Tríada (22 page)

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Authors: Laura Gallego García

Gaedalu asintió.

«Muchos magos viajaron a la Tierra antes que vosotros. Ninguno ha regresado.»

Shail se mordió el labio inferior, preguntándose adónde quería ir a parar.

—Idhún no era un lugar seguro para ellos —dijo—. Muchos se integraron en la vida de la Tierra, se hicieron pasar por humanos terrestres. Resultaba muy difícil localizarlos, incluso para nosotros, que contábamos con la ayuda del Alma de Nimbad.

« ¿Pero encontrasteis a algunos de ellos?»

—A algunos de ellos, sí. Desgraciadamente... —se interrumpió.

«Desgraciadamente, Kirtash los encontró primero —concluyó la Madre con frialdad—. ¿Era eso lo que ibas a decir?»

—Sí —murmuró Shail.

Los ojos de la Madre se estrecharon en un gesto de ira.

«Mi hija es una hechicera de alto rango —dijo—. Vivía en la Torre de Derbhad y huyó a la Tierra antes de que los sheks la destruyeran, hace quince años. No he vuelto a saber de ella.»

Shail no encontró palabras para responderle.

«Tal vez mi hija esté ahora muerta —prosiguió Gaedalu—, asesinada por esa criatura a la que vosotros, la Resistencia, protegéis.»

—O tal vez esté segura al otro lado —objetó Shail—. La Tierra posee inmensos océanos, mayor superficie de agua que de suelo firme. De todos los idhunitas exiliados, los varu eran los que más posibilidades tenían de pasar inadvertidos.

Gaedalu guardó silencio durante unos instantes. Después dijo:

«Si es cierto que ese shek protege a Lunnaris, puedo entender que hayáis pactado una alianza temporal con él. Pero ¿qué sucederá cuando se cumpla la profecía? ¿Seguiréis apoyándole? ¿O permitiréis que pague por los crímenes que ha cometido?»

Shail desvió la mirada, incómodo.

«Me encargaré de que sea juzgado entonces —dijo Gaedalu—. Y si mi hija Deeva halló la muerte a sus manos... te aseguro que ni siquiera Lunnaris podrá salvarlo.»

Tampoco respondió Shail en esta ocasión. Una parte de él le daba la razón a la Madre.

Aún tardaron un día más en recorrer la garganta.

Con las indicaciones del silfo la habían encontrado fácilmente: un estrecho desfiladero que se abría como una brecha entre las montañas, que se agolpaban a ambos lados como si quisieran invadir aquel espacio.

Jack se dio cuenta enseguida de que era un camino peligroso. Si las montañas se movían, podrían aplastarlos, porque no tendrían ningún lugar donde refugiarse. Pero si el silfo había dicho la verdad, las montañas no traspasarían los límites del camino.

Decidieron arriesgarse.

Fue agradable poder seguir un camino que permaneciera estable, y quizás eso los animó a continuar con ganas, a pesar de que en todo aquel día no encontraron una gota de agua, y la que llevaban en los odres pronto se acabó. Por suerte, cuando por fin el desfiladero se abrió un poco más, descubrieron un pequeño arroyo que resbalaba sobre las piedras. Se pararon a descansar, agotados, pero triunfantes. Más allá había una pequeña arboleda, y tras ella, tina tierra amplia y yerma. Sin montañas.

—¿Eso es Kash-Tarr? —preguntó Victoria después de saciar su sed.

—Debe de serlo —respondió Jack, enjuagándose la cara—. ¿Quieres que nos acerquemos a ver?

Por toda respuesta, Victoria avanzó hacia los árboles.

Serían cerca de una docena. Sus troncos eran de color claro, casi blancos, y sus ramas flotaban en torno a ellos mecidas por la brisa. Victoria se internó por la arboleda y notó enseguida cómo las ramas le acariciaban la cabeza y los hombros. Soltó una risita y las apartó.

Pero una de las ramas se enredó en su muñeca. Victoria retiró la mano y dio un salto atrás, con el corazón latiéndole con fuerza. Las ramas se movieron hacia ella, buscándola.

No las movía la brisa. Se movían solas.

—Jack...

—Lo he visto —dijo él—. Vámonos de aquí.

Victoria sintió otra rama acariciándole la mejilla. Retrocedió... pero las ramas de otro árbol la envolvieron en su abrazo. Victoria gritó.

Jack corrió hacia ella, dispuesto a ayudarla. Pero se detuvo, perplejo.

Las ramas no hacían daño a Victoria. La palpaban, la acariciaban con curiosidad, como queriendo averiguar qué clase de extraño ser era ella. La chica acabó por sonreír.

—Parece que sólo quieren jugar —comentó.

Jack sintió que las ramas de otro árbol lo tanteaban a él también. Alzó un brazo. Una de las ramas se enrolló en torno a él para comprobar su forma y textura. Luego lo soltó y jugueteó con sus dedos. Jack reprimió una carcajada.

—No sabía que los árboles pudieran ser tan curiosos mentó.

Siguieron avanzando, dejándose inspeccionar por los árboles. Parecía incluso que se quedaban tristes cuando ellos se alejaban, dejando caer las ramas con aspecto abatido.

—Son como niños —comentó Victoria, sorprendida.

Por fin llegaron al final de la arboleda. Ante ellos se abría una amplia tierra plana y despoblada. La contemplaron duran te unos instantes.

—No tenemos que seguir ahora mismo —dijo entonces Jack, sentándose en una roca blanca—. Podemos descansar aquí esta noche y prepararnos para el viaje.

—No estoy segura de que vaya a dormir tranquila con esos árboles ahí —opinó Victoria.

—¿Por qué no? Como tú misma has dicho, son como niños que sólo quieren...

Calló de pronto. Habría jurado que la roca sobre la que se apoyaba se había estremecido. Se preguntó si habría sido algún tipo de movimiento sísmico.

—¡Jack! —gritó entonces Victoria, mirando hacia arriba.

Jack siguió la dirección de su mirada y lo vio.

La roca blanca no era una roca, sino parte de la raíz de un enorme árbol que se alzaba sobre ellos. Era igual que los arbolillos curiosos que acababan de conocer... pero mucho, mucho más grande.

—Debe de ser la madre —susurró Victoria—. Jack..., aparta de ahí.

Jack se movió con lentitud, alejándose del árbol, deseando no haber atraído su atención. Había algo en él que no le inspiraba confianza. Sus ramas flotaban como las serpientes de la cabeza de la Gorgona, como los tentáculos de una medusa.

Victoria chilló de pronto. Jack vio cómo una de las ramas, que se le había acercado por detrás, la agarraba de la cintura y la alzaba en el aire.

—¡Victoria! —gritó, desenvainando a Domivat.

Pareció que las ramas se apartaban un poco al percibir el fuego de la espada. Victoria pataleaba, tratando de soltarse.

—¡Jack, me aprieta, me aprieta, me va a partir en dos...!

Se quedó sin aliento y no pudo seguir hablando. Jack miró a su alrededor, buscando una manera de sacarla de ahí. Vio entonces algo en lo que no había reparado antes: en torno a las raíces del árbol había varios cadáveres de animales, y todos ellos aparecían quebrados y, en ocasiones, partidos en trozos. Se estremeció. ¿Y si aquellos árboles habían optado por «alimentarse» por sí solos? ¿Y si aquel gigantesco árbol, que tenía toda una docena de arbolitos para alimentar, había decidido que Victoria enriquecería la tierra de todos ellos?

Con un grito de furia, Jack se abalanzó sobre el árbol e hincó su espada en el tronco. Las ramas temblaron, pero no liberaron a Victoria. Jack arremetió de nuevo contra el tronco, tratando de partirlo en dos. Abrió un profundo tajo en la madera, que empezó a arder.

Las ramas soltaron a Victoria por fin. La muchacha cayó sobre Jack, jadeando y tosiendo, y tanteó a su alrededor en busca de su báculo. Un poco más lejos, los árboles pequeños agitaban las ramas, asustados.

Jack se incorporó e intentó arrastrar a Victoria lejos de allí. Pero las ramas se abatieron otra vez sobre ellos.

El árbol estaba ardiendo y pronto moriría. Se sentía furioso, furioso con aquellas criaturas que tanto daño le habían hecho, e intentó capturarlas para arrojarlas al mismo fuego que lo devoraba.

Jack y Victoria sintieron que las ramas los apresaban de nuevo. Jack, desesperado, lanzó un golpe con la espada, intentando cortarlas. Algunas se desprendieron, pero otras no.

Victoria, por su parte, había cogido el báculo y trataba de disparar un rayo mágico al tronco. Ambos sentían que las ramas los asfixiaban, o tal vez no fuera eso, sino las llamas a las que los estaba arrastrando el árbol.

Jack pensó que aquello era absurdo. No era posible que lo hubiera vencido un árbol.

Vio a Victoria junto a él, debatiéndose, desesperada, la estrella de su frente brillando intensamente. No podía dejarla morir ahora, no de aquella manera.

Algo estalló en su interior. Y después...

Todo fue muy confuso. Se vio de pronto elevándose en el cielo, arrastrando a Victoria consigo, lejos del árbol. Se vio cayendo en picado para aterrizar con estrépito sobre el suelo polvoriento. Se vio a sí mismo alargando una garra... no, una mano hacia Victoria, para ver si estaba bien. Pero la muchacha tendida de bruces sobre el suelo, aún aferrada a su báculo, había perdido el sentido.

A lo lejos, una columna de humo señalaba el lugar donde la madre árbol ardía hasta sus raíces.

Jack se desmayó.

Zeshak se estremeció y abrió los ojos.

« ¿Lo has sentido?», preguntó.

Ashran asintió.

—El Último dragón ha despertado —dijo solamente.

«Eso nos traerá problemas», opinó el shek.

—O tal vez no —sonrió el Nigromante—. También implica que a Kirtash le será más sencillo matarlo.

8
Nuevos Dragones

Alexander se volvió sobre la grupa de su caballo para olisquear el camino que dejaban atrás. Agachó las orejas y gruñó con suavidad.

Amrin lo observaba, intranquilo, pero Allegra actuaba como si no sucediera nada anormal.

—¿Qué es, Alexander? ¿Qué has percibido?

—Nos siguen —gruñó el joven—. Creo que no deberíamos seguir adelante.

—¿No confías en mí, hermano? —preguntó Amrin, muy serio.

Alexander se volvió hacia él y lo miró fijamente. Sus ojos relucían con un brillo amarillento en la semioscuridad.

—¿Y tú? —preguntó a su vez—. ¿Confías en mí... hermano?

El rey no fue capaz de contestar a aquella pregunta. Desvió la mirada, incómodo.

Alexander asintió, como si se hubiera esperado aquella reacción.

—Los rebeldes llevan ya rato observándonos —dijo el rey, encogiéndose de hombros—. Es lógico, estamos en su territorio. Pero no tardarán en mostrarse ante nosotros.

Alexander frunció el ceño, pero no dijo nada. Alzó la cabeza hacia el cielo nocturno, intranquilo. Ayea estaba ya emergiendo por el horizonte. Al verla había recordado de pronto qué día era. Aquella noche, Erea debía salir llena. Todavía no estaba seguro de si su influjo lo llevaría a transformarse, pero ya comenzaba a notar sus efectos. Aunque, si no había calculado mal y aquella noche había un plenilunio, debería haber cambiado ya la noche anterior. En la Tierra, la luna llena lo obligaba a transformarse tres noches seguidas. Con un poco de suerte...

Maldijo en silencio su descuido. Debería haberse quedado aislado hasta la salida de los soles...

Tuvo que reconocer, a regañadientes, que no había tenida otra opción.

Amrin se había ofrecido a ponerlos en contacto con los rebeldes que se ocultaban en las montañas. Con ellos, les dijo, estarían más seguros que en la capital, y además, si unían sus fuerzas podrían obtener mejores resultados. Después de pasar un par de días ocultos en las dependencias secretas del castillo real, el rey les anunció que tenían cita con el líder de los Nuevos Dragones para aquella misma noche. De modo que habían salido del castillo a hurtadillas después del tercer atardecer, y ahora recorrían los fríos senderos de las montañas, montados en unos caballos que parecían cada vez más nerviosos.

Aquello no era una buena señal, pensó Alexander. En Idhún, sólo los humanos de Nandelt domaban caballos; los conocían a la perfección, y él no era una excepción. Los caballos idhunitas eran un poco más pequeños que los de la Tierra, pero mucho más inteligentes. Su nerviosismo no obedecía a un terror ciego, sino a un instinto parecido al de los perros, y alzaban las orejas y volvían sus enormes y sagaces ojos a las sombras, sin hacer el más mínimo ruido que pudiera delatarlos. No se habrían comportado así si sólo fueran humanos los que acechaban en la oscuridad; de hecho, aquella noche ni siquiera se habían sentido inquietos ante la presencia de Alexander, aunque lo habían observado con cautela, y seguramente serían los primeros en salir huyendo si llegara a transformarse por completo. Pero comprendían que de momento el humano no suponía un peligro para ellos, e incluso la yegua que montaba el propio Alexander, un ejemplar de fuertes patas y espeso pelo azulado, había parecido conforme con el jinete que la guiaba, y sólo ahora mostraba signos de preocupación.

Cruzó una mirada con Allegra y leyó la duda en sus grandes ojos negros. Movió la cabeza, sin embargo. A pesar de todos los indicios, le costaba creer que su hermano pudiera haberlos traicionado. La hechicera titubeó, comprendiendo su dilema. Pero Qaydar no fue tan comprensivo.

—Esto no me gusta —declaró—. Debemos volver a la ciudad enseguida. Todo este asunto me huele a emboscada.

—Tal vez deberíamos... —empezó Allegra, pero calló de pronto.

Alexander quiso volverse enseguida hacia ella para ver qué la había interrumpido, pero no fue capaz. Se dio cuenta, entonces, de que algo lo había paralizado.

La yegua relinchó con suavidad, aterrada. La bestia que había en Alexander rugió, furiosa, pero no se manifestó. Su cuerpo estaba completamente inmóvil, y por el rabillo del ojo descubrió que otro tanto sucedía con el Archimago.

En cambio, el rey desmontó sin problemas y se volvió hacia un rincón en sombras. Alexander lo vio inclinar la cabeza en señal de sumisión.

«Buen trabajo, Amrin», susurró en sus mentes una voz helada. Alexander sintió que se le ponía la piel de gallina.

Un shek. Habían intuido su presencia todo el tiempo, pero aquellas criaturas eran muy astutas, y no era fácil detectarlas si ellas no lo permitían. Alexander supo entonces con certeza que su hermano los había conducido directamente a una trampa, los había entregado a sus enemigos. Llevaba tiempo sospechándolo, pero no había querido creerlo.

Al fin y al cabo, y por mucho que ambos hubieran cambiado, seguían siendo hermanos.

O, al menos, eso había pensado hasta entonces.

El shek se dejó ver, deslizándose desde las sombras, permitiendo que la luz rojiza de Ayea bañara su imponente figura. Ni Alexander ni los magos hicieron el menor movimiento. No podían, y eso no era una buena señal. El joven recordó todo lo que Christian les había contado acerca de los sheks. Podían paralizar a sus víctimas si las miraban a los ojos, pero los sheks más poderosos eran capaces de hacerlo sin necesidad de contacto visual. Reprimió un escalofrío. Estaba claro que aquélla no era una serpiente cualquiera. Debía de ser Eissesh, el gobernador de Vanissar.

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