Tres ratones ciegos

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

 

Tres ratones ciegos, clásico thriller de Agatha Christie escrito en 1952 y llevado al teatro con gran éxito, narra una extraordinaria secuencia de crímenes que tienen lugar en una casa de huéspedes de estilo victoriano. En una fría noche de invierno, van llegando a la mansión los inquietantes inquilinos que van a pasar un fin de semana en ella. Ante la muerte de uno de ellos, llega la policía y mediante su interrogatorio hace que la casa se convierta en una ratonera.

Agatha Christie

Tres ratones ciegos

ePUB v1.0

Ormi
13.11.11

Título original:
Three Blind Mice and Other Stories

Traducción: C. Peraire del Molino

Agatha Christie, 1950

Edición 1985 - Editorial Molino - 224 páginas

ISBN: 84-272-0134-6

LIBRO PRIMERO

TRES RATONES CIEGOS

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BOYLE
: Señora de mediana edad, hospedada en la pensión de los Davis.

CASEY
: Portera de la casa número 74 de la calle Culver.

DAVIS
(Giles): Comandante de marina retirado y dueño de una casa de huéspedes.

DAVIS
(Molly): Joven esposa del anterior.

HOGBEN
: Inspector de la policía de Berkshire.

KANE
: Sargento detective.

LYON
: Mujer asesinada en su domicilio de la calle Culver.

METCALF
: Mayor del ejército, huésped de los Davis.

PARAVICINI
: Otro de los hospedados en la pensión de los Davis.

PARMINTER
: Inspector de Scotland Yard.

TROTTER
: Sargento de policía.

WREN
(Cristóbal): Joven, también huésped de los Davis.

Canción infantil inglesa

Three Blind Mice

Three Blind Mice

See how they run

See how they run

They all run after the farmer's wife

She cut of their tails with a carving knife

Did you ever see such a sight in your life

As Three Blind Mice?

Traducción:

Tres ratones ciegos.

Tres ratones ciegos.

Ved cómo corren.

Ved cómo corren.

Van tras la mujer del granjero;

les cortó el rabo con un trinchante.

¿Visteis nunca algo semejante

a Tres ratones ciegos?

Prólogo

Hacía mucho frío, y el cielo, encapotado y gris, amenazaba nieve. Un hombre enfundado en un abrigo oscuro, con una bufanda subida hasta las orejas y el sombrero calado hasta los ojos, avanzó por la calle Culver y se detuvo ante el número 74. Apretó el timbre y lo oyó resonar en los bajos de la casa.

La señora Casey, que se hallaba fregando los platos muy atareada, dijo amargamente:

—¡Maldito timbre! Nunca le deja a una en paz.

Jadeando, subió los escalones del sótano para abrir la puerta.

El hombre, cuya silueta se recortaba contra el oscuro cielo, le preguntó con voz ronca:

—¿La señora Lyon?

—Segundo piso —informó la señora Casey—. Puede usted subir. ¿Le espera?

El hombre afirmó lentamente con la cabeza.

—¡Oh! Bueno, suba y llame.

Le observó mientras subía la escalera, cubierta por una alfombra raída. Más tarde dijo que le había producido una «extraña impresión». Pero en aquellos momentos sólo pensó que debía sufrir un fuerte resfriado que le hacía temblar de aquella forma... cosa nada extraña con aquel tiempecito.

Cuando el hombre llegó al primer rellano de la escalera comenzó a silbar suavemente la tonadilla de
Tres ratones ciegos
.

Capítulo I
1

Molly Davis dio unos pasos hacia atrás en la carretera para admirar el letrero recién pintado de la empalizada:

MONKSWELL MANOR

Casa de Huéspedes

Hizo un gesto de aprobación. Realmente tenía un aspecto muy profesional. O tal vez pudiera decirse
casi
profesional, ya que la última
a
de
Casa
bailaba un poco y el final de «Manor» estaba algo apretujado; pero, en conjunto, Giles lo hizo muy bien. Era muy inteligente. ¡Sabía hacer tantas cosas! Molly no cesaba de descubrir nuevas virtudes en su esposo. Hablaba tan poco de sí mismo que sólo muy lentamente iba conociendo sus talentos. Un ex marino siempre es un hombre «mañoso», se decía.

Pues bien, Giles tendría que hacer uso de todos sus talentos en su nueva aventura, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo dirigir una casa de huéspedes. Pero era divertido y les resolvía el problema de alojamiento.

Había sido idea de Molly. Cuando murió tía Catalina y los abogados le escribieron comunicándole que le había dejado Monkswell Manor, la natural reacción de ambos jóvenes fue vender aquella propiedad. Giles le preguntó:

—¿Qué aspecto tiene?

Y Molly había contestado:

—Oh, es una casona antigua, llena de muebles victorianos, pasados de moda. Tiene un jardín bastante bonito, pero desde la guerra está muy descuidado; sólo quedó un viejo jardinero.

De modo que decidieron venderla, reservándose únicamente el mobiliario preciso para amueblar una casita o un pisito para ellos.

Pero en el acto surgieron dos dificultades. En primer lugar no se encontraban pisos ni casas pequeñas, y en segundo lugar todos los muebles eran enormes.

—Bueno —decidió Molly—, tendremos que venderlo
todo
. Supongo que la
comprarán
.

El agente les aseguró que en aquellos días se vendía
cualquier cosa
.

—Es muy probable que la adquieran para instalar un hotel o casa de huéspedes, en cuyo caso pudiera ser que se quedaran con el mobiliario completo. Por fortuna la casa está en muy buen estado. La finada señorita Emory hizo grandes reparaciones y la modernizó precisamente antes de la guerra y apenas se ha deteriorado. Oh, sí, se conserva muy bien.

Y entonces fue cuando a Molly se le ocurrió la idea.

—Giles —le dijo—, ¿por qué no la convertimos
nosotros
en casa de huéspedes?

Al principio su esposo se burló de ella, pero Molly siguió insistiendo.

—No es necesario que tengamos a mucha gente... por lo menos al principio. Es una casa fácil de llevar; tiene agua fría y caliente en los dormitorios, calefacción central y cocina de gas. Y podríamos tener gallinas y patos que nos proporcionarían huevos, y plantar verduras en el huerto.

—Y quién haría todo el trabajo... Es muy difícil encontrar servicio.

—Oh, lo
haremos
nosotros. En cualquier sitio en que vivamos tendremos que hacerlo, y unas cuantas personas más no representan mucho más trabajo. Cuando hayamos empezado podemos hacer que venga una mujer a ayudarnos en la limpieza. Con sólo cinco personas que nos pagasen siete guineas por semana...

Molly se abismó en optimistas cálculos mentales.

—Y además, Giles —concluyó—, sería
nuestra
propia casa. Con nuestras cosas. Y me parece que si no nos decidimos por esto, vamos a tardar años en encontrar otro sitio donde vivir.

Giles tuvo que admitir que aquello era cierto. Habían pasado tan poco tiempo juntos después de su agitado matrimonio, que ambos estaban deseosos de instalar su hogar ya perdurable.

Así es que el gran experimento pasó a ser puesto en práctica. Publicaron anuncios en los periódicos de la localidad y el
Times
de Londres, obteniendo varias respuestas.

Y aquel día precisamente iba a llegar el primero de sus huéspedes. Giles había salido temprano en el coche para tratar de adquirir varios metros de alambrada que había pertenecido al Ejército y que se anunciaba en venta al otro lado del condado. Molly tuvo que ir andando hasta el pueblo para hacer las últimas compras.

Lo único malo era el tiempo. Durante los dos últimos días había sido extremadamente frío, y ahora comenzaba a nevar. Molly apresuróse por el camino mientras espesos copos se fundían sobre el impermeable y su rizoso y brillante cabello. El parte meteorológico había sido en extremo descorazonador: eran de esperar intensas nevadas.

Pero que no se helaran las cañerías. Era una lástima que fueran a salirles mal las cosas cuando acababan de empezar. Miró su reloj. ¡Ya más de las cinco! Giles ya habría vuelto... y se estaría preguntando por dónde andaba
ella
.

—Tuve que volver al pueblo a comprar algunas cosas que había olvidado —le diría.

Y él preguntaría:

—¿Más latas de conserva?

Siempre bromeando por eso; en la actualidad su despensa estaba bien provista para casos de apuro.

Y ahora, pensó Molly mirando al cielo preocupada, parecía que los apuros iban a presentarse bien pronto.

La casa estaba vacía. Giles aún no había regresado, Molly fue primero a la cocina, y luego subió a revisar los dormitorios recién preparados. La señora Boyle, en la habitación sur, la de los muebles de caoba. El mayor Metcalf, en el cuarto azul, de roble. El señor Wren, en el ala este, en el del mirador. Todos eran bonitos... y ¡qué suerte que tía Catalina tuviera un surtido tan espléndido de ropas de cama! Molly ahuecó un edredón y volvió a bajar. Era casi de noche, y la casa le pareció de pronto muy silenciosa y vacía. Era una casa solitaria, situada a dos millas del pueblo. A dos millas..., pensó Molly,
de cualquier parte
.

A menudo se había quedado sola en la casa..., pero nunca hasta aquel momento tuvo aquella sensación de soledad...

La nieve batía blandamente contra los paneles de la ventana, produciendo un susurro inquietante... ¿Y si Giles no pudiera regresar?... ¿Y si la capa de nieve fuese tan espesa que no dejara avanzar el automóvil? ¿Y si tuviera que quedarse allí sola... tal vez durante varios días?

Contempló la cocina, grande y confortable, que parecía reclamar una cocinera rolliza que la presidiera moviendo las mandíbulas rítmicamente al comer pasteles y beber té muy cargado, teniendo a un lado de la mesa a un ama de llaves entrada en años, al otro una doncella sonrosada y enfrente una fregona que las miraría con ojos asustados. Y en vez de eso, allí estaba ella sola. Molly Davis, representando un papel que aún no encontraba muy natural. Toda su vida, hasta aquel momento, parecía irreal... lo mismo que Giles. Estaba representando un papel, sólo representando...

Una sombra pasó ante la ventana y Molly se sobresaltó... Un desconocido se acercaba quedamente. Molly oyó abrir la puerta lateral. El desconocido se detuvo en el umbral, sacudiéndose la nieve antes de penetrar en aquella casa vacía.

Y de pronto se tranquilizó.

—¡Oh, Giles! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!

2

—¡Hola, cariño! ¡Buen tiempecito! ¡Cielos, estoy
congelado
!

Golpeó el suelo con los pies y se frotó las manos.

Automáticamente, Molly cogió el abrigo que él había arrojado, como de costumbre, sobre el arcón de roble, y lo colgó en la percha luego de sacar de sus bolsillos la bufanda, un periódico, un ovillo de cordel y el correo de la mañana. Dirigiéndose a la cocina, dejó todo aquello encima de la mesa y puso la olla sobre el fogón de gas.

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