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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (65 page)

—Pero aún no vino aquí, ¿verdad, Peter? —le pregunté.

—No, me trasladé a mis aposentos del college y me quedé en ellos tres años, prefería tener gente alrededor. Pero ya ves; una noche, una sola noche dejé de custodiar su sueño o no sueño, y Valerie se me mató. No pudo vivir con aquello. Y yo no lo previ. Nunca me lo imaginé, ni siquiera cuando me mandó al piso de arriba, a la chambre de bonne. El pretexto era bueno y yo estaba desprevenido: fue la primera vez que me engañó. Luego, no sabes cuántas veces he pensado si habría llegado a tiempo de haber tardado menos en darme cuenta de dónde estaba, al despertar —'Don't linger or delay' pensé—; o de no haber recogido el libro, o de no haber apagado la luz, o de no haberme puesto la bata, o de haber bajado los dos tramos más rápido, o de haberlos bajado con el mismo sigilo pero sin haber abierto la boca, sin haber pronunciado su nombre, sin haberle hecho saber que estaba allí. Tonterías. Pero uno las piensa una y otra vez. —'Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto', recordé—. Pasado un tiempo, escribí a María Mauthner, me presenté, ella no sabía nada de mí. Le dije que Val había muerto, pero no cuándo ni cómo ni por qué. La Guerra, dije, eso bastaba. Ayudé a que su sobrino viniera a Inglaterra, aunque no quise tratarlo, habría sido como mirar la escopeta de Val. Y también he ayudado a su hijo, al Rendel que tú conoces: al parecer no es malo en el grupo, pero no está tan capacitado como Tupra o tú, le falta visión. Al menos tiene un buen empleo. La mía, mi visión, mejoró mucho desde entonces, te lo aseguro. Me prometí que nunca volvería a pasarme nada semejante con nadie, por no saber o no atreverme a ver. Aunque nadie fuera a importarme ya tanto, claro está: la mayoría de la gente a la que después he observado e interpretado, sobre la que he dictaminado, de la que he dicho si podía servir o no y para qué, no me ha importado ni la mitad de la mitad. Pero por lo menos ahora puedo decirte, sin temor a equivocarme, que tú sí podrás vivir con lo tuyo, con lo que me has venido a contar, porque te cuesta creerte responsable, a diferencia de lo que le pasaba a ella. —'Sí', pensé, 'yo siempre podré decirme mañana: "Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas de la fiebre y de la sombra y el sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de mi existencia paralela y brumosa que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno, al fin y al cabo yo no me sé ni me veo, no me ausculto ni me investigo, no me presto atención y he renunciado a entenderme, según el informe del viejo fichero con el encabezamiento «Deza, Jacques». Y además fue en otro país". Y entonces el juez diría: "Aquí no hay causa, no ha lugar'"—. Y además estás hecho de otra pasta y perteneces a otro tiempo, Jacobo, mucho más ligero. No, tú no eres como Valerie, descuida. De hecho nadie más lo ha sido, durante todos estos años en que no la he visto. O solamente en mis sueños, de vez en cuando. —'Dame tu mano y paseemos. Por estos campos de la tierra mía...' "Wheeler se quitó la mano de los ojos y me miró con sorpresa, o con sobresalto, como si saliera ahora de una larga ensoñación. O quizá es que abrió mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. Lo vi muy cansado y muy pálido, de pronto temí por su salud. Me dieron ganas de ponerle la mano en el hombro, como a mi padre días atrás. Se fijó en las aceitunas machacadas y cogió y se comió dos de golpe. Luego bebió un poco más de jerez y el color le volvió a la cara, acaso había sufrido una bajada breve de tensión. Me tranquilicé del todo cuando al volver a hablar le oí otro tono de voz, y comprendí que la evocación, el relato, había tocado a su fin—: Anda, pregúntale a Mrs Berry si no es hora ya de almorzar —me pidió—. No sé por qué no nos llama, si hace rato que paró de tocar.

Ahora sigo viviendo solo pero ya no en otro país, sino de nuevo en Madrid. O quizá vivo semisolo, si es que eso se puede decir. Creo que llevo de vuelta casi tanto tiempo como permanecí en Londres, mi segunda estancia inglesa, más aturdidora que la primera pero menos transformadora, porque ya tenía una edad a la que se hace muy difícil cambiar, casi sólo cabe cerciorarse de lo que llevaba uno en el interior de sus venas y confirmar. Ahora tengo un poco más. Han muerto mi padre y Sir Peter Wheeler, el primero tan sólo una semana después de aquel último domingo en Oxford, no tan desterrado del infinito cuanto del pasado. Fue su muerte, de hecho, lo que precipitó mi regreso a la ciudad natal, para estar con sus nietos y mis hermanos y asistir al entierro. En la tumba en que está mi madre quedaba un hueco para él. Nadie más cabrá allí. Fue mi hermana quien me lo comunicó, me llamó a Londres y me dijo: 'Papá se ha muerto. Se le ha parado el corazón hace media hora. Ya sabes que lo tenía muy mal, pero aún no nos lo esperábamos. Ayer mismo estuve hablando con él. Como siempre, preguntó por ti, aunque convencido de que todavía seguías en Oxford, dando clases. Vendrás, ¿no?'. Y yo contesté que sí, que iría inmediatamente. Así que fui, consolé y fui consolado, vi a Luisa en el entierro tan sólo y allí me abrazó para consolarme también y volví a Londres, para cerrar el apartamento ingenuamente amueblado y dejar todas las cosas en orden antes de mi definitiva marcha, que en todo caso convenía ahora aligerar, había mucho de lo que ocuparse en Madrid: casa, muebles, libros, algunos cuadros —la copia de La Anunciación—, mis afectados hijos, una modesta herencia o no tanto; y empezar a recordar. Además de a solas, en compañía de los demás.

No estaba ya pendiente dejarlas en orden con Tupra, con él habían quedado claras y casi zanjadas al día siguiente de aquel domingo con Wheeler, en su despacho del edificio sin nombre (seguirá sin tenerlo, es de suponer). Como me había anunciado Beryl o quien se negó a decirme si era ella o no, Tupra se encontraba ya en él el lunes cuando yo llegué, había regresado de su viaje o ausencia de fin de semana. Nuestra conversación fue muy breve, entre otras razones porque resultó ser una repetición, quiero decir que la habíamos tenido ya idéntica, tanto tiempo atrás que yo lo llamaba todavía Mr Tupra entonces. Fui directo hasta su puerta nada más entrar, sólo les di los buenos días a Rendel y a la joven Pérez Nuix al cruzarme con ellos, a Mulryan no lo vi, quizá estaba encerrado con él. Y llamé.

'Sí, ¿quién es?', preguntó Tupra desde el interior.

Y yo contesté absurdamente:

'Soy yo', omitiendo avanzar mi nombre, como si fuera de los que jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, de los que están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan, de los que no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más —quién si no—, desde la primera palabra y el primer instante. Supongo que confundí mi punto de vista con el suyo, a veces creemos que nuestra urgencia es universal: yo llevaba muchas horas con impaciencia por verlo y pedirle cuentas y hasta encararme con él. Pero Tupra no tendría impaciencia alguna, probablemente yo era tan sólo un asunto o elemento más, un subordinado que se reincorporaba tras dos semanas de permiso en su país de origen, creo que se olvidaba con frecuencia de que yo no era aún inglés. Al no obtener inmediata respuesta y darme cuenta de mi ingenuidad o presunción, añadí: 'Soy yo, Bertram. Soy Jack'. Acepté llamarme por un nombre que no era el mío hasta el final, fue lo menor que acepté mientras tuve como trabajo remunerado escuchar y fijarme e interpretar y contar. Pero al menos no lo llamé Bertie en aquella ocasión.

'Adelante, Jack', me contestó.

Así que abrí la puerta y me asomé. Estaba sentado detrás de su mesa, tomando notas o escribiendo algo en unos papeles. De hecho no levantó la vista cuando yo entré.

'Bertram', le dije, pero me interrumpió:

'Un momento, Jack, déjame terminar esto'. Esperé un minuto o fueron dos o quizá tres, lo suficiente, en todo caso, para prever que iba a pasar lo que sucedió. Me senté en la butaca frente a él y saqué un cigarrillo y lo encendí. Él echó mano automáticamente de sus Rameses II, el faraónico paquete rojo sobre la mesa. En teoría estaba prohibido fumar en cualquier dependencia oficial, pero no me imaginaba a nadie impidiéndole a Tupra inhalar y exhalar humo, ni tampoco elevando una protesta porque lo hiciera. Alguna ventaja tenía que haber en que el edificio careciera de nombre y nuestro grupo también, en que éste casi no existiera, más o menos como el de la propaganda negra del PWE y de Delmer y Jefferys durante la Guerra. Por fin terminó sus anotaciones y entonces sacó y encendió uno de sus cigarrillos preciosos. 'Dime, Jack, cómo te ha ido.' En su tono no hubo nada de particular, ni siquiera interrogación, como si se interesara rutinariamente por una encomienda sencilla que me hubiera hecho el día anterior. 'Me han dicho en casa que llamaste el sábado para algo urgente. ¿Problemas con tu problema de Madrid?'

Pero no contesté a su pregunta, sino que ya fui a lo mío sin más dilación:

'Qué ha pasado con Dearlove y ese chico ruso, qué es lo que has hecho', le dije. 'Me has pringado bien, yo te di la idea, joder.' Y 'joder' me salió en español, porque era lo que mi indignación pedía, así estuviera hablando en inglés.

Se quedó mirándome unos segundos con sus ojos azules o grises —eran grises a aquella luz—, a través de sus pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón, aquella mirada pálida que resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo, expresiva incluso en los momentos de inexpresividad como aquel, acogedora o apreciativa, ojos a los que nunca era indiferente lo que tenían delante. Y me respondió con el mismo tono, idéntico, con que me había dicho; 'Sí, lo he visto', cuando yo le había preguntado en aquel despacho, otra mañana de hacía siglos, si se había enterado del fallido golpe de Estado en Venezuela, y a mí se me había ocurrido que quizá se había ido al traste por no haber visto nosotros —por no haber percibido yo— suficiente determinación en el General o Cabo Bonanza, la primera persona que le traduje o sobre la que le improvisé un informe o le brindé mi interpretación.

'Está en todos los periódicos, lo que ha pasado.' Quizá aprovechó mi extemporáneo taco español, incomprensible para él, para fingir que se había enterado sólo de mi primera frase y hacer caso omiso de las demás. O no, no fingía, era una manera de decirme que el resto le parecía improcedente y que no me lo iba a consentir. 'Lo habrás leído. Hasta en la prensa española, supongo, ¿no dijiste que era tan famoso allí? Sobre todo... ¿dónde era, en el País Vasco?' Su memoria nunca le falló. 'Y ya me lo advertiste tú en Edimburgo, que Dearlove podía cometer cualquier barbaridad para que al menos se lo recordase por ella, siempre tan preocupado por su posteridad. Que podía echarle un borrón a su vida y así ingresar en la comunidad Kennedy-Mansfield, poca fe en que perdurase su música, ¿no es verdad? Así que ya ves. Tuviste ojo, estaba claro que podía acabar mal. Y deliberadamente, además.' Me había olvidado de aquel dictamen mío complementario, él en cambio no y ahora lo utilizaba como coartada. Comprendí que no iba a entrar en el asunto, que ni siquiera iba a prestarse a la conversación, yo seguía siendo un empleado que cumplía con mis tareas y por ello se me pagaba bien, no tenía derecho a preguntar por los objetivos ni los porqués, aún menos a pedir explicaciones o hacer reproches, así lo veía él. Tal vez por el aprecio que me tenía, por su pasajera debilidad por mí, me estaba poniendo en mi sitio sólo de manera indirecta, casi tácita, con disimulo. Y lo comprendí aún mejor cuando añadió: '¿Algo más, Jack?' Era lo mismo que había añadido en aquella lejana ocasión, tras contestarme escuetamente: 'Sí, lo he visto'. No, él no solía comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos, ni sus motivos ni sus fines, ni sus pactos ni sus transacciones o encargos. Ya había hecho bastante con decirme ahora 'Tuviste ojo'. Creo que esa fue, de hecho, la única vez que me felicitó.

'Sí, algo más', le contesté. 'Tengo que marcharme, he de volver a Madrid. Allí se han puesto las cosas un poco complicadas, demasiado largo para explicártelo, te aburriría. Pero no puedo seguir en Londres. No me queda más remedio que dejar el trabajo. Por eso te llamé el sábado a casa, para comunicártelo lo antes posible, por si querías empezar a buscar un sustituto. En eso, obviamente, yo no te puedo ayudar.'

Jugué a lo mismo que él, recurrí a una coartada aceptable, prefería no hacerle frente, no insistir, al fin y al cabo él sería ya muy pronto sólo pasado para mí, materia muda, o quizá sueño, como yo para él. Pero estoy seguro de que también entendió la verdadera razón de mi abandono. Debió de parecerle ridicula. No lo manifestó.

'Como quieras', dijo con frialdad. 'Tú sabrás.'

'Si te conviene, puedo seguir viniendo estos días, hasta que me vaya', añadí.

'Bien', dijo él. 'Así algunas cosas no se quedarán a medias. Pero tampoco es necesario. Haz como prefieras. De verdad'. En su tono no había tanto como despecho, pero sí sequedad, o una indiferencia no sé si aparentada o recién adquirida. En todo caso era nueva. Le daba lo mismo que viniera o no.

'Lo iremos viendo, así pues. Si puedo vendré algún día. Aunque tendré muchos preparativos que hacer.'

'Ya. ¿Algo más, Jack?', repitió, y cogió la pluma como si se dispusiera a reanudar sus anotaciones en cuanto yo saliera del despacho.

Y esta vez sí le contesté lo mismo que aquella anterior:

'Nada más, Mr Tupra'. Así lo llamé.

Me levanté y me fui hacia la puerta, y cuando estaba a punto de abrirla me retuvo su voz:

'Una curiosidad, Mr Deza'. Al devolverme el tratamiento entendí que le había hecho gracia el que yo le había dado a destiempo, para decirle adiós. Me volví y me pareció ver el final de una sonrisa, una sombra, en sus mullidos y carnosos labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos o acaso sioux. '¿Arreglaste lo de Madrid? ¿Te encargaste de aquel tipo de tu mujer? ¿Lo sacaste fuera del cuadro?'

Me quedé parado un instante. Pensé.

'Creo que sí', le contesté.

Ahora sí sonrió abiertamente, blandiendo la pluma en la mano como si me reconviniese con ella:

'Cuidado, Jack. Si sólo lo crees, entonces es que no lo hiciste'.

No volví a aparecer por el edificio, así que esa fue la última vez que lo vi. Pero me acuerdo de él más de lo que me imaginaba, ahora en Madrid. Pese a aquel final algo abrupto, pese a la posible decepción que debí de causarle y a la segura que me causó él a mí, es alguien con quien siento que todavía podría contar. En un momento de dificultad, o de desconcierto, de apuro, incluso de peligro. Alguien a quien podría llamar cualquier día y pedir consejo u orientación, sobre todo en los asuntos en que yo no me sé manejar demasiado bien. Y ahora que ha muerto Wheeler, es como si Tupra, extrañamente —quién sabe si por su vinculación con Rylands, el hermano de quien fue discípulo—, fuera lo más próximo que me queda a él, aunque sea sólo en la memoria y en la imaginación: su inesperado relevo o sucesor, casi su herencia, en ese permanente proceso de renovación de las figuras perdidas de nuestra vida, en ese escandaloso y persistente esfuerzo por cubrir toda vacante, en esa falta de resignación a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos; o es ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.

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