Tu rostro mañana (19 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Y también pensé en seguida: 'Pero todo toca a su fin y los cheques se gastan hasta los números rojos, y yo no debo confiarme'. Y a continuación le dije:

—Está bien, pon ya lo que tengas que poner y acabemos. Es ya muy tarde y quiero volver a casa.

—Ah sí, es verdad —respondió él con ironía—. Tus luces encendidas. ¿Crees que ella te estará aún esperando? Si es así no te será fácil librarte más tarde, de su insistencia. —Miró el reloj y añadió—: Vaya plantón. ¿Le dirás de mi parte que lo lamento tanto?

Era el tipo de hombre al que le excita pensar en mujeres, en quienes sean, en la mera idea y más aún en las mujeres de amigos, y enviar mensajes a través de sus maridos o novios a las desconocidas. Piensa que así sabrán de él, que se enterarán de su existencia al menos y podrán sentir curiosidad y figurárselo, y así practica un coqueteo imaginario y sin objetivo.

—Ya te he dicho que nadie me espera ni tiene llaves mías, Bertram. —Me bebí mi copa de un trago, como para ir concluyendo algo—. Anda, dale ya, qué más quieres que vea. —Y señalé hacia la televisión con la barbilla.

El le dio de nuevo al botón de avance e inmediatamente al de aceleración, pero no puso ésta al máximo, sino en la segunda velocidad tan sólo, por lo que aún pude ver con relativa claridad las imágenes, aunque sin sonido, y eran todas desagradables en mayor o menor grado, con las peores siguió entrando el veneno, alguna aburrida o sórdida en el mejor de los casos, dos tipos de pelo canoso y piel rojiza tirados sobre una cama, esnifando cocaína en calzoncillos (cuánto material les daba la droga, quizá por eso ningún Gobierno quiere legalizarla, sería como disminuir los delitos), no tenían interés ni producían impresión alguna, me abstuve de preguntar quiénes eran, serían tipos conocidos o importantes, quién sabía si locales o del Canadá o de Australia, tal vez mandos de la policía, uno de ellos llevaba puesta una incongruente gorra de plato azul marino, ladeada; estuve a punto de jugar en mi contra, de ceder a una curiosidad jocosa cuando apareció en la pantalla un político español nacionalista al que todos vimos hasta el hartazgo (bueno, a lo de español él habría objetado), en el minucioso proceso de disfrazarse de señora ante un espejo de cuerpo entero, o más bien de anticuada puta, le costaba un mundo que le quedaran rectas las medias, se le torcían y arrugaban todo el rato y vuelta a quitárselas y a empezar de nuevo, rasgó dos pares y las tiró con lástima, también forcejeaba con una especie de faja, la visión era cómico-patética, en mi país habrían pagado una buena suma por ella, me tentó pero me refrené, y logré no pedirle a Tupra que me la pasara a su ritmo, quería terminar ya cuanto antes; cuatro individuos patibularios le pegaban una paliza en un salón de billares a un pobre hombre de edad avanzada y distinguido aspecto, lo arrojaban cuan largo era sobre el tapete verde y lo apaleaban con los tacos, empuñándolos por la parte más fina y vareándolo con la más gruesa, lo ponían boca arriba y a la primera le rompían las gafas, le seguían dando en la cara con los cristales saltando y a buen seguro incrustándosele a cada nuevo golpe, y después por todo el cuerpo, en las costillas y en las caderas y en las piernas y en los testículos, a veces iban a eso, con el taco en vertical se los buscaban, debieron de partirle las rótulas y las tibias, el hombre no sabía con qué cubrirse, debieron de quebrarle también las manos con las que trataba de protegerse en vano, cuatro son muchos palos que se alzan y bajan y se vuelven a alzar y siempre bajan, como las espadas. Aquí no pude reprimir un comentario:

—No me dirás que alguno de esos salvajes se ha hecho importante, que ahora tiene algún cargo. No me lo puedo creer, con esas pintas.

Tupra detuvo al instante la imagen, no iba a dejar pasar bestialidades sin que yo las viera, aunque fuera aceleradas. Quedó congelada en el pobre hombre cuando ya se habían retirado sus castigadores, inmóvil sobre la mesa, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, un amasijo con cortes e hinchado.

—No sería imposible, en absoluto. Pero no —contestó a mi espalda, esta vez yo no me había vuelto a mirarlo, y menos mal que fue así, pensé en seguida—. Aquí el importante es el viejo, a quien avergonzaría esta escena. Ten en cuenta que hay quien desea ocultar haber sido una víctima, tanto o más que haber sido un verdugo. Que hay gente dispuesta a mucho por que no se sepa lo que le ha pasado, lo que le han hecho tan humillante y bárbaro, y a más aún por que no se vea. Por que no lo vean ni se enteren sus seres queridos, por ejemplo, que sufrirían desconsolados y no podrían olvidarlo nunca, imagínate que este hombre fuese tu padre. Pero su importancia es distinta de la de los demás que has visto, es de otra índole. El no tiene apenas poder ni influencia, o no directos. Pero tú no sabes quién es, ¿sabes quién es? —Y sin dejarme contestar 'No' siquiera, me lo dijo—. Es Mr Pérez Nuix, el padre de nuestra Patricia. —Y pronunció el doble apellido a la inglesa, sonó como si hubiera dicho en su lengua 'Pears-Nukes', más o menos.

Fue entonces cuando pensé que era mejor que no estuviera viéndome el rostro. Sentí en él y en el cuello un calor repentino, abarcador, y a continuación por todo el cuerpo, como cuando lo pillaban a uno en el colegio con las manos en la masa, sin posibilidad de excusas ni de embustes. 'No lo engañé', pensé en el acto, 'y sabrá seguramente que lo intenté a conciencia. Que le mentí sobre Incompara, tal vez se dio cuenta desde el primer instante y así todo quedó sin efecto, de nada sirvió, él no picó e Incompara no obtuvo nada de lo que pretendía, y así la deuda no fue saldada, o al hombre se la cobraron con esa brutal paliza, por quién filmada, habrían citado al padre en aquellos billares para arreglar el asunto, una trampa, y lo más probable era que eso lo supiera de antemano Reresby, que supiera lo que en verdad lo aguardaba, mandara instalar allí una cámara oculta o pagara al encargado, o a un quinto patibulario que no aparecía en cuadro porque no participaba en la tunda y tan sólo la dirigía o la presenciaba para informar más tarde de su cumplimiento, y de paso la grabó con su móvil o su minicámara.' Los pensamientos se me agolparon y también una vergüenza intensa con ramificaciones diversas, o es que eran vergüenzas distintas, aunque simultáneas. Pero no podía descubrirme tan fácilmente, tras semejante revelación lo normal no era mi silencio, habría sido como reconocer que estaba al tanto de aquello, o de una parte, de algo.

—¿Y eso? —le pregunté nervioso. No era sospechoso, los nervios podían deberse al encarnizamiento que acababa de contemplar, sin sonido por suerte—. ¿Por qué? ¿A qué se dedica, qué les había hecho a esos tipos?

—Tenía muchas deudas de juego, y ya sabes lo que pasa a veces con eso. Nunca te las perdonan, según con quiénes las contraigas.

'Está disimulando', pensé, 'me lo cuenta como si yo no supiera, cuando debe de suponer que sé bastante. Me está probando. Quiere ver si me derrumbo y confieso o si me hago de nuevas hasta el final, sin soltar prenda. Querrá ver cómo me comporto cuando se me coge en falta.'

—¿De cuándo es este vídeo, cuándo fue esto?

—Relativamente reciente —contestó—. Hará un par de meses o menos.

—¿Lo sabe Patricia? Quiero decir, ¿ha visto esto?

Ella no me había contado nada, quizá por el absoluto fracaso de mi favor o de mi fingimiento: para qué darme la mala noticia que al fin y al cabo no me atañía, o hacerme sentir responsable, para qué más mezclarme. Tampoco me había informado de lo contrario, es decir, de que todo hubiera salido bien y la deuda estuviera zanjada, gracias a mis oficios en parte. Pero nunca se me había ocurrido que tuviera que hacerlo, de haber sido ese el resultado, y yo no había vuelto a preguntarle, una vez es una vez y eso hay que respetarlo, la primera no da pie a una segunda, de lo que sea, en contra de lo que muchos creen.

Tupra rió de nuevo como con una tos seca, eso indicaba sarcasmo o incredulidad ante lo que oía.

—No, cómo va a haberlo visto, por quién me tomas. Ya tuvo bastante con lo que llegó a ver en el hospital. El padre se pasó allí una buena temporada, no sé si ha salido hace nada, y aún está por ver cómo se queda, ya lo ves, tiene sus años, de algo así no se recuperará del todo, lo batieron bien, al pobre diablo.

Sí, allí estaba el pobre padre de la joven Pérez Nuix, al que ella querría tanto, congelado ante mis ojos en su más triste momento, los suyos semicerrados, la poca expresión que tenían era de desengaño, como si nunca hubiera esperado del mundo algo tan feroz en su carne, él era un hombre liviano que se aburría en el sufrimiento, me sentía culpable de lo que le habían hecho y esa era una de mis vergüenzas varias, quizá no había sido convincente al opinar sobre Incompara, se hace difícil mentir cuando uno no presta a su mentira ni el menor asomo de crédito, debía haberme esforzado más, haberle insistido a Tupra y haber suscrito mis palabras con mi pensamiento para convertirlas así en veraces, o quizá no era fallo mío y él había visto lo que había visto, que además era evidente: que aquel Vanni Incompara no era de fiar en nada y encima era un despiadado, Pérez Nuix lo habría captado pero habría necesitado engañarse, es lo que necesitamos todos, hasta los que tenemos el don, los más dotados, cuando la visión nos afecta y nos resulta insoportable. Tal vez había sido una empresa imposible, la de persuadir de lo contrario a mi jefe, que ahora me pasaba este vídeo con qué propósito, o era pura coincidencia y no lo había, al fin y al cabo yo podía haberme callado mi comentario y entonces él no habría detenido la escena, la habría dejado correr sin referirse a ella y sin contarme quién era la víctima. 'Y en cambio parece que me esté diciendo: "Mira bien, no me engañaste, mira en qué paró tu tentativa, Iago, no fraguó tu acción taimada y no hice caso de tus insidias, no tragué a tu recomendado y así no le permití acercarse, él montó en mayor cólera por causa de tus expectativas falsas, más habría valido mil veces que no se las hubieras creado, puede que entonces hubiera sido más magnánimo con ese viejo alegre y distinguido, compatriota tuyo, que le hubiera mandado un esbirro tan sólo y no cuatro, o con cortas porras de goma y no con largos y duros tacos, o que hubiera zanjado el asunto de otra forma, sin ira ni violencia acaso. Metiste la pata y me subestimaste, creíste poder confundirme y para eso te falta mucho. Te falta la vida entera". También puede ser que no esté diciéndome nada.'

—¿Y cómo no lo impediste, siendo el padre de Patricia? —Yo seguí haciéndome el loco, los caminos hay que andarlos hasta que los cortan mar, desierto, selva, precipicio o muro—. No irás a decirme que no estabas al tanto; que la cámara que rodó esto estaba allí por casualidad, que no tuviste nada que ver y compraste la grabación en el mercado. Mucha coincidencia, ¿no?, el padre de una compañera vapuleado.

Pero Tupra no se inmutó, o eso supuse. Yo seguía dándole la espalda, prefería no ver su expresión a cambio de que él no viera la mía. Su voz sonó tranquila:

—Claro que no fue coincidencia. Precisamente por atañer a una compañera nos la trajeron, nos la ofrecieron. Pensaron que podría interesarnos, para saber de sus puntos flacos o para tomar represalias contra los agresores. No te creas que nos contamos mucho de nuestros problemas personales, en el grupo. Pat no cuenta casi nada. De no ser por esto, yo me habría enterado tan sólo a medias. Ella sólo me dijo que su padre había sufrido un accidente y estaba hospitalizado. No solemos mezclar, tú ya lo has visto.

—¿Y no las habéis tomado, represalias? ¿Tampoco en este caso habéis tomado medidas? ¿Y por qué guardas la cinta?

—Aquí nada se tira, ya te lo he dicho, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe. Represalias, de momento no vale la pena, esos cuatro no son nadie, hacen esto como otras cien cosas para cien amos distintos, y ya caen solos de vez en cuando sin necesidad de ir por ellos, están hechos a la cárcel. En cuanto a los que están detrás, es mejor esperar, como tantas veces, a una mayor utilidad futura, ya te lo he explicado.

—¿Era esto lo que querías que viera? —Sabía que no, de haberlo sido no lo habría pasado acelerado, arriesgándose a que yo no hablara nada y así no le diera oportunidad de ilustrarme. Aún le quedaba más veneno por inocularme, o más tormento al que someterme.

—No, no es esto. Venga, sigamos.

Y volvieron a aparecer más escenas veloces aunque no demasiado, mudas, seguía pudiendo ver lo principal de ellas, vi cómo un hombre le chillaba a otro metido en un coche, en un garaje, quiero decir uno particular, no un estacionamiento público, le chillaba de pie inclinado, con un codo sobre la ventanilla abierta que le impediría al otro subirla, las dos caras tan juntas que le debía de arrojar saliva, vi cómo sacaba una pistola de su chaqueta, un movimiento muy rápido, y apoyaba el cañón bajo el lóbulo de la oreja de su adversario o de su abroncado, vi cómo no tardaba ni tres segundos más en apretar el gatillo y dispararle allí bajo el lóbulo, a quemarropa. Me llevé la mano a los ojos, para verlo sólo entre los dedos, es una estupidez, vi saltar sangre y pequeños huesos, pero así cree uno ver menos o dejar de ver en cualquier instante, aunque no llegue ese instante porque los dedos no se cierran nunca del todo. La sangre salpicó al asesino, eso no pareció importarle, tendría una ducha cerca o en su coche otra camisa, otro traje, o acaso era aquel su garaje, el de su casa, se dio media vuelta y salió de cuadro volviéndose la pistola al bolsillo, fue una secuencia muy breve, por el tipo de pantalones —un poco cortos y estrechos, grises pero brillantosos— habría dicho que era americano, para que Tupra conservara el vídeo debía de ser de la CÍA o algo así, del Ejército, me abstuve de hacer preguntas, quizá estaba ahora en su cúpula, quién sabía nada, lo sabría Reresby.

Sin solución de continuidad vi una muerte a martillazos o deduje que era una muerte, una mujer empuñaba el arma, de treinta y tantos, llevaba falda y tacones y un collar de perlas colgándole sobre un ajustado jersey de pico, entonadas las tres prendas en verde, parecía salida de los años cincuenta o de los primeros sesenta, una secretaria o una ejecutiva o una empleada de banco, en todo caso una oficinista, derribaba a un hombre bastante más alto de un salvaje martillazo en la frente, era de mi edad o de la de Tupra pero más pesado y ancho que nosotros, en una habitación de hotel seguramente, el hombre fornido caía de espaldas y ella se montaba sobre él a horcajadas y seguía dándole con el martillo, machacándole el cráneo siempre, por eso di por descontada su muerte, cuánto pánico le tenía o cómo debía de odiarlo, el collar le bailaba, se le remangaron las faldas, extrañamente no llevaba medias pese al otoñal atuendo, quizá se las había quitado antes y quizá las bragas para follar vestida o las bragas no hace falta, o él a ella para violarla y habría querido tenerla así encima o debajo con las piernas abiertas, quién sería ella entonces, quién ahora y quién la víctima, continué sin decir palabra, esta grabación terminó abruptamente, la mujer con el martillo en alto como Tupra con su espada, aún no había puesto fin a sus golpes, no pude evitar acordarme de la rara actriz Constance Towers en aquella película antigua,
The Naked Kiss
era su título y en España
Una luz en el hampa,
algo ridículo, hacía algo parecido en la primera escena pero no con martillo sino con su zapato afilado o con un teléfono, y se le caía la cabellera en mitad de su crimen, resultaba ser una peluca rubia y se quedaba calva ante los espectadores, quizá era eso lo que más impresionaba, como en el falso caso de Jayne Mansfield, y también me cruzó el pensamiento la temida imagen de Luisa con la que había fantaseado en mis peores momentos o en los más alterados, atacada por aquel que me sustituyera, el hombre torcido que no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse, ojalá tenga un martillo a mano para que no sea ella quien muera sino que muera el hombre torcido, el despótico y posesivo que no es así en los primeros pasos y encuentros, sino deferente, respetuoso y aun precavido, el que no se queda a dormir nunca ni aunque se lo imploren, como yo mismo, y se viste de arriba abajo de nuevo pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y al salir a la calle lleva otra vez sus guantes puestos, ese hombre tan parecido a Tupra.

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