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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (25 page)

Me extrañó que también ella hablara con tanto
sans-gêne
delante de desconocidos como yo. Quizá lo propiciaban el medio y su vanidad; quizá no veían a la gente a su alrededor, como si sólo los muy famosos se captaran entre sí y el resto del mundo les fuera una nebulosa que no importaba ni contaba más que como público o
dique
que jalea y aplaude, o que en el peor de los casos guarda un respetuoso o cohibido silencio y se limita a asistir al diálogo de las celebridades, como si se encontrara a oscuras en un teatro. En cierto sentido era como sí estuvieran solos, ellos dos. Y lo que Dearlove le respondió, tras apoyar unos instantes sus rizos sobre el inmenso escote de Seabrook, como si buscara consuelo o refugio en el seno de la vieja amiga, me reafirmó en esa impresión:

—Oh Viva, cuánto nos queda, o cuánto me queda a mí. Llegará un día en que sólo sea un recuerdo para los de más edad, y ese recuerdo cada vez será más tenue a medida que se vayan muriendo los que lo conserven, uno tras otro, la cuenta siempre menguante y nunca más ya creciente, y durante tantos años fue cuenta en aumento que ahora no lo puedo resistir. No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca, sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, los que me han visto y escuchado y los que se han acostado conmigo, por jovencísimos que fueran en el momento, se harán viejos y gordos y morirán, como si padecieran todos una maldición. No es de esperar que mis canciones me sobrevivan y que las sigan oyendo las generaciones futuras, y qué será de ellas cuando yo ya no esté para defenderlas y repetirlas, cuando ya no sea capaz de aguantar conciertos como el de hoy. No volverán a sonar. Ni siquiera he compuesto apenas en los últimos quince años, grandes melodías que otros pudieran recuperar y cantar mañana, aunque fuese en versiones horrendas, y ahora ya no tengo el ímpetu para ponerme a escribir. No creo que me saliera nada memorable. —Y añadió desconcertantemente—: Si ni siquiera a McCartney y a Lennon les sale ya nada desde hace siglos, cómo iba a lograrlo yo. Seré olvidado del todo, Viva. No quedará rastro de mí.

Había algo de teatral en su voz y en los ademanes con que acompañó estos lamentos, pero también se notaba que encerraban una parte de verdad. Estiró más las piernas, y yo me erguí un poco para verle mejor los asquerosos talones tintados, sentía curiosidad por distinguir el dibujo o lema de sus tatuajes.

—Pero si Lennon lleva treinta años muerto —no pude evitar decir—. Cómo diablos va a componer.

—Eso no importa —me contestó rápido Dearlove—. Y además, tampoco fue nunca tan bueno. Si no le hubieran pegado unos tiros, la gente hoy vomitaría al oír sus canciones. —'Otro de la hermandad Kennedy-Mansfield’ pensé—. Vaya tipo pretencioso y blando, y con mala voz. —Y a continuación me fulminó con sus agrandados ojos chicos de sajado párpado, como si yo fuera un acérrimo defensor de Lennon, lo que nunca he sido ni seré. Más bien estaba de acuerdo con el diagnóstico del Doctor Dearlove, antiguo dentista, pero hacérselo saber entonces habría parecido coba de la más rastrera.

Al menos mi imprudente intervención tuvo la virtud de ponerlo de momentáneo mal humor, es decir, de animarlo
y sacarlo
de
la melancolía
hacia la que se había deslizado, y durante el resto de la cena volvió a ser un hombre alegre y de impertinentes bromas tirando a pesadas. Yo me lo pasé casi callado, aliándome con disimulo de vez en cuando y estirando mucho el cuello para leerle los talones, pero no lo conseguí.

Más tarde, muy harto, informé a Ure o Dundas de la manera más resumida posible:

—Te confirmo cuanto te dije la otra vez, y sólo te hago esta matización: está tan preocupado por su posteridad que quién sabe, a lo mejor cometería un día una barbaridad para que al menos se lo recordase por ella. No cree que su música vaya a perdurar más que él. Así que en un momento de desesperación, lejos de evitarlo a toda costa, podría echarle un borrón a su vida, y darle por ingresar deliberadamente en los Kennedy-Mansfield, como los llamas tú. Pero tendría que ser en medio de una depresión profunda, de una obnubilación, algo así, o dentro de bastantes años, cuando ya esté retirado y no dé conciertos ni lo arrope la multitud. Está tan centrado en sí mismo que ve como una maldición injusta que se mueran quienes lo han admirado y conocido a él, como si eso no les tocara ni lo compartieran cuantos han pisado la tierra o cruzado el mundo. —Y en seguida añadí—: Tú que lo conoces más, ¿sabes qué lleva tatuado en los talones de los pies? —Me parecio conveniente formularle la pregunta con esa absurda especificación, 'de los pies', porque
'heels'
también puede significar 'tacones' en inglés.

Pero Tupra no me hizo caso. No se dio por contento y hube de relatarle hasta la última frase intercambiada en la cena, con Dearlove, con Viva Seabrook, con mi compatriota de la farándula que se sentaba cerca y con cualquiera que hubiera metido mínima baza en la conversación. Detestaba que me solicitara estas reproducciones escrupulosas de diálogos, que me obligara a vivirlos por segunda vez. Me sentía como esos vacuos escritores de diarios que registran sus mezquinas vidas con gran detalle y además las dan luego a la imprenta, para tedio de lectores incautos o muy mezquinos y vacuos a su vez.

A York no supe por qué me llevó. Paseamos largamente por el adarve de la muralla larguísima, circundando la ciudad, como si fuéramos dos centinelas o dos príncipes. Quiso que nos llegáramos en coche a Coxwold, un pueblecito vecino en el que se encuentra la casa que hace dos siglos medio Ríe la del escritor Laurence Sterne, Shandy Hall, así llamada en honor de su novela más importante,
Tristram Shandy.
Atribuí su empeño a la influencia de Toby Rylands, quien llevaba años trabajando, cuando yo lo traté, en 'el mejor libro que jamás se haya escrito', según me dijo una vez —no tanto con inmodestia cuanto con convicción—, sobre la otra obra principal de Sterne,
A Sentimental Journey
o
Viaje sentimental
como si Tupra quisiera rendir de ese modo homenaje a su antiguo maestro de Oxford o del MI6 o de ambos, a lo que no tuve nada que oponer sino todo lo contrario, y además yo no era quién para objetar. Sin embargo, nada más llegar buscó al encargado de la casa-museo, un hombre más joven que él y que yo y al que me presentó inverosímilmente como Mr Wildgust ('Ráfaga Salvaje' en su literalidad), con el que se encerró a hablar en un despacho mientras me instaba a recorrer por mi cuenta el lugar. En cada habitación de aquella grata y apacible casa de dos plantas había un anciano o una anciana —voluntarios, jubilados sin duda— que, lo quisiera uno o no, daban al visitante extensas explicaciones sobre la vida y costumbres de su dueño dieciochesco y sobre las rehabilitaciones llevadas a cabo en la mansión, tanto en tiempos de un tal Mr Monkman, venerado fundador de la Laurence Sterne Trust, como en la actualidad (aporté de buen grado una pequeña cantidad a la causa). En el amplio jardín cometí un acto probablemente penado por la ley: arranqué una pequeñísima planta, que escondí y mantuve húmeda durante el resto del viaje, y que más tarde, en Londres, sin apenas cuidados ni esfuerzo, se me convirtió en otra planta de extraordinarias lustrosidad y pujanza, aunque nunca averigüé su nombre, ni en inglés ni en español (me hizo ilusión llevarme y conservar algo vivo del jardín de la familia Shandy). Tupra no se molestó en visitar la casa, ya la conocía, dijo, y seguramente era verdad. Al cabo de una hora salió con Wildgust, un semijoven de aspecto afable e inocente y alegre, con gafas y pelo rubiáceo algo largo, y regresamos a York, donde tal vez él se encontró con alguien más, pero yo no. No me pidió ninguna interpretación de nadie ni mi opinión de nada, ni siquiera de Sterne, de la inacabable muralla ni de Shandy Hall.

Costaba creer que un hombre tan práctico como Tupra tuviera otra relación con Coxwold o con Mr Wildgust que la profesional, y a su vez era difícil imaginar por qué iba a ver a éste en persona y de qué podría servirle aquel encargado de vida aparentemente contemplativa —no debía de tener mucho quehacer: cuando llegamos estaba enfrascado en la lectura de una novela, en el puesto de los objetos y las postales, sin cliente alguno—, perdido en una aldea de Yorkshire a la que en su día habían destinado como párroco al no muy vocacional, mundano e irreverente Reverendo Sterne. Tampoco resultaba fácil figurarse cuáles eran sus asuntos con un zapatero berlinés al que fuimos a ver en su diminuta y elegante tienda, llamada Von T (calzado sólo para caballeros, hecho a mano), la vez que viajamos hasta el continente, poco después de estos otros desplazamientos en la isla grande. Claro está que Reresby se probó y compró zapatos, y que el señor Von Truschinsky, de la Bleibtreustrasse, tomó a instancias de Tupra, con unos bonitos y artesanales aparatos de madera que yo no había visto hasta entonces, las medidas exactas y completas de mis dos pies —ancho y largo, altura, empeine y tatuable talón—, en la confianza, dijo con modestia y tacto y en un notable inglés, de que quedara contento y me animara a seguir el ejemplo de mi jefe y le encargara más pares en el futuro, desde Inglaterra o desde España, pues lo cierto es que también yo compré dos pese a los elevados precios, con excelentes resultados, eso sí, y mejora general de mi aspecto a ras de suelo. (Y pensar que una vez había temido que Tupra calzara botos o zuecos o algo peor si lo hay.) Lo raro era que tanto esos pares míos como los que Reresby adquirió eran de sendas marcas inglesas de las que nunca había oído hablar —acaso por exquisitas—, Edward Green, de Northampton, en activo desde 1890, Grenson, no

de dónde, desde 1866. Me pareció extravagante viajar hasta Berlín para hacerse allí con ellos —él eligió un modelo Hythe y otro Elmsley, aquél en
'Chestnut Antique' y
éste en ‘
Burnt Pine Antique’
yo uno Windermere en
'Black’ y
otro Berkeley en
'Tobacco Suede’
—, en vez de comprarlos en nuestro país, quiero decir en el de Tupra y en el que vivía yo. Después de la ceremonia de medición, llevada a cabo con parsimonia y delicadeza extremas por el dueño y empleado único, Tupra pasó con Von Truschinsky a la trastienda, y departieron tras la cortina durante unos quince minutos mientras yo me distraía mirando catálogos de zapatos finos, de ahí que ahora sepa tanto sobre los verdaderos nombres de sus colores y que algunos de los que llevo los creó el superlativo John Hlustik, lo cual no me dijo mucho entonces pero me sonó a importante y a checo. El murmullo que me llegó no fue de inglés, tampoco tuve la impresión de que fuese de alemán.

Como en York, no me hizo traducir a nadie en Berlín ni conocer a nadie más. Me dejó tiempo libre, no me invitó a una cena que tuvo con gente de la ciudad. Durante el vuelo de regreso pensé que al menos me preguntaría por el zapatero, por fuerza superficial opinión, y acaso por el señor Wildgust con retraso, aunque yo no hubiera estado presente en la parte sustancial de sus conversaciones con ninguno de los dos. Pero como al cabo de una hora de pasarlo mal en el aire Tupra siguiera hablándome sólo de carreras de caballos y de fútbol (le reventaban las antinaturales riqueza rusa y antipatía lusa de su equipo de toda la vida, el Chelsea), no me resistí a preguntarle yo a él:

—Por curiosidad, ¿en qué lengua hablabais a solas, Mr Von Truschinsky y tú?

Me miró con tan bien fingida sorpresa que hasta dudé si era real.

—En qué íbamos a hablar, en inglés. En lo mismo que contigo, qué sentido tenía cambiar. Además, yo sé poco alemán.

No era cierto lo del inglés, pero no quise discutir. Así que cambié de tema, o quizá no tanto:

—Escucha, Bertram. Entiendo que me hicieras acompañarte a Bath y a Edimburgo, espero haberte sido allí de utilidad. Pero no me explico por qué quisiste que fuera contigo a York ni por qué he venido a Berlín. No me has dado tarea, no he visto de qué podía servir. Y no me digas que por llevar compañía, porque te desagrada viajar solo. En York tenías la de Jane, aunque luego casi ni la aprovecháramos. —Jane Treves no había tomado parte en la excursión a Coxwold ni caminó largamente por el adarve medieval. Tan sólo habíamos cenado con ella. Podía ser que Tupra la hubiera visto sin mí. Podía ser, por qué no, que él sí la hubiera aprovechado y ella hubiera dormido en su habitación.

—Estaba muy ocupada con sus parientes. La incluí en el viaje más que nada para que tuviera ocasión de verlos. Hacía mucho que no los visitaba. Estoy muy contento de su trabajo. No ha parado últimamente.

—Y en cambio, con todas estas escapadas, a mí me estás obligando a retrasar mi viaje a Madrid. No sé si te das cuenta de que hace siglos que no veo a mis hijos, no los voy a reconocer. Ni a mi padre. Mi padre está muy mayor, sólo tiene un año menos que Peter. A veces tengo miedo de no ir a volver a verlo. —Y aquí sí insistí—: ¿Para qué me has hecho venir? ¿Para comprar zapatos? ¿Para renovarme el calzado?

Tupra sonrió con sus labios gruesos que ni siquiera se le afinaban apenas al estirarlos.

—Convenía que te presentara a Clemens von T, es ya un viejo amigo y da un magnífico servicio, se puede confiar en él. Seguro que a partir de ahora calzarás mucho mejor. Podrás tratar directamente con él, además. Para el mes que viene no hay viajes previstos, así que no habrá inconveniente en que te traslades unas semanas a Madrid. Si quieres. Dos o tres.

Un permiso tan largo. Me desconcertó. Se lo agradecí. Pero no había manera de que contestara a lo que decidía no contestar, eso lo sabía yo bien, ni de que diera explicaciones de lo que no quería o no debía explicar. Abandoné. Supuse que con aquellas frases se refería a otra cosa que a los zapatos, que más adelante me encargaría tratar de algo que no fuera calzado con Clemens von T. Sin embargo lo cierto es que todavía hoy, pasado ya todo el tiempo de la fiebre y el sueño, bien de vuelta ya en Madrid, sigo pidiéndole mis bonitos y duraderos pares a su diminuta tienda de Berlín.

No mintió Tupra en aquel avión, y organicé mi viaje a Madrid para el mes siguiente, una estancia de quince días, me di cuenta de que con eso tendría bastante y hasta quizá me sobraría, quiero decir que no sabría qué hacer allí con mi tiempo, tras haber visto una vez a todos.

Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos —si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde— con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, 'Ella no está y no va a volver', por ejemplo (sea volver a mí o de la muerte), y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ní siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia —o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe— y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferramos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación ni esfuerzo, el relleno que despreciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).

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