regla debe asentir al principio relativo a la existencia de los cuerpos, aunque no pueda pretender, mediante argumentos filosóficos, mantener su veracidad. La naturaleza no ha dejado esto a su elección y ha estimado sin duda alguna que era un asunto de demasiada importancia para confiarlo a nuestros razonamientos y especulaciones inciertas. Podemos preguntarnos: ¿Qué causas nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos? Pero es en vano preguntarse: ¿Existen o no cuerpos? Esto es un punto que debemos aceptar como seguro en todos nuestros razonamientos.

El asunto de nuestra investigación presente son, pues, las causas que nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos, y mis razonamientos acerca de ello comenzarán con una distinción que a primera vista puede parecer superflua, pero que contribuirá mucho a la clara inteligencia de lo que sigue. Debemos examinar aparte dos cuestiones que corrientemente se confunden, a saber: por qué atribuimos una existencia continua a los objetos, aun cuando no se hallan presentes a los sentidos, y por qué suponemos que tienen una existencia distinta de la del espíritu y la percepción. Bajo el último epígrafe comprendo tanto su situación como sus relaciones, tanto su posición externa como la independencia de su existencia y actuación. Estas dos cuestiones, relativas a la existencia continua y distinta de los cuerpos, se hallan íntimamente enlazadas entre sí, pues si los objetos de nuestros sentidos continúan existiendo aun cuando no son percibidos, su existencia es, por consiguiente, independiente y diferente de la percepción, y, por el contrario, si su existencia es independiente de la percepción y diferente de ella, deben continuar existiendo aun cuando no sean percibidos. Sin embargo, aunque la decisión de una cuestión trae consigo la de la otra, para que podamos descubrir más fácilmente los principios de la naturaleza humana, de los cuales surge la decisión, debemos tener presente esta distinción y consideraremos si son los sentidos, la razón o la imaginación los que producen la opinión de una existencia continuada o diferente. Estas son las únicas cuestiones que son inteligibles en el presente asunto; pues en cuanto a la noción de la existencia externa, cuando se la toma como algo específicamente diferente de nuestras percepciones, hemos mostrado ya que es un absurdo.

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