Tu rostro mañana (60 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

—¿A la propaganda negra se la llamó también 'el juego negro'? ¿Son lo mismo? Antes utilizó usted esa expresión.

—Sí —respondió—. Bueno, no sólo a la propaganda. A todas las operaciones negras. No sé si fue también Crossman o Delmer quien la inventó, esa expresión. Según ellos, los americanos, que nos copiaron en parte la subversión y desde entonces les ha encantado aplicarla (con cierta patosidad, eso sí), no aprendieron nunca a ejercerla como nosotros, como un juego dentro de la gravedad. Ni, lo que es peor, a renunciar a ella en tiempos de paz. Hubo un libro de hace veinte o veinticinco años que se titulaba así, The Black Game. Yo lo leí, de un tal Howe.

—¿Sabe si se la llamó también 'el juego húmedo'? —'The wetgame' fue lo que dije, ahora estaba casi seguro de que era 'wet gamblers' lo que había salido de los labios de Pérez Nuix la noche de su visita sin avisar.

—Lo he oído menos, pero puede que sí. Tal vez porque las operaciones negras a menudo traían derramamiento de sangre. Las blancas, en cambio, rara vez; eran secas. ¿Pero dónde estábamos? —añadió con un poco de irritación—. ¿Por qué te estoy contando esto? Ay Dios, se me ha vuelto a olvidar. —En inglés dijo 'Oh dear me' que no tiene equivalente exacto en español, pero en realidad a Dios no lo mencionó. Quizá su memoria ya no abarcaba tanto, desde el principio de una historia hasta su final. Quizá sólo en eso se le notaba su decadencia reciente. Perdía de vista el hilo inicial, aunque también lo recuperaba con un leve empujón.

—Me hablaba usted de su mujer —se lo di, lo ayudé—. De lo que hizo durante la Guerra.

—Ah sí, iba a contarte la muerte de Valerie, ya que la quieres saber, no es la primera vez que me preguntas —contestó—. Pero es importante que sepas lo que era el PWE y cómo funcionaba. Dónde se metió ella, y a lo que se acostumbró. En un sentido, Sefton Delmer fue lo más parecido que hubo a 'Bomber' Harris, aunque él no tenía aviones ni tropas a su mando, sólo expertos en el engaño y la falsificación. —Y al ver que el nombre de Harris me sonaba nada más, añadió—: Arthur Harris, el Mariscal del Aire, fue el que ordenó cocer a cincuenta mil hamburgueses y a ciento cincuenta mil dresdeneses hacia el final de la Guerra bajo la cínica pretensión de estar atacando objetivos militares, y también arrasó Colonia y Francfort, Dusseldorf y Mannheim, era un hombre implacable con demasiado poder, casi un psicópata al que le valía todo para aplastar al enemigo y ganar. —Entonces me acordé de que me lo había nombrado otra vez: 'Leí hace unos meses en un libro de Knightley', me había dicho, 'que el Jefe de Bombarderos, Sir Arthur Harris, tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces a los miembros del SOE', los encargados del asesinato de Heydrich con balas untadas de toxina botulínica y de tantas otras operaciones de sabotaje, destrucción y terror—. Según Crossman, a ambos, a Harris y a Delmer, y posiblemente fueron los únicos, se les permitió, en sus respectivos campos, librar la guerra total: la guerra total con la que habían amenazado Göring y Goebbels pero que de hecho nunca llevaron a cabo. A Delmer, en concreto, se lo dejó superar a los propios nazis (es decir, caer más bajo) en mentiras, calumnias, manipulación e invención de noticias y engaño de la población enemiga. La propaganda negra, como los bombardeos estratégicos, era nihilista en sus fines y únicamente destructiva en sus efectos, como también reconoció el propio Crossman. Eso sí, resultó un arma enormemente eficaz y por eso la utiliza ahora todo el mundo, hoy en día sin la menor aprensión. Sefton Delmer era un genio, nadie discute eso. Había nacido en Berlín de padre australiano —'Otro inglés postizo más', pensé, 'cuántos hay'—, había estudiado allí y luego aquí en Oxford; antes de la Guerra, como corresponsal de The Daily Express en Berlín, había conocido a Ernst Rohm, y a través de él a Hitler, a Göring, a Goebbels, a Himmler. Entendía perfectamente el carácter y la psicología alemanes, hasta el punto de que todos esos antecedentes lo hicieron sospechoso a ojos británicos al estallar la Guerra, y no se le permitió ocupar ningún puesto de responsabilidad hasta que los servicios de seguridad lo hubieron observado y hubieron dado su visto bueno, imagínate. A las personas que trabajaban con él les exigía absolutos secreto, disciplina y determinación, o, en otras palabras, absoluta falta de escrúpulos. Poco a poco fue incorporando a su equipo a alemanes: antiguos brigadistas internacionales, emigrados, refugiados, luego algunos prisioneros de guerra dispuestos a colaborar, un desertor de importancia escapado a Londres tras el atentado fallido contra Hitler en julio de 1944, y hasta un ex-miembro de las SS. A todos les decía en cuanto llegaban a Woburn, donde estaba el departamento: 'Libramos contra Hider una especie de guerra de ingenios total. Todo vale, siempre que sirva para acelerar el fin de la Guerra y la derrota completa del Reich. Si tenéis el más mínimo escrúpulo respecto a lo que aquí se os puede exigir que hagáis contra vuestros compatriotas, debéis decirlo ahora. Yo lo entenderé. En ese caso, sin embargo, no nos serviréis y sin duda se os encontrará otra tarea. Pero si queréis uniros a mí, debo advertiros que en mí unidad estamos dispuestos a todas las jugadas sucias que podamos concebir. No hay ningún conducto obstruido de antemano. Cuanto más sucias mejor. Mentiras, escuchas, desfalcos, traición, falsificaciones, difamación, encizañamiento, falsos testimonios y acusaciones, tergiversación, cualquier cosa. Hasta el puro asesinato, no lo olvidéis'. —'Sheer murder', fue la expresión que empleó—. Valerie se lo oyó más de una vez. Llegó a estar cerca de él.

Wheeler se quedó pensativo, quizá recordando a Valerie cerca de Sefton Delmer. Ahora se llevó la mano a los labios y se los acarició suavemente. Luego volvió a pasarse el pulgar por la cicatriz del mentón, era raro que nunca le hubiera visto ese gesto hasta aquel día. Me pregunté si me estaría invitando a inquirirle también por ella. Pero mientras él no la mencionara yo me abstendría.

—¿Y cuáles eran esas jugadas sucias? ¿En qué consistía exactamente el juego negro? —le pregunté.

—Bueno, la mayoría de sus actividades las conocimos mucho después de terminar la Guerra. Desde luego falsificaban de todo. Ese servicio fue extraordinario, una de las cosas en las que sobresalimos: emisoras de radio, documentos de cualquier clase, incluidas órdenes de gerifaltes del Reich como el General Von Falkenhorst que estaba al mando de las tropas en Noruega; permisos de soldados, pases para acceder a instalaciones y lugares vitales, circulares, pasquines, sellos, timbres, sobres y papel de carta, hasta paquetes de cigarrillos, recuerdo haber visto unos que se llamaban Efka-'Pyramiden', se trataba siempre de que todo pasara por genuinamente alemán, o al menos, cuando eso no era posible, por fabricado en Alemania o en Austria, eso les creaba la desazón de que teníamos allí más infiltrados de los que de verdad teníamos, de que contábamos con mucha gente escondida en su territorio, provista de infraestructura y medios y con gran capacidad operativa, lo cual no sólo los inquietaba, sino que los hacía dedicar esfuerzos a perseguir y cazar fantasmas. Con la radio llegábamos a todas partes, hasta a los submarinos, cuyas tripulaciones tenían la desmoralizadora sensación de estar vigiladas por nosotros y de no poder ocultar sus posiciones. Pero lo principal era enemistar a los alemanes entre sí y causarles perjuicio, tanto a nivel colectivo como individual, crear desconfianza entre ellos y hacerlos temerse unos a otros. Y por supuesto, cuando era factible, eliminar o hacer caer en desgracia a altos cargos civiles o militares. La sección negra del PWE imprimió carteles de 'Se busca' contra oficiales de las SS a los que se acusaba de ser traidores, desertores, farsantes o criminales perseguidos por las autoridades: se incitaba a que se les disparara nada más avistarlos y se ofrecían recompensas de diez mil marcos o más, y en ellos se aseguraba que hasta las Cruces de Hierro de primera clase que podían exhibir eran meras falsificaciones. Todo estaba muy calculado. Hubo unos, apoyados por una campaña radiofónica, contra el Reichkommissar Ley, un peso pesado del Partido Nazi de vida algo disoluta, en los que se lo acusaba de acaparar cupones de racionamiento, y el Doctor Ley se vio obligado a desmentirlo con indignación: '¡Yo soy un consumidor normal!', bramó por la radio. —Y Wheeler no pudo evitar reírse un poco, al rememorar aquello que tal vez le había contado la propia Valerie entre risas, infringiendo así la Official Secrets Act a la que estaría sujeta—. Se emitieron unos sellos con la imagen del ambicioso Himmler en lugar de la habitual de Hitler, con la intención de enfrentarlos, de que éste diera más crédito a los insistentes rumores de que aquél se proponía suplantarlo como Führer, y poner así al Ministro en la picota. Pero hubo cosas aún más serias, y más húmedas. Una práctica frecuente de Delmer era la de hacer enviar cartas falsas a los familiares de los soldados alemanes que morían de sus heridas en los hospitales militares de Italia. Se interceptaban los cablegramas no cifrados que los directores de éstos mandaban a las autoridades del Partido en Alemania, con todos los datos del caído y las señas de sus parientes. Las cartas forjadas por el equipo de Delmer, en perfecto alemán y con membrete de cada hospital, estaban supuestamente escritas por un camarada o una enfermera conmovidos que habrían permanecido junto al difunto hasta el último instante, y lo que solían contar, horrorizados, era que el soldado había sido en realidad asesinado mediante inyección letal por orden de sus superiores, cuando a éstos se les informaba de que ya no volvería a ser útil para el combate. Los médicos nazis necesitaban su cama para recuperar a los que sí podrían regresar pronto al frente, y así se quitaban a los malheridos de en medio sin compasión ni agradecimiento, cruel y expeditivamente, como a desechos. No es que a Delmer y a su unidad se les escapara que la verdadera crueldad era la suya, extrema, al hacer creer semejante falacia (verosímil, por otra parte) a una desolada viuda, a unos padres ancianos o a unos hijos huérfanos. Pero si eso servía para crear descontento y rencor entre la población, rebajar la moral de los combatientes, desunir a la tropa y propiciar deserciones, estaba por encima de cualquier otra consideración. No olvides, Jacobo, que aquella se vivió como una guerra de supervivencia. Y lo dude, lo era. Y que en ellas los límites de lo que puede hacerse se van ampliando constantemente, casi sin darse uno cuenta. Los tiempos de paz juzgan luego severamente los tiempos de guerra, y yo no sé hasta qué punto pueden. Son dos tiempos que se excluyen, cada uno es inconcebible en el otro, y eso tiende a no tenerse en cuenta. Pero aun así hay cosas que sí parecen condenables incluso mientras suceden o se están haciendo en el tiempo más permisivo, y ya ves, en realidad todas estas... vilezas, sí, supongo... se ocultaban también en su día, cuando se libraba la Guerra sin conocerse su desenlace. La unidad de Sefton Delmer no existía oficialmente, y la consigna de todos sus integrantes era negarla (negarse a sí mismos por tanto) ante todo el mundo, incluidas otras organizaciones casi igual de secretas (pero no tanto), como el SOE, o como nosotros más tarde, silenciosos y silenciados por motivos de otra índole, por sigilo y discreción más que nada. Y fíjate en que al terminar la Guerra no sólo se disolvió el PWE en seguida, sino que las instrucciones a sus miembros negros fueron de este tenor, más o menos: 'Durante años nos hemos abstenido de hablar de nuestro trabajo con toda persona ajena a nuestra unidad, así que poco se sabe de nosotros y de nuestras técnicas. La gente puede tener sus sospechas, pero no sabe a ciencia cierta. Queremos que sigáis igual, que así se mantenga. Que nada ni nadie os lleve a jactaros de las tareas que hemos llevado a cabo, de los trucos y trampas que hemos tendido al enemigo. Si empezamos a presumir de nuestras ingeniosidades, quién sabe en qué pararía eso. Así que punto en boca' —'So mum's the word' fue lo que dijo aquí Wheeler, y me sonó haber visto la expresión en alguno de los carteles de la careless talk—. 'La propaganda ha de ser algo de lo que justamente no se hable.' Era por prudencia sin duda —continuó Wheeler—, pero también, yo creo, porque la labor no era para que se sintieran del todo orgullosos, y en el tramo final de la Guerra menos que en ningún otro. Valerie no se lo sintió, a fe mía... —Y esto lo dijo en su español libresco, 'a fe mía'—. Cuando los civiles alemanes estaban más desesperados y confundidos, se les añadió confusión y desesperación a través de nuestras emisoras impostoras de radio. Advertimos, por ejemplo, de que por todo el país circulaba una ingente cantidad de marcos falsos, lo cual hizo que ya no se fiaran ni de su propia moneda ni del prójimo que se la daba. Pero lo peor fue tras los brutales bombardeos de Harris y los americanos, y también cuando las tropas ya invadían Alemania, las nuestras por el oeste y las rusas por el este. Durante las incursiones aéreas, las emisoras alemanas dejaban de transmitir para no servir de faro a los aviones de la RAF y la USAF. Pero en cuestión de segundos, no me preguntes cómo, Delmer y los suyos lograban ocupar sus frecuencias, aparentaban reanudar las transmisiones normales en su alemán sin mácula, y lanzaban mensajes desconcertantes, desorientadores, contraproducentes o contradictorios, para causar el mayor estrago posible y sembrar el caos. Inicialmente se había aconsejado a los supervivientes de las ciudades arrasadas (Hamburgo, Bremen, Colonia, Dresde, Leipzig y tantas otras) que no se movieran, que no abandonaran sus respectivos lugares y que aguardaran en ellos la llegada de auxilio. Delmer, parece que a instancias del propio Churchill, les ordenó lo contrario, haciendo pasar su comunicado por uno oficial del Reich, obviamente. Su equipo le dijo a la gente que en el centro y en el sur de Alemania se habían establecido siete zonas 'libres de bombas', a las que los refugiados podían dirigirse y en las que estarían a salvo de más ataques aéreos enemigos. Se les aseguró que representantes neutrales de la Cruz Roja en Berlín habían informado a las autoridades del Reich de que el mismísimo Eisenhower iba a declarar seguras estas siete áreas, y que los bancos ya estaban trasladando allí sus valores. Por supuesto todo era falso, pero surtió un tremendo efecto. Las carreteras se vieron inundadas de familias enteras que huían hacia aquellas zonas imaginarias, con sus niños andrajosos, sus heridos y sus pocos enseres metidos en carretas, en autobuses desvencijados que se quedaban sin gasolina, incluso en coches fúnebres, en lo que encontraron para salir de sus infiernos. El caos fue total. Tal cantidad de gente apiñada en las carreteras bloqueó no pocas, y dificultó toda la labor defensiva del Ejército de Tierra, que no sabía cómo evitarla, dónde meterla ni cómo apartarla. Qué hacer con ella. Y es de suponer que muchos de aquellos desplazados despavoridos que se lanzaron en masa a la búsqueda de las fantasmales zonas seguras, y que acaso habrían sobrevivido de haberse quedado quietos entre las ruinas de sus ciudades, cayeron bajo nuevas bombas, porque no había zonas seguras en ningún lugar de Alemania, o sólo en los ya destruidos.

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