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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (57 page)

—Quizá en nuestra Guerra había que describir y caracterizar más al espía —apunté—, porque eran más indistinguibles y les era más fácil fingir y esconderse. Tenga en cuenta que todos hablábamos la misma lengua, por ejemplo, lo cual no sucedía aquí, contra los nazis.

Wheeler me lanzó una de aquellas miradas suyas de fugaz enfado o de ascua —los ojos minerales, como canicas casi violetas o amatistas o calcedonias, o eran granos de granada cuando se le achicaban— que le hacían sentir a uno que había dicho una tontería. Era entonces cuando se le veía mayor parecido con Toby Rylands.

—Te aseguro que la mayoría de quienes espiaban aquí sabían inglés como tú y como yo. O bueno, mejor que tú probablemente. Eran alemanes que habían vivido en el país en la infancia, o que tenían un padre o una madre ingleses. También había ingleses de pura cepa, renegados, y bastantes irlandeses fanáticos. Pasaba lo mismo con quienes espiaban para nosotros en Alemania o en Austria. Hablaban un alemán excelente. El de Valerie, mi mujer, era impecable, sin rastro de acento. No, no era eso, Jacobo. Cuando yo pasé por allí, por vuestra Guerra, lo noté ya sobre el terreno. Había un odio abarcador que saltaba a la menor chispa y que no estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro factor, ningún matiz, ningún otro elemento. Un enemigo podía ser buena persona y haber sido generoso con sus adversarios políticos, o mostrar piedad, o podía verse que era un pobre diablo inofensivo, como tantos maestros de escuela que fueron fusilados por los bestias de un bando y no pocas monjas rasas por los del otro. Nada de eso importaba. Un enemigo nominal era sobre todo eso, un enemigo; no se le podía perdonar la vida ni aplicarle atenuante alguna, como si no se viera diferencia entre haber matado o delatado a alguien y limitarse a tener ciertas creencias o ideas o meramente preferencias, no sé si me explico. Bueno, lo sabrás por tu padre. A los extranjeros intentaban contagiarnos ese odio, pero claro, no era compartible, no en ese grado. Fue una cosa extraña, vuestra Guerra, no creo que haya habido una igual nunca. Ni siquiera otras Civiles en otros lugares. Había una proximidad excesiva en la vida española de entonces, no será igual ahora. —'Sí lo es', pensé, 'hasta cierto punto'—. Las ciudades no eran grandes y todo el mundo estaba en la calle siempre, en los cafés y en los bares. Era imposible, no sé cómo decir, soslayar esa cercanía epidérmica, que es la que engendra el afecto pero también el encono y el odio. Para nuestra población, en cambio, los alemanes eran distantes, casi abstractos.

No se me había pasado por alto la mención de su mujer, Val o Valerie. Pero aún me parecía más interesante que por primera vez se refiriera abiertamente a su paso por mi país durante la Guerra, no hacía tanto que yo me había enterado de su participación en ella, de la que no me había hablado nunca antes. Le miré el rostro afilado —'Sí, se le han agudizado los rasgos y mira como mi padre', pensé o me reconocí del todo con pena: 'esa mirada insondable'—, y se me ocurrió que a lo mejor él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo, y cuando uno sabe eso tiene que tomar decisiones definitivas sobre los episodios y hechos que, si jamás los cuenta a nadie, ya no habrá posibilidad de que trasciendan. ('No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca', había dicho el pobre y condenado Dearlove en Edimburgo, 'sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, como si padecieran todos una maldición'; y quién está libre de pensar eso.) Es un momento delicado por fuerza: en él hay que discernir sin remedio entre lo que se quiere que sea ignorado para siempre —que no compute, que no se conozca, que se borre, que no exista— y lo que tal vez se prefiere que un día pueda averiguarse y recuperarse, para que lo habido le susurre a alguien: 'Yo he sido', y los demás no digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'. (O ni siquiera eso, porque para negarlo hay que haber sido testigo.) Si uno calla absolutamente, estará impidiendo hasta la curiosidad ajena, y por tanto una indagación remota, futura. Wheeler, al fin y al cabo, habría tomado nota de que la noche de su cena fría yo le había preguntado cómo había tenido a bien llamarse en España, y que, de habérmelo él revelado, habría ido inmediatamente a buscar ese nombre en los índices onomásticos de todos los libros a mano, en su biblioteca de la Guerra, en la estantería oeste, y más tarde en los de otros. De hecho era él quien me había dado la idea, a mí no se me había pasado por la cabeza: quizá por simple vanidad congénita, ufana, o quizá más intencionadamente, para que después de inoculármela yo ya no me conformara y no soltara aquella presa, él sabía bien que yo no solía soltarlas, como él mismo y como Tupra. Acaso ahora estaba dispuesto a proporcionarme algunos datos y a alimentar mi imaginación, antes de que fuera demasiado tarde y ya no pudiera alimentar ni dirigir ni maquinar ni escenificar ni configurar nada. Antes de que quedara a la entera merced de los vivos, que casi nunca son piadosos con los muertos recientes. 'Eso es mucho querer saber, Jacobo', había contestado a mi pregunta directa. 'Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos'. Tal vez había llegado ese día.

—¿Qué hizo usted en la Guerra de España, Peter? —le pregunté sin preámbulos—. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No mucho, supongo. La otra vez me dijo que tan sólo había pasado por ella. ¿Con quién estuvo? ¿Dónde estuvo?

Wheeler sonrió divertido como aquella noche, cuando había jugado con mi curiosidad recién despertada y me había dicho cosas como 'Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto... Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas'. Llevó la mano al respaldo de su sillón y tanteó sin éxito. Quería su bastón y no daba con él sin volverse. Me levanté, lo cogí y se lo entregué, creyendo que iba a ponerse en pie con su ayuda. Pero se limitó a cruzarlo sobre su regazo, o más bien apoyó los extremos en los brazos de su asiento y agarró el bastón con las dos manos, como si fuera una pértiga o una jabalina.

—Bueno, estuve allí dos veces, pero las dos poco tiempo —me contestó, al principio muy lentamente, como si no quisiera del todo que le saliera la información, las palabras; como si estuviera obligando a su lengua a anticiparse a su decisión plena, a la decisión de contarme aún no cabalmente tomada: al fin y al cabo podía desearlo, pero, como me había explicado con cierta vergüenza, no estar todavía autorizado—. La primera fue en marzo de 1937. En compañía del Dr Hewlett Johnson, cuyo nombre no te dirá nada. Pero quizá sí hayas oído su apodo, el de entonces y el de más tarde, 'el Deán Rojo'. —Hablábamos en inglés, 'the Red Dean fue lo que dijo. Claro que me decía, claro que lo había oído. De hecho no daba crédito.

—¡El bandido Deán de Canterbury! —exclamé en español—. No me diga que lo conoció.

—I beg your pardon?—dijo momentáneamente desconcertado por la intrusión de mi lengua y por aquella manera extraña de llamarlo.

—A mi padre, como quizá recuerde, alguna vez se lo he contado, lo detuvieron al poco de terminar la Guerra. Y lo acusaron de varios falsos delitos, entre ellos, así se lo he oído formular a él muchas veces, de haber sido 'el acompañante voluntario en España del bandido Deán de Canterbury', ¿qué le parece? Por culpa indirecta de ese clérigo raro, y desde luego inconsciente e involuntaria, yo estuve a punto de no nacer, Peter, ni ninguno de mis hermanos. Quiero decir que lo normal habría sido que a mi padre lo hubieran condenado sin más y lo hubieran fusilado, ya sabe: a él lo fueron a buscar en mayo del 39, tan sólo mes y medio después de que entraran en Madrid los franquistas, y en aquellos días los denunciantes, aunque fueran meros particulares, no tenían que probar la culpabilidad de nadie, sino los acusados su inocencia, y ya me dirá cómo mi padre podía demostrar no haber visto en su vida a aquel Deán cantuariense —no dije esa extraña palabra, sino 'Canterburian'—, o la falsedad de los otros cargos, que eran mucho más graves. Tuvo inmensa suerte y tras unos meses de cárcel salió absuelto, aunque luego fue represaliado durante años. Pero imagínese...

—Es una coincidencia llamativa —me interrumpió Wheeler. 'That's a striking coincidence', dijo—. En verdad muy llamativa. Pero déjame que te siga contando o perderé el hilo. —Era como si no diera importancia a la coincidencia y éstas le parecieran lo más natural del mundo, como a Pérez Nuix y como a mí mismo. O bien, pensé, llevaba ya tiempo elaborando su próximo encuentro conmigo, esperando a que se produjera, a que yo me dignara ir a verlo, y tenía bien calculado lo que pensaba contarme, la información parcial que iba a darme, y no quería apartarse de su guión con imprevistos ni distracciones ni interrupciones (él nunca perdía el hilo). De ser esto último, no le quedaría más remedio que soportar una al menos, cuando le relatara lo ocurrido con Dearlove y le pidiera, si no cuentas, sí un pronunciamiento sobre el proceder de Tupra. Así que dejó de lado a mi padre y continuó, todavía con lentitud, quizá como si recitara algo previamente memorizado—: Fuimos los primeros en romper el bloqueo naval de los nacionales (siempre me pareció escandaloso que se llamaran así a sí mismos) en el Golfo de Vizcaya. Zarpamos en Bermeo, cerca de Bilbao, en una lancha cañonera francesa, y arribamos a San Juan de Luz sin el menor percance, pese a los extendidos y creídos rumores de que estaba todo minado. Era una mentira franquista, pero muy eficaz, porque impedía que se aventuraran los barcos y que llegaran víveres al País Vasco. El Deán relató nuestra travesía a The Manchester Guardian y unos días después probó suerte un mercante, el Seven Seas Spray, en el otro sentido, partiendo de San Juan de Luz cuando ya se había hecho oscuro. Y a la mañana siguiente, cuando entró en Bilbao por la ría, sin haber visto minas ni barcos de guerra durante su viaje, la gente de la ciudad, muy hambrienta, se agolpó en el muelle y vitoreó al Capitán, que estaba en el puente con su hija, gritando: '¡Vivan los marinos ingleses! ¡Viva la libertad!'. Al parecer fue emocionante. Nosotros abrimos camino. Lástima que hiciéramos el trayecto inverso. Aquel Capitán se llamaba Roberts. —Wheeler, con los ojos muy abiertos, se quedó un momento ensoñado, como si reviviera lo que él no había vivido pero de lo que se sentía artífice en parte. Luego continuó—: Antes habíamos visto el bombardeo de Durango. No nos pilló allí por diez minutos, sucedió cuando nos aproximábamos por carretera. Lo vimos desde una ladera, en la distancia. Vimos -acercarse a los aviones, eran Junkers 52, alemanes. Oímos luego un gran rugido y sobre la ciudad se levantó una inmensa nube negra. Estaba casi completamente destruida cuando entramos, más tarde, ya anochecido. Según las primeras estimaciones, había habido unos doscientos civiles muertos y unos ochocientos heridos, entre aquéllos dos curas y trece monjas. Aquella misma noche, desde el Cuartel General de Franco, se le anunció al mundo por la radio que los rojos habían volado iglesias y habían matado a monjas en Durango, en el catoliquísimo País Vasco. También a dos curas mientras decían misa, a uno cuando estaba dando la comunión a los fieles y al otro justo en el momento de la consagración. Todo ello era cierto: las monjas habían caído en la Capilla de Santa Susana, un cura en la iglesia de los jesuítas y el otro en la de Santa María, las habían bombardeado, así como el Convento de los Agustinos. Recuerdo los nombres, o esos fueron los que allí me dijeron. Pero no habían sido los rojos, sino los Junkers. Eso fue el 31 de marzo. —Se quedó callado un instante, con expresión enojada, como si recuperara su enojo de entonces: hacía unos setenta años—. Así era vuestra Guerra. Una mentira tras otra, muchas al día y en todas partes, es como una inundación, algo que arrasa y ahoga. Cuando uno intenta desmontar una, tiene ya diez nuevas a la mañana siguiente. No se da abasto. Se dejan correr, se renuncia. Mucha gente dedicada a ellas, eso es una fuerza tremenda imposible de contrarrestar. Fue mi primera guerra vivida, no estaba acostumbrado, en todas hay muchas mentiras, son parte fundamental de ellas, si no su principal ingrediente. Y lo peor es que nada se desmiente nunca definitivamente. Por muchos años que pasen, siempre hay personas dispuestas a hacer perdurar el embuste viejo, cualquiera, hasta los más inverosímiles y perturbados. No hay ninguno que se apague del todo.

—Por eso lo mejor sería que nunca nadie contase nada, es eso, ¿no, Peter? —le dije citándolo. Era lo que me había dicho justo antes del almuerzo, aquel domingo de aquel ya antiguo fin de semana, mientras la señora Berry nos hacía señas desde la ventana.

No lo recordaba o no se dio cuenta de que lo citaba, o bien hizo caso omiso. Se acarició la cicatriz que tenía en el lado izquierdo de la barbilla, larga y hundida, nunca le había visto aquel gesto, nunca se la tocaba ni la mencionaba, y por tanto tampoco yo le había preguntado por ella. Si para él no existía, había que respetárselo. Yo asumía que era de guerra.

—Oh no, aprendí a mentir yo también, más adelante. Tampoco contar la verdad es mejor, no te creas. Las consecuencias son a veces idénticas. —Pero no se demoró en aquella observación, sino que siguió relatando de manera algo esquemática, como si se hubiera trazado un plan narrativo para aquel día, es decir, para el siguiente día en que yo fuera a verlo—. Estuvimos brevemente en Madrid, en Valencia y en Barcelona, y luego regresé a Inglaterra. Mi segunda visita fue un año más tarde, en el verano del 38. Esta vez mi guía allí, o más bien mi impulsor, fue Alan Hillgarth, el jefe de nuestra Inteligencia Naval en España. Aunque él estaba casi siempre en Mallorca (donde nació su hijo Jocelyn, el historiador, lo conoces, ¿no?), me encomendó la tarea de vigilar y controlar los movimientos de los barcos de guerra franquistas en los puertos del Golfo de Vizcaya, ya que se suponía que había adquirido algún conocimiento de la zona. La mayoría, claro está, eran barcos alemanes e italianos, que desde el 36 habían hostigado y atacado a la flota mercante británica tanto en el Cantábrico como en el Mediterráneo, así que el Almirantazgo estaba interesado en contar con la mayor información posible sobre sus características y paraderos. Viajé en calidad de investigador de la Universidad, con el pretexto de bucear y revolver en los viejos y desorganizados archivos españoles, y ya lo creo que lo hice, de esa época datan algunos de mis hallazgos como hispanista y lusitanista: en Portugal, adonde me deportaron, empecé a preparar mi tesis sobre las fuentes de Fernao Lopes, el cronista del siglo XIV, ya sabes. —La verdad era que no tenía ni idea—. Pero bueno, eso es aparte. En las islas Cíes, cuando estaba tomando fotografías del crucero Canarias, uno de los pocos barcos de la Armada española que al inicio de las hostilidades se habían pasado al bando faccioso, como se lo llamaba, la Guardia Civil me detuvo. Me registraron, claro, y me encontraron material comprometedor, fotográfico sobre todo. Lo normal era que me ejecutaran, ya puedes imaginarte. Estábamos en plena Guerra. —Wheeler hizo una pausa. Aunque contaba de aquel modo algo mecánico, casi como si no le hubieran ocurrido a él los hechos, sabía cuándo convenía prolongar mínimamente la incertidumbre.

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