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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tres ratones ciegos (23 page)

»Luego me dijo usted que aquel hombre habla desaparecido. Había dejado de acudir un martes y un jueves por primera vez durante años. Eso todavía me gustó menos. Una extraña hipótesis fue formándose en mi mente. De ser cierta,
aquel hombre habla muerto
. Hice mis averiguaciones. Y había
muerto
..., con una muerte cuidadosamente preparada. En otras palabras, el pescado malo habla sido disimulado a fuerza de salsa.

»Fue visto en King's Road a eso de las siete y vino a cenar aquí a las siete y media... dos horas antes de su muerte. Todo concuerda... las pruebas del contenido del estómago y la carta. ¡Demasiada salsa!

»Su adorado sobrino escribió la carta, su adorado sobrino tiene una coartada perfecta para la hora de la defunción del tío. Una muerte sencilla... una caída por la escalera. ¿Simple accidente? ¿O asesinato? Todo el mundo, al enjuiciar el caso desde diferentes puntos de vista, se inclina por lo primero.

»Su adorado sobrino es el único pariente. Su adorado sobrino heredará..., ¿pero es que
hay algo
que heredar? El tío era pobre.

»Pero hay un hermano. Un hermano que se casó con una mujer rica y que vive en una hermosa mansión en Kingston Hill, de modo que, al parecer, su mujer al morir, le dejó todo su dinero. Vea las consecuencias... la esposa rica deja todo su dinero a Antonio, Antonio se lo deja a Enrique, y el dinero de Enrique va a parar a manos de Jorge... Una cadena completa.

—Todo muy bien en teoría —dijo el señor Bennington—. Pero, ¿cómo comprobarlo?

—Una vez
se sabe...
, por lo general se consigue lo que uno desea. Enrique murió dos horas después de una comida. Alrededor de eso gira todo este caso. Pero supongamos que esa comida no fuera la cena, sino el almuerzo. Póngase en el lugar de Jorge. Jorge quiere tener dinero... a toda costa. Antonio Gascoigne está agonizando..., pero su muerte no beneficia a Jorge. Si dinero pasará a Enrique, que tal vez puede vivir muchos años todavía. De modo que Enrique debe morir también... y cuanto antes mejor..., pero su muerte debe tener lugar después de la de Antonio, y al mismo tiempo Jorge debe procurarse una coartada. La costumbre de Enrique de cenar regularmente en cierto restaurante dos noches por semana le sugiere cuál va a ser su coartada. Como es un individuo cauteloso, primero ensaya su plan.
Y se hace pasar por su tío la noche de un lunes, cenando como era de costumbre, en el restaurante en cuestión
.

»Todo va como una seda,
y
le aceptan como a su tío. Se siente satisfecho. Sólo tiene que esperar a que su tío Antonio dé muestras definitivas de querer abandonar este mundo. Y llega la ocasión. Escribe una carta a su tío la tarde del dos de noviembre, pero la fecha el tres. Viene a la ciudad la tarde del día tres, va a ver a su tío y pone su plan en acción. Un fuerte empujón y allá va tío Enrique... escaleras abajo.

»Jorge busca la carta que ha escrito y la mete el bolsillo del batín de su tío. A las siete y media está en el
Galante
, con barba y cejas postizas, todo completo. Sin duda todos vieron con vida a Enrique Gascoigne a las siete y media. Luego, una metamorfosis rápida en cualquier lavabo público y el regreso en su automóvil y a toda marcha hacia Wimbledon, donde juega al
bridge
. La coartada perfecta muy bien estudiada.

El señor Bennington le contempla fijamente.

—Pero, ¿y el matasellos de la carta?

—¡Oh, eso es bien sencillo! Estaba falsificado. Cambiaron el dos por un tres. No se notaba, a menos
que se supiera
. Y por último, están las zarzamoras.

—¿Zarzamoras?

—El pastel de zarzamoras o de moras, como prefiera. Jorge, como puede usted comprender, no era lo bastante buen actor. Se caracterizó como su tío, andaba como su tío y hablaba como su tío, pero se olvidó comer como su tío, y pidió los platos que más le gustaban.

»Las zarzamoras manchan los dientes... y los del cadáver no lo estaban, a pesar de que Enrique Gascoigne comió pastel de zarzamoras en el
Galante
aquella noche. Y no se encontraron tampoco en su estómago. Lo pregunté esta mañana. Y Jorge ha sido lo bastante tonto como para conservar la barba y el resto del maquillaje. ¡Oh! Hay muchas pruebas si se buscan bien. Fui a visitarle y le aturdí. ¡Ése fue su fin! A propósito, había vuelto a comer zarzamoras. Es muy goloso... y se preocupa mucho de la comida.
Eh bien
, su glotonería le colgará, a menos que yo esté muy equivocado.

Una camarera les trajo dos raciones de tarta de zarzamoras.

—Lléveselas —dijo el señor Bennington—. ¡Hay que andar con mucho cuidado! Tráigame un poco de tarta de manzana.

Detectives aficionados

El diminuto señor Satterhwaite miraba pensativo a su anfitrión. La ansiedad entre aquellos dos hombres era bien curiosa. El coronel era un sencillo campesino cuya única pasión la constituía el deporte. Las pocas semanas que se veía obligado a vivir en Londres, las pasaba muy a disgusto. El señor Satterhwaite, en cambio, era un pájaro de ciudad... una autoridad en cocina francesa, vestidos femeninos y conocía todos los escándalos más recientes. Su afición predilecta era el estudio de la naturaleza humana, y era un experto en su especialidad... de espectador de la vida.

Por lo tanto, y al parecer, el coronel Melrose y su amigo diferían bastante, ya que el coronel no se interesaba por los asuntos de sus semejantes, y sentía verdadero horror por toda clase de emociones. Eran amigos principalmente porque ya sus padres lo habían sido. Además conocían a las mismas personas, y sus opiniones acerca de los
nouveaux riches
eran retrógradas.

Eran casi las siete y media. Los dos hombres se hallaban sentados en el cómodo despacho del coronel, quien refería, con el entusiasmo de todo cazador, una batida a caballo que se corrió el invierno anterior. El señor Satterthwaite, cuyos únicos conocimientos sobre equinos consistían en las visitas a las cuadras, los domingos por la mañana, como es costumbre en las antiguas casas de campo, le escuchaba con su cortesía habitual.

El timbre del teléfono interrumpió a Melrose, que dirigiéndose a la mesa se dispuso a contestar a la llamada.

—Diga, sí... Habla el coronel Melrose. ¿Qué dice usted?

Su aspecto cambió... haciéndose más seco y oficioso. Ahora hablaba el magistrado, no el deportista.

Escuchó unos momentos y al cabo dijo, lacónico:

—Está bien, Curtis. Iré en seguida.

Dejó el teléfono en la horquilla y volvióse hacia su invitado.

—El señor James Dwighton ha sido encontrado asesinado en su biblioteca.

—¿Qué?

Satterthwaite estaba sorprendido... emocionado.

—Debo ir a Alderway en seguida. ¿Quiere usted venir conmigo?

El señor Satterthwaite recordó entonces que el coronel era jefe de policía del condado.

—Si no he de estorbarle...

—En absoluto. Era el inspector Curtis quien ha telefoneado. Es un individuo honrado y bonísimo, pero no demasiado listo. Celebraré que me acompañe, Satterthwaite. Tengo la impresión de que va a resultar un asunto poco agradable.

—¿Han cogido ya al culpable?

—No —repuso Melrose bruscamente.

El señor Satterthwaite percibió una ligera reserva en lo tajante de su negativa, y trató de volver a su memoria todo lo que sabía de los Dwighton.

El finado sir James fue un anciano orgulloso de ademanes bruscos. Un hombre que debió crearse enemigos muy fácilmente... frisaba en los sesenta..., tenía los cabellos grises, el rostro sonrosado... y fama de ser muy tacaño. Luego pasó a lady Dwighton. Su imagen apareció en su mente, joven, esbelta y aureolada por sus cabellos cobrizos. Recordó asimismo varios rumores, insinuaciones, ciertos comentarios. De modo que era por eso... por lo que Melrose parecía tan malhumorado. Se rehizo... se estaba dejando llevar un tanto de su imaginación.

Cinco minutos después el señor Satterthwaite tomaba asiento junto a su anfitrión en el dos plazas de este último.

El coronel era un hombre taciturno. Habían recorrido una milla y media antes de que hablara.

—Supongo que usted les conoce —dijo de repente.

—¿A los Dwighton? Claro que los conozco. A él creo que le vi una vez, a ella muy a menudo.

—¿Es que existía acaso alguien que él no conociera?

—Una mujer muy bonita —dijo Melrose.

—¡Hermosisíma...! —rectificó el señor Satterthwaite.

—¿Usted cree?

—Un tipo netamente renacentista —declaró Satterthwaite acalorándose por el tema—. La primavera pasada actuó en una de sus funciones benéficas...
matinées
, ya sabe, y me sorprendió muchísimo. No tiene nada de moderna... es una pura reliquia. Se la puede imaginar en el palacio Doge, o como Lucrecia Borgia.

El coronel hizo un viraje brusco y el señor Satterthwaite tuvo que interrumpirse bruscamente. Se preguntaba que fatalidad había puesto el nombre de Lucrecia Borgia en su boca. En aquellas circunstancias...

—Dwighton no habrá sido envenenado, ¿verdad? —preguntó de improviso.

Melrose le miró de soslayo con cierta curiosidad.

—Quisiera saber por qué lo pregunta —le dijo.

—¡Oh, no... no lo sé! Se me acaba de ocurrir.

—Pues no —replicó Melrose—. Si es que quiere saberlo, le diré que le golpearon en el cráneo.

—Con un objeto contundente —murmuró Satterthwaite moviendo la cabeza.

—No hable como los detectives de las novelas, Satterthwaite. Le dieron en la cabeza con una figura de bronce.

—¡Oh! —exclamó Satterthwaite, y volvió a guardar silencio.

—¿Sabe algo de un sujeto llamado Paul Delangua? —preguntó Melrose al cabo de unos minutos.

—Sí. Es un joven bien parecido.

—Eso creo que deben pensar las mujeres —gruñó el coronel.

—¿No es de su agrado?

—No.

—Pues yo hubiera supuesto lo contrario. Monta muy bien.

—Como el forastero en los rodeos. Está lleno de trucos y monerías.

El señor Satterthwaite contuvo una sonrisa. El pobre Melrose era tan británico en sus puntos de vista... en cambio él, consciente de los suyos tan cosmopolitas, deploraba su actitud ante la vida.

—¿Ha estado por aquí? —preguntó.

—Estuvo en Alderway con los Dwighton. Corren rumores de que sir James le despidió hace una semana.

—¿Por qué?

—Le encontró haciéndole el amor a su mujer me figuro. ¿Qué día...?

Frenó violentamente, mas no consiguió evitar el choque.

—Hay cruces muy peligrosos en Inglaterra —dijo Melrose—. De todas maneras, ese tipo debió haber tocado el claxon. Nosotros vamos por la carretera principal. Me imagino que le habremos hecho más daño nosotros a él que él a nosotros.

Saltó al suelo. Un hombre se apeaba también del otro vehículo. Varios fragmentos de conversación llegaron hasta Satterthwaite.

—Creo que ha sido culpa mía —decía el desconocido—. Pero no conozco muy bien esta parte del país, y no hay ninguna señal que advierta que por aquí se sale a la carretera principal.

El coronel, ablandado, le contestó en el mismo tono amistoso. Los dos se inclinaron sobre el automóvil del desconocido para examinarlo en compañía del chofer. La conversación giró sobre temas técnicos.

—Será cosa de media hora —dijo el desconocido—. Pero no quiero entretenerle. Celebro que su coche no haya sufrido ningún desperfecto.

—A decir verdad... —comenzó el coronel, mas tuvo que interrumpirse.

El señor Satterthwaite, con gran excitación, se apeó con la agilidad de un pájaro y tendió calurosamente su mano al desconocido.


¡Es usted!
Creí reconocer su voz —declaró excitado—. ¡Qué casualidad! ¡Qué extraordinaria casualidad!

—¿Eh? —exclamó el coronel Melrose.

—El señor Harley Quin. Melrose, estoy seguro de que me ha oído hablar muchas veces del señor Quin.

El coronel Melrose no pareció recordarle, pero contempló la escena mientras su amigo seguía charlando.

—No le he visto... desde... déjeme pensar...

—Desde la noche aquella, en las Campanillas de Arlequin —repuso el otro tranquilamente.

—¿Las Campanillas de Arlequin? —se extrañó el coronel.

—Es una taberna —explicó el señor Satterthwaite.

—¡Qué nombre tan curioso para una taberna!

—Es una muy antigua —replicó el señor Quin—. Recuerdo que hubo un tiempo en que las Campanillas de Arlequín eran más corrientes que ahora en Inglaterra.

—Supongo que sí; sin duda que tiene usted razón —le contestó Melrose.

Parpadeó. Por un curioso efecto de luz... debido a los faros de uno de los coches y las luces rojas posteriores del otro... el señor Quin parecía estar vestido como Arlequín. Pero era sólo una cosa de la luz.

—No podemos dejarle abandonado en medio de la carretera —continuó el señor Satterthwaite—. Véngase con nosotros. Hay sitio de sobra para tres, ¿no es cierto, Melrose?

—¡Oh, desde luego!

Pero la voz del coronel no demostraba el menor entusiasmo.

—El único inconveniente es nuestro destino, ¿verdad, Satterthwaite?

El aludido se quedó de una pieza. Las ideas acudían rápidamente a su cerebro.

—¡No, no! —exclamó—. ¡Debí de haberlo adivinado! No ha sido una casualidad el encontrarnos esta noche en este cruce, señor Quin.

El coronel Melrose miraba boquiabierto a su amigo, que lo cogió del brazo.

—¿Recuerda lo que le conté... de nuestro amigo Derek Capel, sobre el motivo de su suicidio, que nadie podía poner en claro? Fue el señor Quin quien resolvió este problema... igual que muchos otros. Sabe ver cosas que están ahí, pero que no se ven. Es maravilloso.

—Mi querido Satterthwaite, me está usted azorando —dijo el señor Quin, sonriendo—. Recuerdo que esos descubrimientos los realizó usted, y no yo.

—Se realizaron porque usted estaba allí —repuso Satterthwaite con gran convencimiento.

—Bueno —dijo el coronel Melrose, aclarando su garganta—. No debemos perder más tiempo. Vamos.

Se situó ante el volante. No le agradaba demasiado el entusiasmo que demostraba Satterthwaite por aquel desconocido, pero como no podía objetar nada, su deseo era llegar cuanto antes a Alderway.

El señor Satterthwaite hizo sentarse a su amigo en el centro y él se situó junto a la ventanilla. El automóvil era bastante ancho, y los tres cabían sin grandes apreturas.

—¿De modo que le interesan los crímenes, señor Quin? —preguntó el coronel, tratando de hacerse simpático.

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