Tu rostro mañana (23 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

En cada sitio tuvimos una sola reunión en la que yo pudiera ser útil como intérprete, de lenguas o de personas, y en Tupra vio a más gente, como supuse, fue por su cuenta y no me invitó a esos encuentros. En Bath se alojó en un hotel distinguidísimo (Mulryan y yo en otro sólo agradable, nuestra jerarquía era distinta), el Royal Crescent si no recuerdo mal el nombre, en el cual vivía 'casi permanentemente', dijo mi jefe, un millonario mexicano, 'oficialmente retirado pero aún muy activo a distancia y desde la sombra', con el que deseaba llegar a unos acuerdos. Aquel hombre, de avanzada edad, pelo y bigote blancos, con vestigios de apostura o ésta en vísperas de derrumbarse, parecido al viejo actor César Romero y apellidado Esperón Quigley, hablaba un esmerado inglés con mal acento (les sucede a muchos latinos de los dos continentes), y mi concurso sólo fue necesario en unas cuantas ocasiones, cuando la dicción del caballero resultaba tan opaca para el oído inglés puro de Tupra y el medio irlandés de Mulryan que las correctas palabras se les hacían irreconocibles, en la extravagante pronunciación de Esperón Quigley. Como de costumbre, no presté atención a lo que dirimían, no era asunto mío, a priori me aburría y prefería no enterarme. El resto del tiempo me quedó libre, y me dediqué a pasear, a contemplar el río Avon, a visitar los baños romanos y algunos comercios de antigüedades y releer a Jane Austen en un sitio en el que ella había estado unos años de escasa fertilidad literaria, así como alguna página de William Beckford, que se recluyó allí largo tiempo y vivió y murió a disgusto, lejos de su querida abadía o mansión de Fonthill que lo había conducido a la ruina. En una de mis vueltas por la ciudad me topé asombrado con una tienda, una joyería y relojería de copete más bien mediano, que se llamaba Tupra inverosímilmente. No estaba lejos de otra con más pretensiones que, si no me falla la memoria, se anunciaba en el escaparate como proveedora del Almirantazgo (me imaginé que se referiría sólo a relojes, y no a pe-druscos y abalorios para la marinería). Cuando le mencioné la coincidencia a Tupra, me contestó secamente:

—Oh sí, ya lo sé. Nada que ver. Ninguna relación en absoluto. Ninguna. —Podía ser cierto o falsísimo, y el relojero ser su padre. Pero no me atreví a insistirle.

Aun así no pude dejar de hacerle una broma privada, como se dice en su lengua:

—En todo caso sería más propio que la provisión al Almirantazgo la hiciera la relojería Tupra y no otra cercana que he visto que se encarga aquí de eso. Aunque sólo sea por tus relaciones, por nuestras relaciones con el antiguo OIC, ¿no te parece?—Recordaba las palabras de Wheeler aquel domingo antes del almuerzo, en Oxford, cuando me habló de las dificultades para reclutar a los integrantes iniciales del grupo, nada más creárselo: 'Hubo que peinar a toda velocidad el reino. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído, el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades'. Y vi una expresión de extrañeza y vago recelo en Tupra (como si se preguntara cuánto más sabía, y si me habría subestimado en mis aprendizajes), al oír en mi boca aquellas siglas pretéritas, que era raro que conociera un español del siglo XXI, y aun de la segunda mitad del XX.

También me dejó ratos libres durante los dos días de Edimburgo, y allí paseé de nuevo y releí a sus dos hijos mejores, Conan Doyle y Stevenson, algunos cuentos, y subí hasta Calton Hill para divisar la vista que más entusiasmaba al segundo, deslumbrante pese al transcurrido tiempo. De él me llevé asimismo unos poemas y un librito sobre la ciudad,
Picturesque Notes
era el subtítulo, de 1879 nada menos. Hablaba allí de Greyfriars, y contaba cómo cerca de este cementerio ajardinado, desde la ventana de una casa ya entonces demolida cuyo emplazamiento le señaló un sepulturero, vigilaba el ladrón de cadáveres Burke, que junto con su compinche Haré los sacaba de sus tumbas aun frescos para venderlos a los científicos y anatomistas, y había acabado por asesinar a gente para acelerar el proceso y que no decayera el comercio: 'Burke, el hombre de las resurrecciones', decía Stevenson con ironía, 'infame por tantos asesinatos a cinco chelines por cabeza, solía sentarse acto seguido, con pipa y gorro de dormir, a ver pasar los entierros de camino hacia la hierba'. Ese era uno que no había tenido paciencia, pensé, para que se le aparecieran los rostros mañana, y prefería verlos desfilar, fumando, como eran ayer y para siempre.

Y a Tupra le leí en voz alta, en el viaje en tren hacia Edimburgo, los dos
solos,
unos versos que Stevenson había escrito hacia el final de su vida en los Mares del Sur, en Apemama, con verdadera y extraña nostalgia por 'nuestra ciudad ceñuda': 'El viento vomitante del invierno, la arrojadiza lluvia, el infrecuente y bienvenido silencio de las nieves, la mañana tardía, el día macilento, la noche, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna, ¿os acordáis? Ah, si pudiera uno olvidarse', decía, echando sinceramente de menos tan desolador panorama. Y más adelante añadía: 'Cuando la luz de mis ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido vendrá sino el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso y desesperanza?'. Y en otro poema aún le persistía el mismo espíritu, desdeñando los mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había buscado, y añorando terriblemente 'nuestro borrascoso clima' de Edimburgo: 'Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama, sentado en la lejanía, a levantarme, con diligencia volver atrás sobre mis numerosos pasos, y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella notable ciudad de los muertos'. Así que le leí estos versos, claro está que en su lengua, en la de Tupra y en la de los versos:
'The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night...'.

—¿Tú crees que sucede así siempre, Bertram? —le pregunté, lo llevaba sentado enfrente, él en el sentido de la marcha, yo en el contrario—. Tú que sabes de muertes —añadí con algo de mala idea—, ¿crees que al final todos nos volvemos hacia el lugar primero, por humilde o deprimente o tenebroso que fuera, por mucho que nuestra vida haya cambiado y se hayan transformado nuestros afectos y hayamos alcanzado inimaginables fortunas y logros a lo largo del trayecto? ¿Crees que uno acaba por mirar siempre de nuevo hacia su pobreza, o su degradado barrio, o hacia la pequeña ciudad de provincias o el mortecino pueblo desde el que se asomó, al resto del mundo, y del que durante tantos años salir pareció imposible, y que entonces se echa todo eso en falta? Se cuenta que los muy viejos recuerdan sobre todo su infancia y casi se encierran en ella, mentalmente, y que tienen la sensación de que todo lo habido en medio, entre aquel periodo lejano y su presente declive, sus codicias y sus pasiones, sus combates y sus reveses, ha sido falso, una acumulación de distracciones y errores, y de inmensos afanes por cosas que en realidad no importaban; y se preguntan si no ha sido todo un interminable rodeo, una travesía inútil para regresar a lo esencial, al origen, a lo único que de verdad cuenta... cuando se llega a fin de cuentas. —Y pensé entonces: ¿Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento—. Tú sabrás mucho de eso, habrás estado en la muerte de muchos. Y ya ves lo que le sucedía a Stevenson: recorrió medio mundo y al final sólo pensaba en su ciudad natal, desde la Polinesia. Mira cómo empieza este otro: 'Los trópicos se difuminan, y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más alto, desde el AMerrnuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a mirar...'.

—Esos son montes cercanos a Edimburgo —me interrumpió Tupra como si fuera una nota a pie de página, y se quedó callado. Yo esperé a que respondiera a mis preguntas, a que añadiera algo más. No le había leído los versos tan sólo por gusto y para matar el tiempo del viaje. Y si le había mencionado degradados barrios y provinciales ciudades había sido confiando en que tal vez se diera por aludido y pensara en Bethnal Green, si es que de allí procedía, o en el relojero de Bath, si es que con él había pasado parte de su niñez, por ejemplo, y me hablara un poco de ellos. Pero Tupra sólo contestaba a lo que quería, lo tenía bien sabido—. Stevenson se marchó a Samoa por su salud, principalmente, que yo recuerde —dijo al cabo de unos segundos—, no por ansia aventurera. Y además él no era viejo. Murió a los cuarenta y cuatro años.

—Eso da lo mismo —contesté yo—. Cuando escribió estos poemas debía de notar que su fin estaba próximo, y sólo se acordaba, con enorme nostalgia, del inhóspito lugar de su infancia. Fíjate en lo que dice en estos versos: '...y cuando la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose...'. Ves, ni siquiera la cercanía de su mujer le cuenta, o prevé que no va a contarle, en su última conciencia del mundo, en sus últimos instantes, sino sólo las momentáneas visiones del pasado que 'refulgen y se esfuman y perecen'... Y mira con qué claridad termina: 'Esas yo recordaré, y luego todo lo olvidaré', así dice.

Tupra se quedó pensativo un momento. Nadie se resiste a un análisis de textos, lo sé por experiencia.

—Cómo puede ser. ¿A ver? Repíteme lo del amor insignificante,

Y se lo repetí:


'Yet when the voice of love shall fall insignificant on my closing ears...'

—Tonterías —me cortó Tupra.
'Nonsense',
fue la palabra en su lengua—. Eso no fue lo mejor que escribió Stevenson. Desde luego no era un gran poeta. —Volvió a quedarse callado, como para subrayar su veredicto, y después añadió, para mi sorpresa—: Pero léeme más, anda.

A casi todo el mundo le gusta que le lean en voz alta. Y volví a ello:

—'Situada a lo lejos entre campos y bosques, veo a la ciudad surgir espléndida de sus bancos de humo, rocosa, con torreones y agujas, su fortaleza virgen embanderada...' —Y mientras seguía miré con disimulo a Tupra y lo vi complacido, pese a que no le gustaran los poemas de Stevenson—. 'Allí, sobre la extensión soleada de una colina, junto a la casa de los reyes, reposan los muertos, mis muertos, los de palabra fuerte y pronta. Sus obras, donde la sal se incrusta, aun perviven; el mar acribilla las torres que erigieron; la noche se estremece atravesada por sus luces intensas. Los artífices, uno tras otro, aquí, en esta enrejada celda donde la lluvia borra y el orín consume, se hundieron en el silencio eterno...'

Y quién sabía si a él nadie había vuelto a leerle desde la infancia.

Allí, junto al Firth of Forth y el Fife, en Edimburgo, requirió mis servicios solamente una noche, para otra cena-
cum
-celebridades o
cum
-mamarrachos que también era cena
-cum-Dick
Dearlove, o el cantante planetario a quien así he llamado. Por suerte no me obligó a asistir al concierto que éste ofreció en el Festival previamente, aunque sí a fingir ante todos que me lo había tragado del primer al último acorde con indescriptible entusiasmo: 'Acuérdate de mencionar la interpretación fabulosa de
"Peanuts from Heaven”
y la milagrosa de
"Bouncing Bowels”
esas dos las incluye siempre en versiones heterodoxas, cada vez suenan distintas aunque sean ya clásicos suyos', me advirtió por si acaso me preguntaba alguien o el mismísimo Dearlove, cerca del cual se las ingenió para sentarme. 'Con el pretexto de entretener a esos dos compatriotas tuyos que ahora lleva a menudo en su séquito, procura darle charla, aun a riesgo de resultar entrometido y pesado, lo más que puede ocurrir es que no te haga caso o que se cambie de lugar para evitarte. Hablale de su tremendo éxito en España, y no se lo circunscribas al País Vasco, por lo que más quieras: eso podría ofenderlo aunque sea cierto, por local y limitado. Llama su atención, cáele en gracia, invítalo a tomarse confianzas, sonsácale lo que puedas sobre su supuesto simbolismo sexual, allí donde vaya, él se lo cree, en todas partes. Que se sienta halagado y propenso a jactarse, invéntate gente española que sabes que está por sus huesos, que daría lo que fuese por echarle mano al paquete, conocidos tuyos, gente real cuya figuración lo encienda, jovencitos, tus propios hijos, ¿qué edad tienen?, no, son demasiado niños, pues sobrinas y sobrinos tuyos, lo que sea, sondéalo a ver qué te cuenta, después de las actuaciones está agotado a la vez que eufórico, se le suelta la lengua y anda con la guardia baja, por la excitación y las aclamaciones por lo que se haya metido antes para aguantar el desenfreno, no sé cómo no ha reventado ya, tantos años sometiéndose a estas superconcentradas sesiones de gloria. A mí me conoce demasiado, pero con un desconocido al que no va a volver a ver (no creo que te recuerde de la otra vez), con alguien como tú puede que largue mucho más que conmigo o que con cualquier otro inglés, se sentirá más impune y a los divos les gusta presumir sobre todo con los recién llegados, también necesitan renovarse el auditorio de impresionables. Ojalá te contase alguna aventura, algún triunfo sexual llamativo, alguna hazaña, tú ve por ese camino aunque te parezca impertinente, ya te digo, lo peor que pasaría es que te diera la espalda y no quisiese entrar en materia. A ver si lo confirmamos, si nos hacemos una idea más clara de hasta qué punto sería o es capaz de poner en peligro la visión de su biografía, de en qué medida se arriesgaría a exponerse a ese horror narrativo tuyo, y a acabar engrosando las filas de la hermandad Kennedy-Mansfield, de las que ya no existe deserción posible.' Así hablaba Tupra a menudo, en particular cuando nos daba instrucciones o nos hacía encomiendas, con una mezcla de coloquialismos y de expresiones desusadas o singulares suyas, como si en esa habla se fundieran sus probables orígenes arrabaleros y su indudable formación oxoniense, me costaba recordar que de medievalista y en la frecuentación de Toby Rylands, o es que la figura de éste se me iba borrando, absorbida por la de su hermano Peter, hay ciertos vivos que incorporan o abarcan, o se superponen a los muertos que les fueron próximos, y hasta los tachan.

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