Tu rostro mañana (48 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Había interpretado o deducido a Custardoy y además tenía datos, me habían bastado ambas cosas para condenarlo. Pero qué mala o qué buena suerte —cómo lo lamento, cómo lo celebro—, aquel hombre me recordaba a mi bailarín satisfecho al que estaba agradecido a distancia, sin duda de ahí me venía la inexplicable simpatía mezclada con la profunda aversión que me inspiraba. Quién sabía si se parecerían en más aspectos, si tendrían más afinidades aparte de la sonrisa grata y de las físicas y superficiales: cuando Custardoy hacía esbozos y tomaba notas ante el cuadro del Parmigianino tal vez estaba tan concentrado en ello como mi vecino en sus danzas, tan feliz y contento, y acaso cuando pintara en casa, cuando copiara o falsificara, se abstrajera todavía más y se desentendiera del todo de cuanto nos gasta y consume. Y el bailarín se hacía acompañar a menudo de dos mujeres, como él se llevaba a veces a dos a la cama en su necesidad de desdoblamiento o de vivir más de una vida. Fue eso, sobre todo eso, lo que me hizo renunciar a matarlo, una tontería, una ridiculez, un relámpago del pensamiento azaroso y superfluo, de la duda o el capricho o un estúpido arranque, una asociación inoportuna de los volubles recuerdos, o fue más bien del tuerto olvido.

Sin decir nada me acerqué a la chimenea que le había envidiado y a continuación fui muy rápido, como si estuviera distraído o más bien ocupado, mi actitud fue de trabajo como lo fue la de Reresby desde que llegó al pulcro lavabo. 'Ahora tengo su frialdad', volví a pensar; 'ahora sé cómo espantarlo, ahora ya me veo y es cuestión de verse y entonces sí se quita uno los problemas de en medio; ahora puedo calcular el golpe, bajar la espada y no segar, subirla y luego abatirla para no cortar nada y aun así darle un susto de muerte que lo hará no acercarse nunca más a nosotros, a mí ni sobre todo a Luisa.' Cogí un atizador, y sin darle tiempo a prepararse ni tan siquiera a preverlo, lo golpeé con todas mis fuerzas en la mano izquierda que apoyaba sobre la mesa, lo mismo que la derecha. Oí cómo se le rompían huesos, lo pude oír nítidamente a pesar del aullido que soltó al mismo tiempo, se le retorció de dolor la cara bronca y obscena y fría que en aquel instante ya no fue nada de esto, e instintivamente se agarró con la otra la mano rota.

—¡Me has roto la mano, cabrón, joder! —Fue una reacción normal, en realidad no sabía lo que decía, el dolor lo había hecho olvidar momentáneamente que aún le apuntaba con una pistola y que lo último que le había dicho era '... porque tú no le vas a contar nada de esto'.

Levanté el atizador de nuevo y ahora, con menos fuerza —sí, ya podía calcular los golpes—, le rajé una mejilla, le hice uno sfregio o un chirlo bastante mayor y más hondo que el que cosechó Flavia Manoia, aunque sin tocarle apenas hueso. Se llevó la mano sana a la mandíbula, a aquella mejilla —era la derecha—, y me miró con pánico, con miedo no ya cerval sino atávico, el de quien no sabe si le van a caer más tajos ni cuántos porque así son las espadas y así son las armas que no se sueltan y que no se lanzan, las que matan de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ellas mientras hacen su estrago y las clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran. Yo no hice nada de eso, ni siquiera era el arma adecuada para todo eso, ni siquiera era un arma sino un utensilio.

—Las manos encima de la mesa, te he dicho. —Y monté de nuevo la pistola, aunque sin pasar el índice al gatillo.

Me miró con estupefacción y renovada alarma, o era de otra índole, se le habían vuelto a separar los ojos después de juntársele momentáneamente. Sé lo que se le pasó por la cabeza en aquel instante, debió pensar: 'No, por favor. Este chalado me va a romper también la otra mano, con la que pinto'.

—No. ¿Para qué? No. Ni hablar —dijo.

Así que no me quedó más remedio que ponerle el cañón en la sien, para que se lo tomara en serio, junto a su amplia frente, junto a sus entradas, aunque ahora yo estuviera seguro de no ir a pegarle un tiro. Él no podía estarlo, no tenía ni idea y esa era mi gran ventaja, que no pudiera interpretarme, en realidad nadie puede en semejantes circunstancias, ni los mejores. No habrían sido capaces ni Wheeler ni Pérez Nuix ni Tupra, su informe sobre mí decía, el del viejo fichero: 'A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'. No sabía Custardoy entonces que yo no encierro peligro, pero sí que hay que temerme.

—Que las pongas. —Y se lo dije con calma, no me pareció necesario alzar la voz ni añadir un taco—. ¿O qué prefieres, que te meta una bala y ya no haya nada? No me cuesta hacerlo, es un instante. —Sí, qué raro es que alguien lo obedezca a uno en todo, que esté a su merced para lo que uno quiera.

Cerró y apretó los ojos al sentir el metal viejo en la piel, esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire y la destroza una bala. (A Custardoy le asomaba sangre por el corte de la mejilla, pero no le caía, sólo se le iba espesando donde tenía la herida.) Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; la palidez le cubrió aún más el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente y se aguarda el instante. Al igual que De la Garza, prefirió aguardar sin ver nada, los párpados le temblaban o palpitaban —quizá le corrían enloquecidas las pupilas debajo—. Y las puso, ya lo creo que las puso, las manos sobre la mesa, la dañada y la sana, aquélla con dificultad, no la pudo extender del todo, o dejarla plana. Y yo volví a ser rápido, no esperé más ni me entretuve, me hartaba su compañía y quería salir de allí pronto; también su cara me hartaba pese al parecido benigno, le di un segundo golpe y un tercero seguido con el atizador en la misma mano que antes y con la misma fuerza, creo que esta vez le rompí los dedos por debajo de los nudillos, o algunos de ellos, ese me pareció el sonido. Soltó otros dos aullidos y se la agarró con la derecha aún intacta, eso no podía evitarlo, que la una consolara a la otra, la izquierda la tenía hecha un asco pero se la vi muy poco, no quería mirarla ni contemplar mi obra como sí había visto las manos quebradas del padre de Pérez Nuix con las que trataba de protegerse en vano sobre una mesa de billar, en un vídeo, no quería enterarme del todo del estropicio que le había hecho, si no lo veía bien se me haría más fácil creer que todo había sido un sueño como de país extranjero, creerlo más tarde, en los años venideros y también de regreso al hotel dentro de un rato (tenía billete de vuelta y mi extranjero era España, para mí lo era ahora en parte y me iba). Con todo su dolor, a Custardoy le debió de parecer poca cosa, una suerte, había temido por su mano buena, y un disparo en la sien a bocajarro. Pero aún tuvo valor para quejarte. Dentro de su pánico era duro, nada que ver con el capullo.

—Qué quieres, joder —me dijo—, dejármela inservible.

Y entonces yo le dije lo que quería:

—En la derecha no te he hecho nada, pero puedo dejártela como la izquierda o peor. Hoy u otro día, a ti te encuentro cuando me dé la gana. Puedo dejártela, en efecto, inservible, y que no vuelvas a coger un pincel en tu vida. —Y aquí me fue imposible no recordarme una vez más a Reresby, cuando me dio instrucciones para De la Garza y yo se las fui traduciendo a mi compatriota tirado en el suelo, Tupra había soltado una fluida retahíla de órdenes como si lo tuviera todo muy pensado, yo debía dar la misma impresión de determinación y sapiencia o era presciencia, darle los planes hechos y masticados, decirle lo que iba a ocurrir y lo que él haría.

Custardoy había entreabierto los ojos para calibrar su daño y yo no le había vuelto a poner la pistola en la sien tras el segundo y el tercer golpe en la mano. Su mirada estaba turbia y como desviada, aturdida, pero también tenía algo de vengativo. Sin embargo me pareció que el afán de venganza que la animaba sin fuerzas era sólo hipotético, como si comprendiera que debía renunciar a ella por mucho que la deseara, o nada más pudiera verla como esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, de manera no muy distinta de como prefigurarían y acariciarían el Juicio los humanos de la fe firme durante muchos siglos, esto es, como algo que les sería dado en la larga muerte y que nunca podrían tomarse en vida. Yo había apartado la Llama de su frente al atizarle, ahora pensé que ya ni siquiera me hacía falta blandirla, la amenaza de destrozarle la mano derecha lo había hundido del todo, lo había vencido, sobre todo porque él ignoraba si aquello iba a suceder allí mismo inmediatamente, y tenía ante sí la visión de la izquierda, y la sentía, su dolor debía de ser enorme. La coleta se le veía aún más ridicula en aquel estado, la corbata también, el bigote más ralo, su aspiración de elegancia, en aquellos momentos era un hombre iracundo pero temeroso, casi implorante, frenado en su ira indefinidamente. Aun así no guardé el arma. Y me imploró en efecto, aunque enmascarando el tono. Sus frases sonaron más como un reproche que como un ruego, pero decían lo que decían:

—No me hagas eso, joder. Con la mano derecha me gano la vida. No me jodas, ¿qué coño quieres? —Los tacos enmascaran mucho, ya lo creo, por eso los usa casi todo el mundo en España, el país más pueril y bravucón que conozco: para parecer más arrojado. Pero Custardoy ya me había pedido algo ('No me hagas eso'), y en esta ocasión no me vería envuelto por ello ni enredado ni anudado; al contrario, tiraría de navaja o filo para cortar aquel desagradable vínculo que nos apretaba: a Luisa y a mí, aunque lo hubiera establecido ella por su cuenta y riesgo. Sólo tenía que limitarme a decirle a aquel tipo: 'Esto otro querré a cambio'. —Yo me voy a ir ahora tranquilamente y tú te vas a estar quieto durante treinta minutos desde que yo salga, sin moverte de aquí ni llamar a nadie aunque te duela: te aguantas. Luego llama a un médico, ve a un hospital, haz lo que te dé la gana. Te llevará un tiempo curarte esa mano, si es que la recuperas del todo algún día. Piensa siempre que podía haber sido peor, y que siempre estaremos a tiempo de darle a la otra, o de cortártela con una espada, tengo un amigo muy ducho al que le encanta la espada, allí en Londres. Mientras se te cura, te largas de la ciudad, sé que no te falta el dinero para pasarte una temporada en un hotel, un sitio que te guste, un lugar con museos, un buen descanso. Y si no, te las compones. No quiero que te vea Luisa en este estado, ni por asomo debe asociar lo que te ha pasado con mi estancia en Madrid. La llamas y le dices que te has tenido que marchar inesperadamente. Un encargo importante y urgente, la copia o la reparación de algún cuadro, o de varios, en Berlín, en Burdeos, en Viena o en San Petersburgo, me da lo mismo. O mejor más lejos: en Boston, en Baltimore, en Malibú, un océano por medio, allí hay famosos museos podridos de pasta que podrían hacerte encargos, ya tú te lo inventas. La llamas desde el móvil o desde algún teléfono con número oculto, para que no pueda comprobar dónde estás realmente. Por mí, como si prefieres convalecer en Pamplona, me da igual dónde te vayas. Pero a ella le cuentas que estás muy lejos y muy ocupado y que ya la irás llamando cuando puedas, no se le vaya a ocurrir dejar a los niños unos días con alguien e ir a verte, si te cree cerca.

—No me dejará marchar sin despedirse, sobre todo si me voy a ausentar una temporada —me interrumpió Custardoy. Pero no me importó, porque aquello significaba que entraba en el plan y que lo estaba acatando, y que yo no tendría que machacarle la otra mano o plantearme si en efecto lo hacía, porque y luego qué, si lo hacía: no me quedaría ya nada para convencerlo y le habría de pegar un tiro, y eso ahora ya me parecía imposible. Había perdido todo calor, el que tuviera. Había adquirido la frialdad de Tupra momentáneamente, pero no tanta. Quizá ni siquiera Tupra tuviese tanta: no había cortado la cabeza, al fin y al cabo.

—¿No me entiendes? No podrá despedirse por mucho que quiera, porque cuando la llames ya te habrás largado, la llamarás desde fuera, ¿está claro?

—Le parecerá muy raro.

—Haz que no se lo parezca. Las emergencias existen, y los imprevistos. Y tampoco os veis a diario, ¿no? Tampoco os habláis a diario. —No esperé a que me contestara, prefería que no me contestara—. Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos, con menor frecuencia, hasta que cesas del todo de aquí a quince días. De aquí a quince días ya no das señales, ninguna, y si ella te localiza te muestras evasivo e irritado. Y cuando ya estés curado y regreses (si es que se te llega a curar esa mierda de mano que te he dejado), tampoco la llamas en absoluto. Antes o después se enterará de que estás de vuelta por alguien, y si para entonces aún le interesas, será ella quien te busque o te llame a pedirte explicaciones. Se las das entonces. Se las das con crudeza y con chulería, no creo que te cueste nada, lo habrás hecho cien veces. Ella ya es pasado para ti, ni te acuerdas. En las playas de Malibú has conocido a la nueva Bo Derek, a una vigilante, a la hija de Getty, a quien te dé la gana. O a una heredera de Boston con la que te casas, lo que sea. Le dejas claro que se acabó, que se largue, no quieres ni verla. Y no la ves más. Desde hoy mismo, ¿entiendes?, tú ya te has despedido. Y si le dices una sola palabra de lo que ha ocurrido aquí, de esta visita, si haces que se lo sospeche o que remotamente se lo imagine, ahora o más adelante, aunque sea dentro de diez años, te quedas sin mano derecha, ya lo sabes. —'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear. ' Me vinieron a la cabeza aquellos dos versos de la canción de Laredo: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Custardoy abrió un poco más los ojos broncos, tenía un aspecto súbitamente envejecido, como si el cansancio inmediato que procura el alivio le hubiera echado de golpe diez años encima. Se acariciaba la mano tullida con mucho cuidado, debía de estar impaciente por terminar, por perderme de una vez de vista y acudir a un médico o a un hospital, por que le quitaran el dolor de alguna forma.

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