Read Trópico de Capricornio Online

Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (11 page)

Aquella explosión pareció calmarlo. Estaba intentando decirme a su retorcido modo judío que me apreciaba. Para hacerlo, primero tenía que destruir todo lo que me rodeaba: mi mujer, el trabajo, mis amigos, la «tipa negra», como llamaba a Valeska, etc. «Creo que algún día vas a ser un gran escritor», dijo.
«Pero»,
añadió maliciosamente, «primero tendrás que sufrir un poco. Quiero decir sufrir
de verdad,
porque todavía no sabes lo que significa esa palabra. Te lo
crees
simplemente, que has sufrido. Primero tienes que enamorarte. Por ejemplo, esa tipa negra: no pensarás que estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Le has mirado bien el culo...? quiero decir si te has dado cuenta de cómo le va creciendo. Dentro de cinco años se parecerá a la tía Jemima. Haréis una pareja magnífica paseando por la avenida con una fila de negritos detrás. Preferiría verte casado con una chica judía. Desde luego, no sabrías apreciar su valor, pero te vendría bien. Necesitas algo que te haga sentar la cabeza. Estás desperdiciando tus energías. Oye, ¿por qué andas por ahí con todos esos chorras con que haces amistad? Pareces tener un don para hacer amistad con la gente que no te conviene. ¿Por qué no te dedicas a algo útil? Ese trabajo no es para ti: podrías ser un gran tipo, un tipo importante en otro sitio. Quizás un dirigente sindical... no sé qué exactamente. Pero primero tienes que liberarte de esa mujer con cara de vinagre que tienes. ¡Pufff! Cuando la miro, me dan ganas de escupirle a la cara. No comprendo cómo un tipo como tú ha podido casarse con una mala puta como ésa. ¿Qué te llevó a hacerlo...? ¿simplemente un par de ovarios calientes? Oye, eso es lo que te pasa: sólo piensas en el sexo... No, tampoco quiero decir eso. Tienes inteligencia y tienes pasión y entusiasmo... pero parece importarte un comino lo que haces o lo que te pasa. Si no fueses el cabrón romántico que eres, casi juraría que eras judío.

Mi caso es diferente: nunca he tenido ninguna razón para esperar algo del futuro. Pero tú llevas algo dentro... sólo que eres demasiado vago como para sacarlo. Mira, cuando te oigo hablar a veces, pienso para mis adentros: ¡si ese tipo fuera capaz de escribirlo! Pero, hombre, si podrías escribir un libro que hiciera caérsele la cara de vergüenza a un tipo como Dreiser. Tú eres diferente de los americanos que conozco; en cierto modo, no tienes nada que ver con este país, y está pero que muy bien que así sea. Estás un poco chiflado, también... supongo que lo sabes. Pero en el buen sentido. Mira, hace un rato, si hubiera sido cualquier otra persona la que me hubiese hablado así, la habría asesinado. Creo que te aprecio más porque no has intentado manifestarme compasión. Sé que no debo esperar compasión de ti. Si hubieras dicho una sola palabra hipócrita esta noche, me habría vuelto loco realmente. Lo sé. Estaba al borde mismo. Cuando has empezado a hablar del general Ivolgin, he pensado por un momento que todo había acabado para mí. Eso es lo que me hace pensar que tienes algo dentro... ¡ha sido una auténtica demostración de astucia! Y ahora déjame decirte una cosa... si no te dominas, pronto vas a estar majareta. Llevas algo dentro que te está royendo las entrañas. No sé lo que es, pero no puedes engañarme. Te conozco mejor que la madre que te parió. Sé que algo te aflige... y no es tu mujer, ni tu trabajo, ni, siquiera, esa tipa negra de la que crees estar enamorado. A veces pienso que deberías haber nacido en otra época. Oye, no quiero que pienses que te estoy convirtiendo en un ídolo, pero hay algo de verdad en lo que digo... si tuvieras simplemente un poco más de confianza en ti mismo, podrías ser el hombre más grande del mundo ahora mismo. Ni siquiera tendrías que ser escritor. Podrías llegar a ser otro Jesucristo, si no me equivoco. No te rías... lo digo en serio. No tienes ni la menor idea de tus posibilidades... estás completamente ciego para lo que no sean tus deseos. No sabes lo que quieres. No lo sabes porque nunca te paras a pensar. Te estás dejando consumir por la gente. Eres un tonto de remate, un idiota. Si yo tuviera la décima parte de lo que tú tienes, podría volver el mundo patas arriba. Crees que es una locura, ¿eh? Bueno, pues, escúchame... nunca he estado más cuerdo en mi vida. Cuando he venido esta noche a verte, pensaba que estaba casi a punto de suicidarme. Da casi igual que lo haga o no. Pero el caso es que ahora no tiene demasiado sentido. Con eso no la recuperaré. Nací sin suerte. Dondequiera que voy parezco llevar conmigo el desastre. Pero no quiero irme para el otro barrio todavía. Primero quiero hacer algo bueno en el mundo. Puede que te parezca una tontería, pero es verdad. Quisiera hacer algo para los demás...»

Se detuvo de improviso y volvió a mirarme con aquella extraña sonrisa triste. Era la mirada de un judío desesperanzado en quien, como en todos los de su raza, el instinto de vida era tan fuerte, que, aunque no había absolutamente nada que esperar, se sentía
incapaz
de matarse. Esa desesperanza era algo totalmente ajeno a mí. Pensé para mis adentros: ¡si al menos pudiera estar en su pellejo y él en el mío! Pero, bueno, ¡si yo podría matarme por una bagatela! Y lo que más me reventaba era la idea de que él ni siquiera disfrutaría en el entierro... ¡el entierro de su propia esposa! Dios sabe que los entierros a que asistíamos eran bastante tristes, pero siempre había algo de comer y de beber después, y algunos buenos chistes verdes y algunas carcajadas con ganas. Quizá fuera yo demasiado joven para apreciar los aspectos tristes, aunque veía con bastante claridad cómo se lamentaban y lloraban. Pero eso nunca significó gran cosa para mí, porque después del entierro, sentados en la terraza de la cervecería contigua al cementerio, siempre había una atmósfera de buen humor a pesar de los vestidos de luto y los crespones y las coronas de flores. Como un niño que era entonces, me parecía que estaban intentando establecer algún tipo de comunicación con el difunto. Algo casi al estilo egipcio, cuando vuelvo a pensarlo. Hubo una época en que creía que eran un hatajo de hipócritas. Pero no lo eran. Eran simplemente alemanes estúpidos y sanos con ganas de vivir. La muerte era algo que superaba su comprensión, por extraño que parezca, pues, si te atenías exclusivamente a lo que decían, te imaginabas que ocupaba gran parte de sus pensamientos. Pero en realidad no la comprendían en absoluto... no como los judíos, por ejemplo. Hablaban de la otra vida, pero en realidad nunca creyeron en ella. Y, si alguien estaba tan desconsolado que llegaba hasta el extremo de llorar, lo miraban con suspicacia, como se miraría a un demente. Había límites para la pena como había límites para la alegría, ésa era la impresión que me daban. Y en los límites extremos siempre estaba la barriga que había que llenar... con bocadillos de queso de Limburgo y cerveza y Kümmel y patas de pavo, si las había. Y al cabo de un minuto ya estaban riendo. Riendo de algún rasgo de carácter curioso del difunto. Hasta la forma como usaban el pretérito me causaba un efecto curioso. Una hora después de que estuviera bajo tierra, ya estaban diciendo del difunto: «Tenía tan buen carácter...», como si hiciese mil años que hubiera muerto la persona a que se referían, un personaje histórico, o un personaje de los Nibelungos. El caso era que estaba muerta, definitivamente muerta para siempre, y ellos, los vivos, estaban ya separados de ella y para siempre, y había que vivir el hoy y el mañana, había que lavar la ropa, preparar la comida, y, cuando le llegara el turno al siguiente, habría que seleccionar un ataúd y reñir por el testamento, pero todo formaría parte de la rutina diaria y perder tiempo lamentándose y sintiendo pena era un pecado porque Dios, si es que existía, lo había querido así y nosotros, los mortales, no teníamos nada que decir al respecto. Sobrepasar los límites dispuestos de la alegría y de la pena era perverso. Estar al borde de la locura era el pecado más grave. Tenían un sentido extraordinario, animal, de la adaptación; habría constituido un espectáculo maravilloso, si hubiera sido verdaderamente animal, pero resultaba horrible cuando te dabas cuenta de que no era sino obtusa indiferencia e insensibilidad alemanas. Y aun así, no sé por qué, yo prefería aquellos estómagos mimados a la pena de cabeza de hidra del judío. En el fondo no podía compadecer a Kronski: tendría que compadecer a toda su tribu. La muerte de su mujer era un simple detalle, una menudencia, en la historia de sus calamidades. Como había dicho él mismo, había nacido sin suerte. Había nacido para ver salir mal las cosas... porque durante cinco mil años las cosas habían salido mal en la sangre de la raza. Venían al mundo con esa mirada de soslayo, deprimida y desesperanzada en el rostro y abandonarían el mundo del mismo modo. Dejaban mal olor tras sí: un veneno, un vómito de pena. El hedor que intentaban eliminar del mundo era el hedor que ellos mismos habían traído al mundo. Reflexionaba sobre todo eso, mientras le escuchaba.

Me sentía tan bien y tan limpio por dentro, que, cuando nos separamos, después de haber doblado una esquina, me puse a silbar y a canturrear. Y luego se apoderó de mí una sed terrible y me dije con mi mejor acento irlandés: «Pues, claro. Mira, chaval, lo que tendrías que estar haciendo es tomando una copita», y, al decirlo, me metí en una taberna y pedí una buena jarra de cerveza espumosa y un espeso bocadillo de hamburguesa con mucha cebolla. Me tomé otra jarra de cerveza y después una copa de coñac y pensé para mis adentros con mi rudeza habitual: «Si el pobre tío no tiene bastante juicio para disfrutar con el entierro de su mujer, en ese caso yo lo disfrutaré por él.» Y cuanto más lo pensaba, más contento me ponía, y, si sentía la más mínima pena o envidia, era sólo por el hecho de que no podía ponerme en el pellejo de la pobre judía muerta, porque la muerte era algo que superaba absolutamente la comprensión de un pobre
goi
como yo y era una pena desperdiciarla en gente como ellos, que sabían todo lo que había que saber de la cuestión y, en cualquier caso, no la necesitaban. Me embriagué tanto con la idea de morir, que en mi estupor de borracho iba diciendo entre dientes al Dios de las alturas que me matara aquella noche: «Mátame, Dios, para saber en qué consiste.» Intenté lo mejor que pude imaginar cómo sería eso de entregar el alma, pero no hubo manera. Lo máximo que pude hacer fue imitar un estertor de agonía, pero al hacerlo casi me asfixié, y entonces me asusté tanto, que casi me cagué en los pantalones. De todos modos, eso no era la muerte. Eso era asfixiarse simplemente. La muerte se parecía más a lo que habíamos experimentado en el parque: dos personas caminando una al lado de la otra en la niebla, rozándose contra los árboles y los matorrales, y sin decirse ni palabra. Era algo más vacío que el nombre mismo y, aun así, correcto y pacífico, digno, si lo preferís. No era una continuación de la vida, sino un salto en la oscuridad y sin posibilidad de volver atrás nunca, ni siquiera como una mota de polvo. Y era algo correcto y bello, me dije, pues, ¿por qué habría uno de querer volver atrás? Probar una vez es probar para siempre: la vida o la muerte. Caiga del lado que caiga la moneda, está bien mientras no apuestes. Desde luego, es penoso asfixiarse con la propia saliva: es desagradable más que nada. Y, además, no siempre muere uno de asfixia. A veces uno perece mientras duerme, sereno y tranquilo como un cordero. Llega el Señor y te reintegra al redil, como se suele decir. El caso es que dejas de respirar. ¿Y por qué diablos habríamos de seguir respirando para siempre? Cualquier cosa que hubiera que hacer interminablemente sería una tortura. Los pobres diablos humanos que somos deberíamos sentirnos contentos de que alguien idease una salida. A la hora de dormir, no nos lo pensamos mucho. Pasamos la tercera parte de nuestras vidas roncando sin parar como ratas borrachas. ¿Qué me decís de eso? ¿Es eso trágico? Bueno, entonces, digamos tres terceras partes de sueño como el de ratas borrachas. ¡Joder! Si tuviéramos un poco de juicio, ¡bailaríamos de alegría sólo de pensarlo! Podríamos morir todos mañana en la cama, sin dolor, sin sufrimiento: si tuviésemos juicio como para sacar partido de nuestros remedios. No queremos morir, eso es lo malo que tenemos. Eso es lo que da sentido a Dios y a la olla de grillos de nuestra azotea. ¡El general Ivolgin! Eso le hizo soltar un cloqueo... y algunos sollozos sin lágrimas. Lo mismo habría podido decir «queso de Limburgo». Pero el general Ivolgin significa algo para él... algo demencial. Lo de «queso de Limburgo» habría sido demasiado sensato, demasiado trivial. Sin embargo, todo es queso de Limburgo, incluido el general Ivolgin, el pobre borracho estúpido. El general Ivolgin surgió del queso de Limburgo dostoyevskiano, su marca de fábrica particular. Eso significa determinado sabor, determinada etiqueta. Así, que la gente lo reconoce, cuando lo huele, cuando lo prueba. Pero, ¿de qué estaba hecho ese queso de Limburgo del general Ivolgin? Hombre, pues, de lo que quiera que esté hecho el queso de Limburgo, que es x y, por tanto, incognoscible. Y entonces, ¿qué? Pues, nada... nada en absoluto. Punto final... o bien un salto en la oscuridad y sin regreso.

Mientras me quitaba los pantalones, recordé de repente lo que el cabrón me había dicho. Me miré la picha y presentaba un aspecto tan inocente como siempre. «No me digas que tienes sífilis», dije, sosteniéndola en la mano y apretándola un poco, para ver si le salía un poco de pus. No, no pensaba que hubiera demasiada posibilidad de tener sífilis. Yo no había nacido con esa clase de estrella. Purgaciones, sí, eso era posible. Todo el mundo tiene purgaciones alguna vez. Pero, ¡la sífilis, no! Sabía que él me la haría tener, si pudiera, simplemente para hacerme comprender lo que era el sufrimiento. Pero no me iba a tomar la molestia de complacerle. Nací tonto y con suerte. Bostecé. Todo olía tanto al queso limburgués de los cojones, que, con sífilis o sin ella, pensé para mis adentros, si ella está conforme, echaré otro palete y daré por terminado el día. Pero, evidentemente, no estaba conforme. Lo que le apetecía era volverme el culo. Así que me quedé así, con el nabo tieso contra su culo y se lo metí por telepatía. Y por Dios que debió de recibir el mensaje a pesar de lo profundamente dormida que estaba, porque no tuve ninguna dificultad para entrar por la puerta trasera y, además, no tuve que mirarle a la cara, lo que era un alivio de la hostia. Cuando le envié el último viaje, pensé para mis adentros: «Mira, chaval, es queso de Limburgo y ahora puedes darte la vuelta y roncar...»

Parecía que fuera a durar eternamente, el canto del sexo y de la muerte. La tarde siguiente misma en la oficina recibí una llamada de teléfono de mi mujer para decirme que acababan de llevar al manicomio a su amiga Arline. Eran amigas desde el colegio de monjas en Canadá, en el que las dos habían estudiado música y el arte de la masturbación. Yo había ido conociendo poco a poco a todo el grupo, incluida la hermana Antolina, que llevaba un braguero para hernia y, al parecer, era la sacerdotisa suprema del culto del onanismo. Todas ellas habían estado alguna vea enamoradas de la hermana Antolina. Y Arline, la de la jeta de pastel de chocolate, no era la primera del grupo que iba al manicomio. No digo que fuera la masturbación lo que las llevase allí, pero indudablemente la atmósfera del convento tenía algo que ver con ello. Todas ellas estaban viciadas en el embrión.

Other books

Uncovered by Linda Winfree
Night Finds by Amber Lynn
Bicoastal Babe by Cynthia Langston
Sins Against the Sea by Nina Mason
Werewolf Weekend by B. A. Frade, Stacia Deutsch
Darkover: First Contact by Marion Zimmer Bradley
The Devil Inside Me by Alexis Adaire