Tu rostro mañana (22 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

A De la Garza le habría sido imposible ocultar su estado a sus superiores y compañeros y habría tenido que justificar su baja, así que habría contado eso, quizá que unos tipos rudos lo provocaron, o que salió en defensa de una dama (a los ofensores de damas les gusta pasar por lo contrario: aún recordaba su frase 'Las mujeres son todas putas, y las más guapas las españolas'), o que alguien había insultado a España y a él no le quedó más remedio que ponerse bravo y fajarse, me dio curiosidad saber qué fantasía habría inventado para salir algo airoso del episodio (airoso según su criterio y en el relato tan sólo, era evidente que lo habían tundido): 'A mí me dejaron mullido, sí, pero no sabéis la somanta de hostias que se llevaron ellos, los clapé de lo lindo', se habría pavoneado, siempre mezclando lo zafio y lo rancio, como tantos de nuestros escritores pasados y presentes, qué plaga. Sólo la antipatía que se le profesaría en su entorno podía explicar lo de 'tal vez merecido', era un tanto impropio, seguramente al corresponsal le habría caído una reprimenda, por opinatorio. Me divirtió imaginarme como un tipo camorrista y rudo, y al menos me enteré de que Tupra había acertado, le había diagnosticado allí mismo, en el lavabo, dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro, quizá era de los que calculaban el efecto de cada golpe y de cada corte, según el lugar escogido y la fuerza con que los dieran, como cirujanos o matarifes, quizá tenía experiencia y había aprendido a medir la intensidad y la hondura y nunca se le iba la mano, sabía exactamente cuánto daño infligía y procuraba no excederse, si eso no entraba en sus planes. Con él más valdría no pelearse, quiero decir físicamente.

Así que lo dejé correr un tiempo, prefería llamar a De la Garza o ir a verlo cuando estuviera más recuperado y se le hubieran aplacado un poco el rencor y el susto; y el miedo, lo más profundo. Por lo que supe nos había obedecido, a Tupra y a mí, nos había hecho caso: ni siquiera le había ido con el cuento a Wheeler, ni a su influyente padre de ya menguante influencia, Don Pablo. A aquél hacía bastante que yo no lo visitaba, pero seguía hablando con él por teléfono cada diez o quince días, conversaciones encantadoras y estimulantes, como casi siempre, pero más bien rutinarias. Una vez le mencioné despreocupadamente a Rafita y me atajó en seguida: 'Oh, ¿no te has enterado de lo que le sucedió? Algo terrible, le dieron una paliza en toda regla y todavía está en el hospital, creo. No lo sé por él directamente, aún no está para hablar con nadie, sino por gente de la Embajada y por su padre, que vino a Londres para acompañarlo y cuidarlo en los primeros días, estuvo con él todo el tiempo, ni siquiera pudo desplazarse a Oxford, y como yo ya no me muevo, ni pudimos vernos'. 'Vaya por Dios, ¿y cómo fue eso?', le pregunté hipócritamente. 'No lo sé bien', me respondió. 'Debía de estar borracho y al parecer se ha desdicho de sus explicaciones un par de veces, se ha contradicho, lo mismo ni él lo sabe a ciencia cierta, o no lo recuerda por los vapores, ya viste cómo le daba a la frasca, en seguida hizo amistad con Lord Rymer aquí en casa, ¿te acuerdas? Se pasaría de impertinente, supongo, con ese léxico grosero y para mí incomprensible que le da por emplear a veces, por lo visto fueron compatriotas suyos, es decir, vuestros, quienes le zurraron la badana en el cuarto de baño de una discoteca, como si hubieran quedado allí para pegarse, suena a cosa de colegiales, ya le cuadra. Pero lo cierto es que lo machacaron, eso no fue cosa de niños, le rompieron varios huesos fundamentales. En el lavabo de los discapacitados, por cierto: todo un augurio.' Wheeler no podía evitar verle un lado cómico a casi todo, así que añadió con malicia leve (me imaginé fácilmente la sonrisa ocular en su rostro): 'Ahora creo que es pura escayola. Algunos enfermos lo atisban desde el pasillo y lo confunden con la Momia'. Y ya siguió con otro asunto, relativo a la peculiar expresión que había intercalado en español, obviamente: '¿Aún decís eso, "zurrar la badana", o resulta muy anticuado? A propósito, nunca he sabido qué significaba "badana", ¿tú tienes idea?'. Me di cuenta de que no tenía ni zorra, una vergüenza semejante a la que me hacían pasar mis alumnos oxonienses tantos años atrás, cuando me veía obligado a mentirles en clase ante sus preguntas malintencionadas y a improvisar etimologías descabelladas y falsas de las que tomaban nota seriamente. 'El español es una lengua, mucho más que el inglés y que otras, en la que con frecuencia ignoráis lo que estáis diciendo', continuó Sir Peter, 'y sin embargo lo decís todo con gran ufanía y desparpajo: ¿qué diablos significa "joder la marrana", por ejemplo? Quiero decir literalmente. ¿O "a pie juntillas" (hay autores ignorantes que escriben "a pies juntillas", lo he observado, y no sé ahora, pero antes no estaba admitido)? ¿O "a pie enjuto", o "a dos velas", o "caérsele los anillos"? Los anillos nunca se caen, al contrario, cuesta quitárselos. ¿Y por qué llamáis "manzanas" a los bloques de edificios entre calles? Al parecer nadie lo sabe, se lo he preguntado hasta a miembros de la Real Academia Española y todos se encogen de hombros sin preocuparse ni avergonzarse. Hmm, "manzanas", ¿no es absurdo? No hay ninguna semejanza con la fruta, ni siquiera a vista de pájaro... ¿Y por qué hacéis ese gesto raro que equivale precisamente a "a dos velas"? Os lleváis dos dedos a las fosas nasales y los bajáis hasta el labio superior, es muy extraño, no veo la relación con nada. Habláis mucho con ademanes y gestos y la mayoría no tienen sentido, son poco transparentes, a menudo incoherentes con su significado, como ese de apoyar los dedos tiesos sobre la palma vertical de la otra mano, ¿sabes cuál digo?, te lo haría si me estuvieras viendo, no te veo ya nunca, vienes poco, ¿Tupra te explota o es que tienes novia?, creo que con él se indica "Corta, no sigas", ¿o es quizá "Vamonos"...?'

Wheeler era incansable con las cuestiones lingüísticas y los modismos, se detenía y demoraba en ellos y se olvidaba del resto momentáneamente, y yo, como supe desde que por primera vez di clases de traducción y de español allí en Oxford, tenía un profundo desconocimiento de mi lengua, algo por lo demás no muy grave, que comparten conmigo casi todos mis compatriotas y andan tan frescos. Empezaba a pensar que a veces se le iba un poco la cabeza como se le iba el habla. No de la misma manera, no es que se quedara en blanco, en absoluto, y tampoco que desvariara o se hiciera líos, sino que divagaba algo más de la cuenta y no escuchaba con las mismas alacridad y atención con que lo había hecho siempre, como si lo exterior le interesara menos y lo interior le ganara terreno, sus disquisiciones, sus cavilaciones, su pensamiento insistente como suele serlo el de los viejos, tal vez sus recuerdos aunque éstos no fuera muy propicio a contarlos ni a compartirlos, pero quizá sí a rememorarlos mentalmente, a ordenarlos, a desplegarlos ante sí mismo y explicárselos y sopesarlos, o acaso era sólo a colocarlos bien rectos y a contemplarlos, como quien da unos pasos atrás y mira su biblioteca o sus cuadros o sus alineados soldaditos de plomo si los colecciona, lo que se ha acumulado y dispuesto a lo largo de una vida entera, seguramente sin más propósito que ese —y ese se encuentra—, el de retroceder y mirarlos.

Esa especie de locuaz ensimismamiento que le notaba por teléfono me hacía temer en ocasiones que no me restara ya demasiado tiempo para preguntarle cuanto quería preguntarle siempre e iba aplazando por discreción, por respeto, por mi aversión a sonsacar a las personas y desvalijarlas de lo que se reservan o guardan, a resultar excesivamente curioso o aun impertinente, por mi natural tendencia a esperar que la gente me diga sólo lo que desee plenamente decirme y no lo que esté tentada a contarme por el hilo o enredo de la conversación o por el halago o la vehemencia —la tentación de contar es tan fuerte como pasajera, y es fácil que desaparezca en cuanto se la ha resistido o bien se ha cedido a ella, sólo que en este último caso ya no hay remedio sino sólo arrepentimiento o, como dicen los italianos,
rimpianto,
lamento rumiado para nuestros adentros—. Y lo cierto es que quería preguntarle cosas antes de que fuera muy dificultoso o imposible, quería saber de su paso por la Guerra Civil, que tanto había marcado a mis padres, aunque hubiera sido anecdótico y breve, ignorado por mí hasta hacía poco; de sus andanzas con el MI6, de sus encargos especiales en el Caribe, el África Occidental el Sudeste Asiático entre 1942 y 1946, según rezaba el
Who's Who,
en La Habana y en Kingston y en otros sitios desconocidos, aunque tuviera aún prohibido revelarlas al cabo de sesenta años y sin duda de los que le quedaran de vida, se llevaría el relato a la tumba si yo no se lo arrancaba, aquel Teniente Coronel Provisional Peter Wheeler, nacido en las antípodas Rylands; de su callada relación con su hermano Toby, a quien yo había conocido primero y admirado y llorado, sin tener ni idea del parentesco; también de su actividad con el grupo para el que en su creación no hubo nombre ni debía haberlo ahora, ni 'intérpretes de personas' ni 'traductores de vidas' ni 'anticipadores de historias', había criticado a Tupra por emplear en privado tales términos: 'Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta', había dicho, 'acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide'; y era verdad, yo ya no podría olvidarlos porque formaba parte de aquel grupo y eran esos los que había oído, o de sus degradados herederos contemporáneos; y también quería saber de la muerte de su mujer Val o Valerie, tan joven, aunque él prefiriera dejar eso siempre para otro día y además pensara en el fondo que nunca debía contarse nada.

Incluso me parecía —era menos una comprobación que una sospecha— que Wheeler podía estar aflojando la mano que antes agarraba y no soltaba la presa, como aún hacíamos Tupra y yo y la joven Pérez Nuix probablemente, los tres todavía en edades desasosegadas o por lo menos interventoras, cuánto duran en verdad los afanosos años, los de la zozobra y la aceleración del pulso, los del movimiento y el vuelco, el vértigo, los de aquellos y tantos pasos, tantas dudas y tal tormento, en que se forcejea y urde y lucha y se aspira a hacer rasguños al otro y a evitárselos a uno mismo y a torcer las cosas en su beneficio, aunque éste se disfrace a menudo de nobles causas con tanto arte que hasta a nosotros nos engaña, artífices de los disfraces. Quiero decir que Wheeler se apartaba de sus maquinaciones y de lo que se hubiera trazado, o esa impresión me daba, como si la voluntad y la determinación le hubieran por fin menguado o quizá de pronto las desdeñara y no les viera ya compensación ni mérito, tras décadas de fortalecérselas y cultivárselas y alimentárselas, y desde luego de aplicarlas. Estaba concentrado en sí mismo, poco más le interesaba. Tenía más de noventa años, no podía extrañar ni reprochársele, ya era hora.

Y a pesar de esos avisos, de mi creciente temor a no disponer de un tiempo que con él siempre había sentido como ilimitado, yo seguía aplazando mis visitas y mis preguntas y no iba a verlo. También habría querido que me contara más de Tupra, de sus antecedentes, su historia, su peligrosidad, su carácter, de las 'probabilidades en el interior de sus venas' —él sabría más de ellas, lo conocía desde hacía más tiempo—, sobre todo tras aquella noche de la espada y los vídeos cuyo recuerdo me había hostigado durante semanas y lo haría indefinidamente; pero sobre este asunto, una vez que decidí no largarme ni sustraerme, no abandonar aún mi puesto y con él mi actividad, mi salario y mi aturdimiento, tal vez rehuía la posibilidad de averiguar de veras y de que, si Wheeler me complacía y descifraba a Tupra cabalmente, eso me hiciera parar lo que de momento, no sin violencia, había resuelto que continuara. Me daba cuenta de que había llegado a un punto en el que cada jornada que transcurría se me hacía más difícil dar marcha atrás, no digamos dejarlo todo y regresar a Madrid —a trabajar en qué, a vivir cómo, a estar cerca de Luisa mientras ella se me alejaba—, de donde sin embargo tampoco había salido enteramente. Mi mente estaba allí en gran medida, pero no mi cuerpo, y éste se iba acostumbrando a deambular por Londres y a respirar sus olores al despertar y al adormecerse (siempre con un ojo abierto, por la falta de persianas o como un habitante más de la isla grande), a pasar parte del día en compañía de Tupra y Pérez Nuix y Mulryan y Rendel y en ocasiones de Jane Treves o Branshaw, a ciertas rutinas inicialmente salvadoras en las que, sin haberlo previsto, de repente uno se encuentra prendido como en una tela de araña, sin ser capaz de imaginar otra vida distinta de la que lleva, aunque ésta no sea gran cosa y haya llegado como por azar y sin que la llamara nadie. No, ya no me resultaba fácil pensarme en otro trabajo menos cómodo y peor pagado, menos atractivo y variado, al fin y al cabo cada mañana me enfrentaba a nuevos rostros o ahondaba en los conocidos, y era un reto desentrañarlos. Apostar por sus probabilidades, vaticinar sus comportamientos, era casi como escribir novelas, o por lo menos semblanzas. Y de vez en cuando había salidas, traducciones sobre el terreno y algunos viajes.

Así que también iba retrasando mi vuelta a Madrid, me refiero a una visita a mis niños y a mi padre y a mis hermanos y amigos, habían pasado demasiados meses sin poner pie en mi ciudad y por lo tanto sin ver ni percibir a Luisa, que era lo que más me atraía y asustaba. A ella le había dicho, dos días después de aquella noche, cuando la había telefoneado para inquirirle sobre el
bottox
y las manchas mujeriles de sangre, que aún tardaría un poco. 'Los niños preguntan que cuándo vienes', había llevado buen cuidado en no preguntarlo ella, y en no incluirse. 'No sé si será muy pronto’, le había contestado yo, y le había mencionado que debía acompañar a mi jefe en un viaje, no se sabía cuándo, podía ser en cualquier momento, estaba atado hasta entonces. Y era cierto, así me lo había anunciado Tupra, sólo que al final fueron varios los viajes a los que me arrastró durante el mes siguiente, desplazamientos breves, de un par de días, tres dentro de la isla grande y uno a Berlín, al continente.

Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incompara y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.

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