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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (16 page)

—Esto que vas a ver es secreto. Nunca hables de ello ni lo menciones, ni siquiera conmigo más allá de esta noche, porque mañana ya no te lo habré enseñado. Son filmaciones que guardamos por si un día hacen falta. —'Por si acaso', pensé, ‘ese es el lema de nuestro trabajo, así parece'—. En ellas hay hechos vergonzosos o embarazosos, también delitos que no han sido denunciados ni perseguidos, cometidos por individuos de cierto fuste contra los que no se han tomado medidas ni iniciado acciones porque no convenía o no conviene o porque aún no es el momento o porque se ganaría poco con eso. Trae mucha más cuenta tenerlas, guardarlas, previéndoles una utilidad futura, con algunas se podría obtener mucho a cambio. A cambio de que sigan aquí sepultadas y nunca vistas por nadie, se entiende, además de por nosotros. Con otras ya se ha obtenido, les hemos sacado ya buen provecho, y además nunca se agota su beneficio posible, porque el material jamás lo destruimos ni lo entregamos, solamente se lo mostramos en ocasiones a quienes en él aparecen, a los interesados, si es que no se fían o no se creen que existan grabaciones semejantes y quieren cerciorarse y verlas. No tienen que venir aquí, descuida (aquí han venido contadas personas), ahora se hacen copias fácilmente y se les enseñan hasta en el móvil, o se les mandan. Así que estos discos son un tesoro: pueden persuadir, disuadir, conseguir importantes sumas, hacer retirarse a un candidato insalubre, callar bocas, lograr concesiones y acuerdos, abortar maniobras y conspiraciones, aplazar o mitigar conflictos, provocar incendios, salvar vidas. No va a gustarte su contenido, pero no los desprecies ni los condenes. Ten presente lo que valen y para lo que valen. Y el servicio que rinden, el bien que hacen al país a veces. —Había utilizado esa misma expresión nada más conocernos, en la cena fría de Wheeler en Oxford, cuando yo le había preguntado por sus actividades y él había sido huidizo en su respuesta: 'Negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio'. Ahora había vuelto a decir eso, 'el país', la palabra
'country'
que también podía significar 'patria' en mi lengua, y en ella, dados nuestra historia y nuestros precedentes, se ha hecho un vocablo desagradable y peligroso que revela mucho, negativo todo, sobre quienes lo emplean; su equivalente inglés carece al menos de su emotividad y su pompa, un equivalente imperfecto. 'El país', el país, era curioso. A Tupra se le había olvidado de nuevo que el suyo y el mío no eran el mismo, que yo no era británico sino español, probablemente un español de mierda. Esa fue la vez que más cerca estuve de creer que me había ganado su confianza sin que se hubiera él percatado, es decir, sin que hubiera mediado su decisión de otorgármela: cuando perdió de vista, bien entrada aquella noche, en su casa a la que casi nadie iba, ante la pantalla aún en blanco, a punto de enseñarme sus imágenes reservadas, que yo le servía a él mientras le servía, y por un sueldo, pero no a su
country.
Ni tampoco al mío, desde luego. En cuanto a él, era imposible adivinar hasta qué punto le rendía servicios laterales o frontales al suyo o si iba siempre tras el beneficio propio. Quizá ya eran cosas indistinguibles, en su cabeza. Añadió—: Prepárate, vamos allá. Ni una palabra a nadie, ¿queda claro? Y apretó en el mando el botón de avance.

Lo que vi a continuación no debería contarse, y yo debo hacerlo tan sólo a ráfagas. En parte porque algunas escenas me las pasó aceleradas, como me había anunciado, y por suerte me enteré de ellas a medias, pero siempre lo suficiente y más de lo que yo habría querido; en parte porque en algunos instantes —uno, dos, tres, cuatro; y cinco— volví la cara o cerré los párpados, y en una o dos ocasiones me puse la mano a modo de visera sobre los ojos, a la altura de las cejas, con los dedos prestos, para poder ver o no ver lo que ya estaba viendo. Pero vi o entreví lo bastante de cada filmación o episodio, porque además Reresby me instaba a mantener la vista al frente ('No, no te vuelvas, aguanta, mira, no te pongo esto para que te apartes, no te escondas', me ordenaba cuando yo rehuía la visión de un modo u otro, y dime ahora si a lo que has asistido antes es tan terrible, dime si he exagerado, dime si tiene la menor importancia'; y por 'antes' se refería a lo que había ocurrido o él había hecho ocurrir en el lavabo de los tullidos, en mi presencia y ante mi impotencia, o ante mi pasividad y mi miedo, o mi cobardía simple). En parte, por último, porque no me atrevo a contarlo o no soy capaz de hacerlo, no cabalmente.

A medida que miraba y entreveía y veía, un veneno me fue entrando, y si utilizo esta palabra, veneno, no es del todo a la ligera ni sólo metafóricamente, sino porque se introdujo en mi conocimiento algo que nunca había estado allí antes y me provocó una sensación instantánea de estar enfermando gradualmente, algo ajeno a mi cuerpo y a mi vista y a mi conciencia, en verdad una inoculación, y este último vocablo es preciso etimológicamente, pues contiene el término latino
'oculus',
del que de hecho procede, y por ahí penetraba mi inesperada y nueva dolencia, por los ojos que absorbían imágenes y las registraban y las retenían, y ya no podrían borrarlas como se borra la sangre del suelo, menos aún no haberlas visto. (Quizá sólo, cuando se hubieran curado, podría yo dudar de ellas: cuando hubiera pasado el tiempo que nivela y difumina y mezcla.) Así que entró en mí, como a través de una aguja lenta, lo que me era bien externo y desconocía completamente, lo que no había previsto ni concebido ni tan siquiera soñado, y tan de fuera venía todo que no me servía de nada haber leído en la prensa sobre casos parecidos, que allí siempre resultan remotos y exagerados, ni en las novelas, ni haberlos visto en el cine, del que jamás lo creemos todo porque en el fondo sabemos que es fingido, por mucho que nos desvivamos por los personajes o nos identifiquemos con ellos. Sin embargo las primeras escenas que me mostró Tupra en la pantalla tuvieron un engañoso elemento de comicidad relativa, por lo que aún no me costó bromear ni preguntarle al respecto (de haber empezado por las que siguieron, habría enmudecido desde el principio, seguramente):

—¿Qué es esto? ¿Porno?

Y eso fue como darle a Reresby la venia para ilustrarme hasta donde él quería —siempre poco, concisamente— acerca de aquella grabación inicial y también de las otras o de la mayoría, pues sobre dos o tres escena guardó un extraño y total silencio —o acaso era significativo—, como si no cupiera decir nada de ellas.

—No en la intención. Ni en los resultados —me respondió muy frío, mi comentario no le había hecho gracia—. Esa mujer es una alto cargo del Partido Conservador, de su ala más rancia, a día de hoy con expectativas altas de ascenso, como contrapeso tranquilizador para los votantes más rígidos; y como suele lanzar soflamas contra la degradación de la moral y las costumbres, y el sexo desenfrenado y todo eso, es interesante ver lo que hace en esta cinta, y algún día podría ser útil pasársela. Ahí no está su marido.

La escena era sin prolegómenos, quiero decir que probablemente se había montado a partir de lo fundamental tan sólo, o del grano, lo cual lamenté bastante, pues me habría gustado saber de dónde habían salido, o qué le habían propuesto, o cómo habían llegado a eso, los dos maromos que —
in medias res
el episodio, insisto— ya le estaban practicando un
sandwich,
los tres enrevesados sobre una moqueta verde un poco descolorida o quizá era problema de la filmación, de regular calidad aunque lo bastante nítida para que yo reconociera a la alto cargo, esto es, me sonara de haberla visto con anterioridad en la televisión, en el Parlamento o en las noticias. Hasta recordaba su voz de viento o más bien como de secador eléctrico, una de esas personas que, aunque lo quieran, no pueden o no saben hablar quedamente ni hacer la más mínima pausa, para sus allegados un tormento. Por suerte esa grabación carecía de sonido, o de otro modo, a la vista de sus gestos de gran embeleso doble ante las embestidas simultáneas de los maromos posterior y anterior —o eran intermitentes, una sincronización defectuosa, y a ratos un mal encaje, se soltaban—, sus aullidos nos habrían parecido un vendaval o un serrucho. Aquellos dos sujetos tenían pinta de funcionarios en la medida en que su escasa ropa permitía hacer apuestas, y ninguno era muy joven ni muy esbelto, y uno de ellos —con el pantalón sólo abierto, un rasgo de pereza más que de urgencia— llevaba unos tirantes muy tirantes sobre la desnudez de su torso, que le conferían un aire incongruente, como si fuera una mezcla imposible de oficinista y carnicero. En cuanto a la mujer, rondaría los cuarenta años y conservaba a su vez la falda, convertida en un mero cinturón arrugado, y no era muy atractiva pese a su notable busto a la vista, sin operar ningún pecho. Podían estar en una habitación de hotel o en un despacho, el estrecho campo visual no ayudaba a aclararlo, la cámara centrada sólo en los personajes fornicantes, aquellos dos mendas sí que eran 'guebrídgumas' plenos, lo estaban siendo en el acto. Desde luego parecía una película porno, de presupuesto bajo o casera y con intérpretes suplentes. Quién y cómo habría rodado la escena era por supuesto una incógnita, pero hoy cualquiera es capaz de hacerlo, hasta con un teléfono móvil e incluso sin estar presente, a distancia, y así nadie está libre de ser captado en las situaciones más íntimas, o en las más desaforadas.

Tupra aceleró al cabo de un minuto o menos y se lo agradecí, no valía la pena contemplar tanto esfuerzo para un final sin sorpresas. Llegué a distinguir una expresión, en la alto cargo, de complacido desconcierto a la conclusión de su emparedado, como si se estuviera diciendo: 'Qué bárbara, cómo he sido capaz de tanto. Tendré que volver a probarlo, a ver si me ha parecido lo que creo', Quizá era su primera duplicidad, una osadía. Mi jefe recuperó la velocidad normal entonces, para pasar en seguida al segundo episodio, este sí con sonido, que mostraba a dos conocidos actores y a un tercer individuo, para mí anónimo, soltando sandeces entre descompuestas risas y esnifando cocaína en un salón, en un sofá, las rayas listas sobre la mesa baja, gruesas si es que no bestias, las hacían disminuir como quien da sorbos a un vaso.

—No sé quién es ese —dije señalando al de la derecha y dándole a entender a Tupra que había reconocido a los dos juveniles astros.

—Un miembro de la familia real. Muy lejano en la línea de sucesión, muy secundario. Nos habría venido de maravilla que hubiese sido uno más prominente, más próximo. —Y aceleró la imagen de nuevo, era monótona, consistía todo en las carcajadas lelas y en el festín de polvo.

Aquel comentario me dio que pensar fugazmente, me pregunté por qué les habría venido de perlas (tomaba aquel 'nos' más por el MI6, o por el conjunto de los Servicios Secretos, que por nuestro grupo) que le diera a la droga nadie, o que fuera adúltero, o corrupto, o que delinquiera. Deberían haberse alegrado de que los principales parientes de la Reina no se pusieran ciegos de coca, como aquel trío.

—No entiendo —expresé mi incomprensión—. ¿Por qué os habría convenido eso? —Y así tuve a bien no incluirme.

Tupra congeló la imagen para contestarme.

—Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas
más
manchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de ver lo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizamos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.

Yo torcía un poco el cuello para mirarlo de reojo de vez en cuando, pero lo cierto es que Tupra, retrasado respecto a mi posición en su
pouf
me hablaba sobre todo a la espalda. Su voz me llegaba muy cercana y muy suave, era casi un bisbiseo grave, no tenía por qué alzarla, no había alrededor más que silencio. Aquel 'nos' penúltimo (nos atañe') había sido aún más amplio que el anterior, se sentía parte del Estado, representante suyo, quizá guardián, quizá servidor de la patria, pese a su tendencia a ir antes que nada tras el beneficio propio. Supuse que sería capaz de la traición él mismo, aunque sólo fuera por abastecer al país, por satisfacer sus necesidades.

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