Tres ratones ciegos (6 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Estos crímenes fueron planeados de antemano.

—¿Crímenes? ¡Pero si sólo se ha cometido uno! ¿Por qué está tan seguro de que haya de haber otro?

—Lo habrá... No; espero evitarlo. Pero se intentará, estoy seguro de ello.

—Pero entonces.., si está en lo cierto —Giles habló muy excitado—, sólo hay una persona que puede ser el asesino. La única que tiene la edad precisa:
Cristóbal Wren
.

2

El sargento Trotter entró en la cocina.

—Señora Davis —dijo a Molly—, me agradaría que pudiera usted acompañarme a la biblioteca. Quisiera interrogarles a todos; el señor Davis ha sido tan amable de ir a prevenirles...

—Muy bien..., pero déjeme que termine de pelar las patatas... Algunas veces desearía que sir Walter Raleigh no las hubiera descubierto nunca...

El sargento Trotter guardó silencio y Molly agregó para disculparse.

—La verdad es que todo me parece fantástico...

—No es fantástico, señora Davis. Se trata de
hechos
.

—¿Tiene usted la descripción del hombre? —preguntó Molly con curiosidad.

—De estatura mediana, más bien delgado, llevaba un abrigo oscuro y sombrero gris; hablaba con voz apenas perceptible y se cubría el rostro con una bufanda. Ya ve... podría ser cualquiera. —Hizo una pausa y agregó—: Hay tres abrigos oscuros y tres sombreros grises colgados en el vestíbulo, señora Davis.

—No creo que ninguno de mis huéspedes viniera de Londres precisamente.

—¿No, señora Davis? —Y con un movimiento rápido el sargento Trotter dirigióse al aparador y cogió un periódico.

—El
Evening Standard
del 19 de febrero. De hace dos días. Alguien lo ha traído aquí, señora Davis.

—¡Qué extraño! —sorprendióse Molly al tiempo que una ligera lucecita brillaba en su memoria—. ¿Cómo puede haber llegado ese periódico?

—No debe juzgar siempre a las personas por su apariencia, señora Davis. La verdad es que usted no sabe nada de la gente que tiene en su casa. Eso me da a entender que ustedes dos son nuevos en este negocio.

—Sí, es cierto —admitió Molly sintiéndose de pronto muy joven, tonta e inexperta.

—Y tal vez tampoco lleven mucho tiempo de casados.

—Sólo un año —Se sonrojó ligeramente—. ¡Fue todo tan rápido...!

—Amor a primera vista —dijo el sargento Trotter con simpatía.

Molly no fue capaz de enfadarse.

—Sí. —dijo, añadiendo a modo de confidencia—: Hacía quince días que nos conocíamos...

Sus pensamientos volaron a aquellos catorce días de noviazgo vertiginoso. No habían existido dudas... En aquel mundo preocupado, de confusión y nerviosismo, se había realizado el milagro de su mutuo encuentro... Una ligera sonrisa curvó sus labios.

Volvió a la realidad, bajo la mirada indulgente del sargento Trotter.

—Su esposo ha nacido por esta región, ¿verdad?

—No —repuso Molly, distraída—. Es de Lincolnshire.

Sabía muy pocas cosas de la infancia y juventud de Giles. Sus padres habían muerto y él evitaba hablar de su niñez. Molly suponía que debía ser muy desgraciado de niño.

—Permítame que le diga que son ustedes muy jóvenes para dirigir un negocio como éste —dijo el sargento.

—¡Oh, no lo sé! Yo tengo veintidós años y además...

Se interrumpió al abrirse la puerta y entrar Giles.

—Todo está dispuesto. Ya les he puesto en antecedentes —anunció—. Espero que le parecerá a usted bien, ¿verdad?

—Eso ahorra tiempo —repuso Trotter—. ¿Está preparada, señora Davis?

3

Cuando el sargento Trotter entró en la biblioteca oyó simultáneamente cuatro voces.

La más aguda y chillona era la de Cristóbal Wren, que declaraba que no iba a poder dormir aquella noche, que todo era emocionante y por favor,
por favor,
pedía que le dieran más detalles.

A modo de acompañamiento, la señora Boyle afirmaba con voz grave.

—Esto es una afrenta... ¡Valiente protección tenemos...! La Policía no tiene derecho a dejar que los asesinos anden sueltos por el país.

El señor Paravicini accionaba elocuentemente con ambas manos y sus palabras quedaban ahogadas por la voz de la señora Boyle. De vez en cuando podían oírse las frases tajantes del mayor Metcalf pidiendo «pruebas».

Trotter alzó la mano y todos, a un mismo tiempo, enmudecieron.

—¡Gracias! —les dijo—. El señor Davis acaba de hacerles un resumen del motivo de mi presencia. Ahora deseo saber una cosa, una sola cosa y pronto.
¿Quién de ustedes tiene algo que ver con el caso de Longridge Farm?

El silencio continuó inalterable y cuatro rostros impasibles fijaron sus miradas en el sargento Trotter. Los rasgos de las emociones de momentos antes: indignación, histeria, curiosidad..., se habían desvanecido de aquellos semblantes.

El sargento Trotter volvió a hacer uso de la palabra, esta vez con más apremio.

—Por favor, entiéndame. Tenemos razones para creer que uno de ustedes corre peligro... peligro de muerte...
¡Tengo que averiguar quién es!

Nadie habló ni se movió.

Algo semejante a la ira alteraba ahora la voz de Trotter.

—Muy bien... Les interrogaré uno por uno. ¿Señor Paravicini?

Una sonrisa apenas perceptible apareció en los labios de míster Paravicini, quien alzó las manos en un gesto de protesta.

—¡Pero si yo soy un extraño en esta región, señor inspector! No sé nada, nada en absoluto, de los sucesos locales a que se refiere usted.

Trotter, sin perder tiempo, prosiguió:

—¿Señora Boyle?

—La verdad, no veo por qué..., quiero decir..., ¿por qué tendría yo que ver en tan desagradable asunto?

—¿Señor Wren?

—Por aquel entonces era yo un niño —repuso Cristóbal con voz estridente—. Ni siquiera recuerdo haber
oído
nunca hablar de ello.

—¿Y usted, mayor Metcalf?

—Lo leí en los periódicos —repuso con brusquedad—. Entonces yo estaba en Edimburgo.

—¿Eso es todo lo que tienen que decir?

De nuevo reinó el silencio. Trotter exhaló un suspiro de desesperación.

—Si uno de ustedes es asesinado —les dijo—, no culpen a nadie, sino a ustedes mismos.

Y dando media vuelta abandonó la biblioteca.

Capítulo V
1

—Amigos míos —exclamó Cristóbal—. ¡Qué
melodramático
! —agregó—: Es muy apuesto, ¿no les parece? Yo admiro a los policías. Tan enérgicos y decididos. Este asunto es muy emocionante.
Tres Ratones Ciegos
. ¿Cómo dice la canción?

Silbó la tonadilla por lo bajo y Molly exclamó involuntariamente:

—¡Oh, no!

Él girando en redondo, se echó a reír.

—Pero, querida —le dijo—, es la tonadilla de mi
firma
. Nunca me habían tomado por un asesino y me voy a divertir mucho.

—¡Tonterías! —le dijo la señora Boyle—. No creo una palabra de todo esto.

En los ojos de Cristóbal brillaba una lucecita traviesa.

—Pero aguarde, señora Boyle —bajó la voz—, hasta que yo me deslice por detrás de usted y apriete mis manos alrededor de su garganta...

Molly retrocedió involuntariamente y Giles dijo enojado:

—Está usted enojando a mi esposa, Wren, y de todas formas es una broma muy pesada.

—No es cosa de broma —dijo Metcalf.

—¡Oh, pues claro que sí! —repuso Cristóbal—. Esto es precisamente... la broma de un loco. Por eso resulta tan fúnebre.

Miró a su alrededor y volvió a echarse a reír.

—¡Si pudieran ver las caras que ponen!

Y, dando media vuelta, abandonó la habitación.

2

La señora Boyle fue la primera en recobrarse.

—Es un joven neurótico y muy mal educado —dijo.

—Me contó que estuvo enterrado cuarenta y ocho horas durante un ataque aéreo —explicó el mayor Metcalf—. Me atrevo a asegurar que eso explica muchas cosas.

—La gente siempre encuentra excusas para dejarse llevar de los nervios —dijo la señora Boyle con acritud—. Estoy segura que durante la guerra yo pasé tanto como cualquier otro y
mis
nervios están perfectamente.

—Tal vez esto tenga que ver con usted, señora Boyle —exclamó Metcalf.

—¿Cómo dice?

El mayor Metcalf se expresó tranquilamente:

—Creo que en 1940 estaba usted en la Oficina de Alojamiento de este distrito, señora Boyle —Miró a Molly, que inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Es así, ¿no es verdad?

El rostro de la señora Boyle se puso rojo de ira.

—¿Y qué? —desafió con la voz y la mirada.


Usted
fue la que envió a los tres niños a Longridge Farm.

—La verdad, mayor Metcalf, no veo por qué he de ser responsable de lo ocurrido. Los granjeros parecían buena gente y se mostraban deseosos de alojar a los niños. No creo que puedan culparme en este sentido... o que yo sea responsable.

Su acento se quebró.

Giles intervino, preocupado.

—¿Por qué no se lo dijo al sargento Trotter?

—Esto no le importa a la policía —replicó la señora Boyle—. Puedo cuidar de mí misma.

—Será mejor que vigile con todo cuidado —dijo el mayor Metcalf sin alterarse, y él también salió apresuradamente de la estancia.

—Claro —murmuró Molly—, usted estaba en la oficina de hospedaje... Recuerdo...

—Molly, ¿tú lo sabías? —Giles la miraba fijamente.

—Usted vivía en la gran casa que luego incautaron, ¿no es verdad?

—La requisaron —precisó la señora Boyle—; y la arruinaron por completo —agregó con amargura—. Está
devastada
. Fue una iniquidad.

Y entonces el señor Paravicini comenzó a reír. Echó la cabeza hacia atrás, riendo sin el menor disimulo.

—Perdónenme —consiguió decir—; pero es que todo esto resulta muy divertido. Me estoy divirtiendo... sí, me estoy divirtiendo en grande.

En aquel momento entraba en la habitación el sargento Trotter y dirigió una mirada de censura al señor Paravicini.

—Celebro que todos se encuentren tan divertidos —dijo, molesto.

—Le ruego que disculpe, querido inspector, y le pido perdón. Estoy estropeando el efecto de sus graves advertencias.

El sargento Trotter se encogió de hombros.

—Hice cuanto pude por aclarar la situación —dijo—. No soy inspector, sino sólo sargento. Por favor, señora Davis, quisiera hablar por teléfono.

—Perdóneme —repitió Paravicini—. Ya me voy.

Y abandonó la biblioteca con su andar firme y airoso, que ya llamara la atención de Molly.

—Es un tipo extraño —dijo Giles.

—Podría ser un criminal —repuso Trotter—. No me fiaría ni un pelo de él.

—¡Oh! —exclamó Molly—. ¿Usted cree que
él...
? Pero si es demasiado viejo... ¿O no lo es? Se maquilla... bastante, y su andar es seguro. Tal vez pretenda
parecer
viejo. Sargento Trotter, ¿usted cree...?

El sargento Trotter dirigióle una severa mirada.

—No iremos a ninguna parte con teorías inútiles, señora Davis —se acercó al teléfono—. Ahora debo informar al inspector Hogben.

—No podrá comunicar —le advirtió Molly—. No funciona.

—¿Qué? —Trotter giró en redondo.

Y la alarma de su acento les impresionó.

—¿No funciona? ¿Desde cuándo?

—El mayor Metcalf intentó hablar antes de que usted llegara.

—Pero antes funcionaba perfectamente. ¿No recibió el mensaje del inspector Hogben?

—Sí. Supongo... que desde las diez... la línea se habrá cortado... por la nieve.

El rostro de Trotter se ensombreció.

—Me pregunto —dijo— si pueden haberla cortado.

Molly sobresaltóse.

—¿Usted lo cree así?

—Voy a asegurarme.

Y abandonó a toda prisa la estancia. Giles vaciló unos instantes y al fin salió tras él.

Molly exclamó:

—¡Cielo santo! Casi es la hora de comer. Debo darme prisa... o no tendremos nada que llevarnos a la boca.

Y cuando salía de la biblioteca la señora Boyle murmuró:

—¡Qué chiquilla más incompetente! Y qué casa ésta.
No
pagaré siete guineas por
esta
clase de cosas.

3

El sargento Trotter, inclinado, repasaba los cables telefónicos y preguntó a Giles:

—¿Hay algún aparato supletorio?

—Sí, arriba, en nuestro dormitorio. ¿Quiere que vaya a mirar allí?

—Sí, haga el favor.

Trotter abrió la ventana e inclinóse hacia el exterior, barriendo la nieve del alféizar. Giles corrió escalera arriba.

4

El señor Paravicini se hallaba en el salón. Dirigióse al piano de cola y lo abrió. Una vez hubo tomado asiento en el taburete, comenzó a tocar suavemente con un dedo.

Tres Ratones Ciegos

Ved cómo corren...

5

Cristóbal Wren estaba en su habitación, y yendo de un lado a otro silbaba suavemente...

De pronto su silbido cesó. Sentóse en el borde de la cama y escondiendo el rostro entre las manos comenzó a sollozar... murmurando infantilmente:

—No puedo continuar...

Luego su expresión cambió, y poniéndose en pie enderezó los hombros.

—Tengo que continuar —dijo—. Tengo que acabar con ello.

6

Giles permanecía junto al teléfono de su dormitorio, que era a la vez el de Molly. Inclinóse para recoger algo semioculto entre las faldas del tocador: era un guante de su esposa, y al levantarlo de su interior cayó un billete de autobús, color rosa... Giles contempló su trayectoria hasta el suelo, mientras cambiaba la expresión de su rostro.

Podían haberle tomado por otro hombre cuando se dirigió a la puerta como un sonámbulo, y una vez la hubo abierto permaneció unos instantes contemplando el pasillo en dirección al rellano de la escalera.

7

Molly terminó de pelar las patatas y las echó en una olla que colocó sobre el fogón. Miró dentro del horno. Todo estaba dispuesto, según su plan.

Encima de la mesa de la cocina yacía el ejemplar de dos días atrás, el
Evening Standard
. Frunció el ceño al verlo. Si consiguiera
recordar
...

De pronto se llevó las manos a los ojos.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Oh, no...!

Bajó lentamente sus manos contemplando la cocina como si fuera un lugar extraño... tan cálida, cómoda y espaciosa, con el sabroso aroma de los guisos.

—¡Oh,
no
! —repitió casi sin aliento.

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