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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (29 page)

No sucede lo mismo con relación a los objetos externos: éstos requieren una existencia continua o pierden de otro modo en gran medida la regularidad de su actuación. Me hallo sentado en mi cuarto con la cara vuelta hacia el fuego y todos los objetos que impresionan mis sentidos se hallan a pocas yardas en torno mío. Mi memoria de hecho me informa de la existencia de muchos objetos, pero esta información no se extiende más allá de su existencia pasada y ni mis sentidos ni mi memoria me dan un testimonio para la continuación de su ser. Cuando me hallo, pues, así sentado y me preocupo de estos pensamientos oigo un ruido repentino, tal como el de una puerta girando sobre sus goznes, y un poco después veo al portador de una carta que avanza hacia mí. Esto me da ocasión para muchas reflexiones y razonamientos nuevos. Primero, yo no he observado jamás que este ruido proceda más que del movimiento de una puerta, y, por consiguiente, concluyo que el fenómeno presente constituirá una contradicción con toda la experiencia pasada, a menos que la puerta que recuerdo, situada en el otro lado del cuarto, no exista todavía.

Además he hallado siempre que un cuerpo humano posee la cualidad que yo llamo gravedad y que le impide elevarse en el aire, como el portador de la carta hubiera tenido que hacerlo para llegar a mi cuarto, a menos que las escaleras que yo recuerdo no hayan sido destruidas por mi ausencia. Esto no es todo. Recibo una carta que, al abrirla, conozco por la letra y firma que viene de un amigo que dice hallarse a doscientas leguas de distancia. Es evidente que no puedo explicarme este fenómeno, de acuerdo con mi experiencia en otros casos, sin hacer surgir en mi mente el mar y el continente entero que se halla entre nosotros y sin suponer los efectos y existencia continuada de las postas y barcas según mi memoria y observación. Si consideramos estos fenómenos del portador y la carta en un cierto respecto, constituyen contradicciones con la experiencia común y pueden ser considerados como objeciones a las máximas que nos formamos con respecto a los enlaces de causas y efectos.

Estoy habituado a oír un determinado sonido y ver al mismo tiempo un objeto en movimiento. No he tenido en este caso particular estas dos percepciones. Las observaciones son contradictorias, a menos que no suponga que la puerta continúa existiendo y que fue abierta sin percibir su ruido, y este supuesto, que en un principio era totalmente arbitrario e hipotético, adquiere fuerza y evidencia por ser el único mediante el cual puedo reconciliar estas contradicciones. Difícilmente existirá un momento de mí vida en que algún caso semejante no se me presente y no tenga ocasión para suponer la existencia continua de los objetos, a fin de enlazar sus apariencias pasadas y presentes y relacionarlas entre sí del modo que he hallado por experiencia convenir a sus naturalezas y circunstancias particulares. Aquí, pues, soy llevado naturalmente a considerar el mundo como algo real y duradero y como algo que posee una existencia continuada, aun cuando no se halla ya presente a mi percepción.

Sin embargo, aunque esta conclusión, que parte de la coherencia de las apariencias, pueda parecer que es de la misma naturaleza que nuestro razonamiento relativo a las causas y efectos, por derivarse del hábito y regularse por la experiencia pasada, hallaremos después de examinarlo que existe una diferencia muy grande entre ambos y que esta inferencia surge del entendimiento y del hábito de una manera indirecta y oblicua; pues se concederá fácilmente que, no estando nada más presente en todo momento al espíritu que sus propias percepciones, no es sólo imposible que un hábito se adquiera de otro modo que no sea el enlace regular de estas percepciones, sino también que un hábito exceda a este grado de regularidad. Por consiguiente, un cierto grado de regularidad en nuestras percepciones no puede ser jamás un fundamento para que inferamos un grado más grande de regularidad en algunos objetos que no son percibidos, ya que esto supone una contradicción, a saber: un hábito adquirido por lo que no fue jamás presente al espíritu. Sin embargo, es evidente que, siempre que inferimos la existencia continua de los objetos de los sentidos partiendo de la coherencia y la frecuencia de su unión, lo hacemos para conceder a los objetos una mayor regularidad que la que se observa en nuestras meras percepciones. Notamos una conexión entre dos géneros de objetos en su apariencia pasada a los sentidos, pero no somos capaces de observar que esta conexión es absolutamente constante, ya que puede interrumpirla el volver la cabeza o el cerrar los ojos. ¿Qué es, pues, lo que suponemos nosotros en este caso mas que estos objetos continúan aun manteniendo su enlace usual a pesar de su interrupción aparente y que las apariencias irregulares van unidas por algo que nosotros no percibimos? Ahora bien; como todo razonamiento relativo a los hechos surge tan sólo del hábito y el hábito puede ser únicamente el efecto de percepciones repetidas, la extensión del hábito y del razonamiento más allá de las percepciones no puede ser jamás el efecto natural y directo de la repetición y conexión constante, sino que debe surgir de la cooperación de otros principios.

He observado ya, al examinar el fundamento de las matemáticas, que la imaginación, cuando ha tomado una cierta dirección en el pensar, se halla propensa a continuarla aun cuando sus objetos faltan, y del mismo modo que una barca puesta en movimiento por los remeros, sigue su camino sin un nuevo impulso. Expuse esto por la razón de que después de considerar varios criterios sueltos de igualdad y de corregir los unos por los otros, procedemos a imaginamos un criterio tan correcto y exacto de la relación que no se halla sometido al más mínimo error o variación. El mismo principio nos hace fácilmente aceptar la concepción de la existencia continuada de los cuerpos. Los objetos poseen una cierta coherencia aun tal como ellos aparecen a nuestros sentidos; pero esta coherencia es mucho más grande y más uniforme si suponemos que los objetos tienen una existencia continuada, y como el espíritu se halla siempre inclinado a observar una uniformidad entre los objetos, sigue este camino hasta hacer la uniformidad tan completa como sea posible. El simple supuesto de su existencia continua es suficiente para este propósito y nos da una noción de una regularidad mucho más grande en los objetos que la que poseen cuando no nos dirigimos más allá de nuestros sentidos.

Sea la que quiera la fuerza que podamos atribuir a este principio, me temo que es demasiado débil para soportar por sí solo un edificio tan vasto como lo es la existencia continua de los objetos externos y que debemos unir la constancia de su apariencia a la coherencia para dar una explicación satisfactoria de esta opinión. Como la explicación de esto me llevará a una considerable serie de profundos razonamientos, creo adecuado, para evitar toda confusión, dar un pequeño bosquejo o resumen de mi sistema y después exponer todas sus partes extensamente. La inferencia que parte de la constancia de nuestras percepciones, lo mismo que la que procede de su coherencia, da lugar a la concepción de la existencia continuada de los cuerpos, que es anterior a la de su existencia distinta y produce este último principio.

Cuando hemos sido habituados a considerar una constancia en ciertas impresiones y hemos hallado que la percepción del Sol o el Océano, por ejemplo, vuelve a presentarse después de una ausencia o desaparición con iguales partes y en igual orden que en su primera apariencia, no nos hallamos propensos a considerar estas percepciones interrumpidas como diferentes, y realmente lo son, sino que, por el contrario, las consideramos individualmente como las mismas por razón de su semejanza. Pero como esta interrupción de su existencia es contraria a su perfecta identidad y nos hace considerar la primera impresión como desaparecida y la segunda como creada de nuevo, nos hallamos perplejos y envueltos en una especie de contradicción. Para salir de esta dificultad desfiguramos tanto como nos es posible la interrupción, o más bien la suprimimos totalmente, suponiendo que estas percepciones interrumpidas se hallan enlazadas por una existencia real que no percibimos.

Este supuesto o idea de una existencia continua adquiere fuerza y vivacidad por la memoria de estas impresiones interrumpidas y por la inclinación que provocan a que las supongamos las mismas; según el razonamiento precedente, la verdadera esencia de la creencia consiste en la fuerza y vivacidad de la concepción.

Para justificar este sistema se requieren cuatro cosas: Primero. Explicar el Principium individuationis o principio de identidad. Segundo. Dar una razón de por qué la semejanza de las percepciones discretas e interrumpidas nos induce a atribuirles una identidad. Tercero. Dar una explicación de la inclinación que esta ilusión produce a unir estas apariencias discontinuas por una existencia continua. Cuarto y último. Explicar la fuerza y vivacidad de concepción que surge de la inclinación dicha.

Primero, en cuanto al principio de individualidad, podemos observar que la consideración de un objeto no es suficiente para producir la idea de identidad, pues en la proposición el objeto es idéntico a sí mismo; si la idea expresada por la palabra objeto no fuera de ningún modo distinta de la significada por mismo, realmente no querríamos decir nada ni la proposición contendría un predicado y un sujeto que se hallan implicados en esta afirmación. Un objeto único proporciona la idea de unidad, pero no la de identidad.

Por otra parte, una multiplicidad de objetos jamás es capaz de sugerir esta idea, tan semejantes como puedan suponerse aquéllos. El espíritu no declara que el uno es el otro, y los considera como formando dos, tres o un número determinado de objetos, cuyas existencias son enteramente distintas e independientes.

Ya que tanto el número como la unidad son incompatibles con la relación de identidad, debe radicar ésta en algo que no es ni lo uno ni lo otro; pero, a decir verdad, a primera vista parece esto totalmente imposible. Entre unidad y número no puede existir término medio, lo mismo que entre existencia y no existencia. Después que un objeto se supone que existe, debemos suponer o que otro existe también, en cuyo caso tenemos la idea de número, o debemos suponer que no existe, en cuyo caso el primer objeto permanece como unidad.

Para evitar esta dificultad recurramos a la idea de tiempo o duración. He notado ya que el tiempo, en un sentido estricto, implica la sucesión, y que cuando aplicamos su idea a un objeto inmutable lo hacemos tan sólo mediante una ficción de la imaginación por la que el objeto inmutable se supone que participa de los cambios de los objetos coexistentes y en particular del de nuestras percepciones. Esta ficción de la imaginación tiene lugar casi universalmente, y por medio de ella un solo objeto colocado ante nosotros y considerado durante algún tiempo sin descubrir en él interrupción o variación alguna es capaz de darnos la noción de identidad, pues cuando consideramos dos puntos de este tiempo podemos colocarlos en diferentes respectos; podemos considerarlos en el mismo instante en cuyo caso nos dan la idea del núo por sí mismos y por el objeto que debe ser multiplicado para concebirlo a la vez como existente en estos dos puntos diferentes del tiempo, o, por otra parte, podemos seguir la sucesión del tiempo mediante una sucesión análoga de ideas y concebir primero un momento juntamente con el objeto entonces existente e imaginar después un cambio en el tiempo sin ninguna variación o interrupción del objeto que en cuyo caso nos da la idea de la unidad. Aquí, pues, existe una idea que constituye un término medio entre unidad y número, o, más propiamente hablando, es ambas cosas a la vez según la consideración bajo la que la traemos, y a esta idea la llamamos idea de identidad. No podemos decir, hablando con alguna propiedad, que un objeto es idéntico consigo mismo a menos que el objeto existente en un cierto tiempo sea el mismo existente en otro. Por este medio hacemos una diferencia entre la idea expresada por la palabra objeto y el sentido de la palabra mismo, sin llegar hasta el núo y al mismo tiempo sin limitarnos a la unidad absoluta y estricta.

Así, el principio de individuación no es más que la invariabilidad y continuidad de un objeto a través de una supuesta variación en el tiempo, por la que el espíritu puede seguirlo en los diferentes períodos de su existencia sin una interrupción de su consideración y sin verse obligado a formar la idea de multiplicidad y número.

Paso ahora a explicar la segunda parte de mi sistema y a mostrar por qué la constancia de nuestras percepciones nos hace atribuirles una identidad numéricamente perfecta, aunque existen intervalos muy largos entre sus apariencias y no poseen más que una de las cualidades esenciales de la identidad, a saber: la invariabilidad. Para poder evitar toda ambigüedad y confusión en este asunto, observaré que trato de explicar aquí las opiniones y creencias del vulgo con respecto a la existencia de los cuerpos y, por consiguiente, debo conformarme a la manera de pensar y expresarse aquél. Ahora bien; hemos observado ya que, aunque los filósofos puedan distinguir entre los objetos y las percepciones de los sentidos que suponen coexistentes y semejantes, esta distinción no es comprendida por la generalidad de los hombres que, como perciben sólo un ser, no pueden asentir a la opinión de la doble existencia y representación. Las sensaciones que percibimos por los ojos u oídos son para ellos los verdaderos objetos y no pueden concebir que esta pluma o papel que percibo inmediatamente represente algo diferente, sino tan sólo algo semejante. Por consiguiente, para acomodarme a sus nociones, supondré en un principio que hay sólo una existencia única, que llamaré indiferentemente objeto o percepción, según convenga mejor a mi propósito, entendiendo por ambas lo que entiende un hombre corriente por un sombrero, un zapato, una piedra u otra impresión que le es proporcionada por los sentidos. No dejaré de indicar cuando vuelvo a una manera más filosófica de hablar y pensar.

Para entrar, pues, en la cuestión relativa a la fuente de error y engaño con respecto a la identidad, cuando la atribuimos a nuestras percepciones semejantes, a pesar de su interrupción, debemos recordar aquí lo que ya he probado y explicado.

Nada es más capaz de hacer que tomemos una idea por otra que una relación entre ellas que las asocie en la imaginación y haga que esta facultad pase fácilmente de la una a la otra. De todas las relaciones, la de semejanza es la más eficaz en este respecto, y esto porque no produce tan sólo una asociación de ideas, sino también de disposiciones, y nos hace concebir una idea por un acto u operación del espíritu semejante a aquel por el que concebimos la otra. He observado que esta circunstancia es de una importancia grande y podemos establecer como una regla general que siempre que las ideas coloquen al espíritu en la misma disposición o en disposiciones semejantes se hallan muy expuestas a ser confundidas. El espíritu pasa fácilmente de la una a la otra y no percibe el cambio sin una atención cuidadosa, de la que, hablando en general, es incapaz en absoluto.

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