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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (10 page)

Se calló un momento y se quedó mirando su copa vacía, pero esta vez no quería o no se acordó de acercármela. Acarició con los mismos dos dedos la base. Era como si viera en ella a su alegre y frivolo y frágil padre, bastaría con volcarla para que se rompiera en pedazos.

—¿Y qué puedo hacer yo al respecto? ¿Cómo entro yo en todo esto?

Levantó en seguida la vista y me miró con sus ojos veloces y vivos, eran castaños y jóvenes y no estarían aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan.

—Ese hombre al que te tocará interpretar pasado mañana o al otro, o como tarde la semana que viene —me contestó casi pisándome la segunda pregunta, como quien lleva largo tiempo esperando ver un faro en la niebla y por fin lo distingue y lo vocea—, es ese testaferro, nuestro problema, el problema. Y es otro inglés con apellido extranjero. Se llama Vanni Incompara.

Vanni o Vanny Incompara, así dijo que se lo conocía, aunque su nombre era John oficialmente, era inglés sin duda, no estaba segura de si por nacimiento —resultaba ser un hombre elusivo, ella estaba recopilando ahora datos sobre su pasado, con inesperadas tinieblas en el rastreo— o por haber adquirido con rapidez la ciudadanía, valiéndose de influyentes contactos o mediante algún subterfugio discreto y raro, y así no le constaba si era un inmigrante de primera generación o de segunda, como lo eran Tupra y ella, esto último, nacidos ambos ya en Londres, ignoraba si Bertram lo era en realidad de tercera o cuarta o enésima, tal vez su familia llevaba siglos aposentada en la isla. Nunca le había preguntado por eso, tampoco por el origen de su extraño apellido, no sabía si era finlandés, ruso, checo, armenio o turco, como yo le sugerí y a mí me había sugerido Wheeler la primera vez que me habló de quien se convertiría en mi jefe, burlándose de su nombre un poco, cuando yo aún no lo conocía, ni si era indio, apuntó ella de pronto, la verdad era que no tenía ni idea, a ver si un día se acordaba de averiguarlo, él nunca mencionaba sus raíces, ni a parientes vivos ni muertos ni remotos ni cercanos, esto es, a consanguíneos —debió de pensar en Beryl al puntualizar, desde luego yo pensé en ella—, como si hubiera surgido en el mundo por generación espontanea; también era cierto que no tenía por qué hacerlo, en Inglaterra se tendía a ser reservado si no opaco en lo personal, hablaba de sí mismo y de lo que había vivido a veces, pero siempre con vaguedad, sin jamás situar ni fechar con precisión las andanzas que evocaba, cada una aislada de las otras y sin apenas contexto, como si nos mostrara tan sólo pequeños fragmentos de lápidas destrozadas.

Era posible que este John Incompara hubiese llegado a Inglaterra hacía no demasiados años, eso explicaría que aún le gustara ser llamado por el diminutivo de su nombre italiano, Vanni lo era de Giovanni, me explicó didáctica y amablemente, por si yo no había caído en la cuenta. Se había empezado a tener noticia de sus actividades, en todo caso, en tiempos bastante recientes, y a buen seguro era un individuo hábil: había hecho con celeridad dinero —o acaso ya lo traía— y amistades de relativa importancia, y si delinquía, como era probable, se cuidaba de disfrazar o maquillar las ilegalidades con los asuntos de guante blanco y de no dejar pruebas ni indicios en sus sospechadas acciones más drásticas, o más brutales. Contra él no había nada, o ella no tenía nada efectivo con lo que intentar negociar, por ejemplo, la directa condonación de la deuda paterna, sin más rodeos. Lo único de que disponía ahora era de mí. Vanni Incompara iba a ser examinado, estudiado, interpretado por el grupo y a mí me iba a tocar trabajar con Tupra en ello. En la medida de su conocimiento, se trataba de un encargo de terceros, de algún particular particular que seguramente estuviera pensándose si hacer negocios con él y quisiera precaverse y saber más, hasta qué punto era de fiar y hasta qué punto engañaba, hasta cuál era constante y hasta qué otros rencoroso, o paciente, o peligroso, o resuelto, cosas así, las habituales. De paso, Incompara quería probar, si su previsible encuentro con Tupra le daba oportunidad de ello, a establecer un inicio de trato o aun de confianza con él, al que sabía excelentemente relacionado en casi todos los ámbitos, una fecunda vía de acceso a mucha gente adinerada y a celebridades. Lo que me pedía Pérez Nuix no era gran cosa, bien mirado, dijo. Un inmenso favor para ella, para mí no tanto esfuerzo, se reafirmó pese a mis anteriores protestas, ahora que me lo estaba explicando. Sólo que ayudase a Incompara, en la medida de mis posibilidades y de mi prudencia, a salir del escrutinio con un notable o un aprobado; que emitiera una opinión favorable en lo relativo a su fiabilidad, a su falta de peligrosidad y rencor hacia sus socios y sus aliados, a su capacidad para resolver problemas y vencer dificultades, a su valor personal; que tampoco exagerara la nota, y no me apartara en exceso de lo que en él viera Tupra, o yo creyese que Tupra advertía (no solía pronunciarse mucho en nuestra presencia, sino que nos preguntaba, nos apretaba, y así intuíamos hacia dónde nos dirigía y se encaminaba); que introdujera matices y sombras, lo cual me sería fácil, para que nuestro jefe no se encontrara con un cuadro de una sola luz y un color, del que se inclinara a desconfiar por principio y por demasiado nítido; que en ningún caso lo perjudicara. Y que, si por ventura notaba la más leve corriente de afinidad o simpatía entre los dos hombres, la fomentara y la celebrara luego, asimismo sin insistir, con discreción y aun con indiferencia; sólo un eco quedo, un rumor, un murmullo. 'Un murmullo sosegado y paciente o desganado y lánguido’, pensé, 'de palabras que se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta ni de la vehemencia, y que así se absorben pasivamente o como un regalo y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho. Como los que llevan y desprenden los ríos en mitad de la noche de fiebre, una vez apaciguada; y ese es uno de los tiempos en que todo puede ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado y hasta una mancha de sangre que borramos aunque no existiera, como se cree a los libros que le hablan a uno entonces, a su fatiga, a su sonambulismo, a la fiebre, a sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto, y nos convencen de lo que quieran, incluso de ser un hilo de continuidad entre vivos y muertos, ellos en nosotros y nosotros en ellos, y de entendernos.' Y a continuación me vinieron a la memoria las aproximadas palabras de Tupra en la cena fría de Sir Peter Wheeler junto al río Cherwell de Oxford: 'A veces dura días tan sólo, el efecto de ese tiempo, y a veces dura ya siempre'.

—Pero si ese individuo no perdona una deuda a un hombre mayor e indefenso —le dije a Pérez Nuix tras quedarnos callados ambos durante unos segundos, yo había apoyado la mejilla derecha en el puño mientras la escuchaba, y así aún la mantenía; y me di cuenta de que ella había hecho lo mismo mientras me hablaba, los dos con la postura idéntica como un matrimonio estable que se contagia los gestos—; si lo ves capaz de acciones brutales y es lo que más temes de él con tu padre; y si además no es tipo que engañe, como me dijiste hace ya rato ('yo lo sé, yo lo conozco', has dicho); entonces no veo de qué modo podría persuadir yo a Tupra de no percibir lo que le será manifiesto. Quizá me atribuyes dotes que no poseo, o demasiada influencia, o tienes a Bertram por un despistado y un pardillo, lo cual no creo. El es mucho más veterano que yo, y más ducho, y más agudo. Y también que tú, seguramente. Me refiero a veterano. —Hice esa puntualización innecesaria pensando en la opinión del propio Tupra sobre sus capacidades, según Wheeler, y porque tampoco quería rebajarla. Pero ella no recogió el cumplido indirecto.

—No, no me has entendido del todo, Jaime —me contestó con su nota de desesperación o exasperación de nuevo, pero la reprimió en el acto—. No he llegado a explicarme, cuando te he dicho eso. Yo he estado con Incompara, sí, me he reunido con él ya un par de veces, a ver qué podía sacarle, qué se podía hacer por mi padre, a intentar calmarlo y ganar tiempo, ver qué cosas le interesan y si tenía en mi mano alguna moneda de cambio que yo ignorase, y resulta que la tengo. Si tú me ayudas. No es tipo que engañe mucho, en efecto. Quiero decir que uno advierte en seguida que no tendrá escrúpulos si ha de dejarlos de lado o le es muy conveniente. Y su brutalidad probable. No tanto personal (no me lo imagino pegando palizas) cuanto en las órdenes que dé y en las decisiones que tome. Se advierte su dureza en los pactos, su obcecado apego a los cumplimientos, una especie de reglamentista, aunque esto podría ser una escenificación para justificar ante mí su intransigencia en mi asunto. Apego a los cumplimientos ajenos, claro está
,
no a los propios. Un rasgo, por lo demás, hoy tan común a tanta gente, nunca estuvieron los ojos tan satisfechos de llevar sus
beams
bien visibles. —No le salió ahí la palabra española, 'vigas'; eso le pasaba muy rara vez, pero alguna; era inglesa al fin y al cabo, eso decía—. Pero todo eso no es malo, no es negativo ni disuasorio a la hora de valorar la eficacia de alguien con quien se va a contar como socio. Al contrario, y por eso recurren a él y lo utilizan personas como Mr Vickers, un hombre honrado que simplemente no quiere ocuparse ni saber nada de los detalles confusos o desagradables. Bertie distinguirá todo eso en Incompara, desde luego, y en ello tú no vas a contradecirle, porque lo observarás también y porque sería inútil discutirle algo palmario. Claro que Incompara es de cuidado (si no mi situación no sería tan grave), y en esos aspectos no es ya que no engañe, sino que le resultaría muy difícil hacerlo. No te estoy pidiendo que mientas en casi nada, Jaime, sobre todo allí donde no serviría. Ninguna mentira sirve si no es creíble. Bueno, si no es creída. Perdona que insista en esto, pero lo que te pido es poco, y mucho lo que yo ganaría.

—¿Qué ganarías, exactamente?

—Vanni Ineompara estaría dispuesto a perdonarle la deuda a mi padre, a cambio de esto. Íntegra.

—¿A cambio de qué, exactamente? —Volví a emplear el mismo adverbio—. ¿Con qué quedaría contento ese individuo? ¿Cuál habría de ser la consecuencia, en qué se concretaría tu parte? Y tú le crees.

—Sí, le creo en esto. Él no dudaría en escarmentar a mi padre o a cualquiera que no le cumpliese, pero estoy segura de que siempre prefiere ahorrárselo. No le importará no cobrar el dinero si se le compensa con algo que valga, de dinero ya anda largo. Él sabe que se ha pedido asesoramiento sobre él, a nuestro grupo. Bueno, a Bertie, que es quien recibe las instrucciones de arriba y la mayoría de los encargos privados. Los de enjundia. Yo no sé quiénes han solicitado su informe, Incompara no me lo ha dicho, pero eso a nosotros nos da lo mismo, ¿no? Lo ignoramos casi siempre, de todas formas. Sean quienes sean, para él es importante que le den el visto bueno y lo acepten, o llegar a acuerdos con ellos, o entablar negocios, o participar de sus proyectos. Me daría por pagada la deuda si al final eso se produce, es decir, si esa gente que lo va a someter a examen no lo rechaza, eso le basta. Lo achacaría a mi intervención, a mi colaboración, al menos en parte, suficientemente, eso dice, no las tendrá todas consigo, conocerá sus puntos flacos los creerá detectables para un ojo entrenado, como nos pasa a todos cuando nos sabemos bajo la lupa. Eso tardaríamos en saberlo unos días, el resultado, quizá alguna semana, pero mientras tanto... En el peor de los casos, contaríamos con un aplazamiento para mi padre.

—Sí, su español era decididamente libresco: no le salía ‘vigas' pero sí 'escarmentar', 'entablar' o 'enjundia'. Había hecho suya la cuestión, querría dejar al padre lo más a un lado posible, librarlo hasta de los trámites, había asumido ella su deuda y por eso decía 'Me la daría por pagada', o 'mi situación', o 'mi asunto'. Ni siquiera 'Nos' y 'nuestro'.

—¿Por qué estás tan segura de que me va a tocar a mí, interpretar a ese Incompara? ¿No podría tocarte a ti, y así no tendrías problemas, ni que pedirle el favor a nadie?

—Llevo ya unos cuantos años con Bertie —me contestó—. Suelo saber a quién va a asignar cada sujeto, cuando no es trabajo rutinario y estoy enterada de antemano. Cuando hay dinero grande por medio o se requiere un tacto especial por la razón que sea. No sé, sí hubiera que realizar un estudio de la actual novia del Príncipe, por ejemplo (y eso ya caerá, antes o después nos caerá eso), recurriría a mí para la tarea. Para ayudarlo, vamos, como segunda opinión, como contraste, porque ahí no delegaría en nadie. Él sigue, además, un alambicado sistema de turnos, dentro de nuestras características. No es muy rígido, pero según ese turno y mis cálculos, también te toca. Qué más quisiera yo que ser elegida para Incompara, ojalá. Si me equivoco y así sucede, no te quepa duda de que me alegraré la primera, más que tú y más que él, más que nadie. Me facilitaría las cosas, preferiría no depender de ti. No importunarte con esto, no mezclarte. He dudado mucho antes de pedirte nada. Lo he dudado estos días atrás, y ahora mismo durante la caminata, más de una vez he estado a punto de dar media vuelta y marcharme a casa. Lo que yo no puedo hacer es ofrecerme, ni mostrar predisposición a encargarme de alguien, porque Bertie se preguntaría el porqué al instante, y me lo preguntaría, y se le despertarían sospechas, él no las rehuye ni las duerme nunca, no descarta tenerlas de nadie. Ni de su madre, si le queda madre, nunca le he oído hablar de alguien suyo, ya te he dicho. Y hay aquí otro elemento: por lo que yo sé, Incompara debe de andar ya metido en demasiados sitios. Bertie considerará, entre otros factores, que tú eres el menos expuesto, digamos, a contaminaciones azarosas previas, por no llevar aquí mucho tiempo en Londres.

Me quedé mirándola y le serví la copa que antes le había escatimado, la cuarta. La vi cansada, o quizá empezaba a acusar el esfuerzo de convencer y pedir, eso cuesta, y tensa, y eso agota, y hay un momento en que, por mucho empuje con que se acometiera el asalto, se duda de la concesión y del éxito. Se piensa que todo es en balde, que la gente es capaz de negar o se complace en negar y niega, y siempre encuentra para ello excusas inapelables: 'Ahora ando mal de dinero', 'No me quiero ver envuelto', 'Me pides demasiado, compréndelo', 'No saldría bien, se me da fatal eso', 'Tengo mis lealtades', 'No puedo asumir tanto riesgo', 'Si por mí fuera lo haría, pero hay otros involucrados'; o bien aún más claro, 'Qué gano yo a cambio'. Quizá la joven Pérez Nuix se iba ya preguntando, perdida la fe de pronto, por cuál de estas fórmulas me inclinaría. Sí, qué ganaba yo a cambio. No veía el beneficio ella sabría que me era imposible verlo porque para mí no lo había. Ni siquiera había tirado por esa senda, hasta ahora, ni siquiera había intentado inventárselo. Le miré la carrera de nuevo —le miré las piernas cada vez más descubiertas— en aquellos instantes de distracción suya, casi de abandono. Esperaba que reaccionara antes de que le estallaran las medias (eso sería un susto), o de que se le quedaran flojas, colgando (eso es repugnante), o se le cayeran de golpe al suelo (eso es embarazoso), ninguna de esas tres posibilidades me hacía gracia, romperían todo el encanto de la tela rasgada pero aún tirante. Así que señalé hacia sus muslos con la barbilla alzada y le dije (se me escapó, mi voluntad no intervino o aparentó no hacerlo):

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